American Life, una tragedia americana

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Madonna talks about music“, reza en grandes letras la portada de una edición de 1994 de la revista británica Q, con la palabra music en cursivas y seguida de incrédulas admiraciones y azoradas interrogaciones. Lúdicos, los editores no recalcan, sin embargo, sino lo evidente: que cuando se habla de Madonna se ponderan sus videos, sus fracasos fílmicos, sus peinados, su vocación transgresora, pero sólo muy rara vez se habla de su música.
     Casi diez años después, la situación ha variado poco: Madonna lanza su primer álbum en tres años (American Life, Maverick / Warner Bros., 2003), protagoniza el acostumbrado escándalo concomitante y el disco termina vendiendo millones pero moralmente sepultado por una cauda de críticas desfavorables cuyos criterios valorativos se antojan más políticos que musicales.
     No exculpo a Madonna: su orondo exhibicionismo la impele con regularidad casi sistemática a excesos rayanos en lo impúdico, urdidos para provocar escándalos que le son caros pero que, en ocasiones, le salen carísimos;1 más aún, este último (el-del-video-autocensurado-al-que-ya-es-lugar-común-referirse), marcado por el sino de un timorato y falso patriotismo, es de los que la dejan peor parada, de los que (como aquel de su canción “Papa Don’t Preach”, de involuntarios pero innegables tintes pro vida) la hacen ver como la acaudalada criatura del establishment que finalmente es.
     Con todo, sus discos suelen merecer mejor trato que el que les dispensa habitualmente una crítica dinosáurica, ebria de rock añejo, dispuesta a perdonar los momentos más ñoños de Bruce Springsteen sólo por el hecho de su tan llevada y traída (e impostadísima) sinceridad. Ya Like a Virgin (1984), clásico del pop emancipador tramado en complicidad con el gurú discotequero Nile Rodgers, merecía más que los misóginos vituperios que le fueron acordados en su momento. Así también con American Life, el disco que nos ocupa, clasificado como “secuela innecesaria” por la publicación musical más importante de Gran Bretaña (nme) y razón aparentemente válida para que la publicación musical más importante de Estados Unidos (Rolling Stone) acuse a su creadora de que “su fuerte, al parecer, no [sea] ya hacer discos”.
     Acaso encontremos la clave para entender el maltrato propinado a American Life por la crítica en la reseña de Alan Braidwood, locutor de BBC Radio y colaborador del sitio del conglomerado mediático británico en internet: “Como Erotica“, apunta Braidwood, “este álbum podría pasar inadvertido si la gente lo juzga por su primer sencillo. Y, como en el caso de Erotica, sería una verdadera pena.”
     Vayamos, pues, a Erotica. Disco osadísimo que busca tender puentes entre el house, el jazz y el primer apogeo del sampleo, es suma de canciones que ponderan las amarguras inherentes al juego de la seducción, que revelan la imposibilidad de establecer una conexión emocional real en un baile de máscaras sin fin y sin finalidad. Aquí Madonna se burla en vano del tipo que la hizo llorar (“Bye Bye Baby”), allá se esfuerza en derribar el muro simbólico que la separa del amor (“Words”), para terminar en un “Secret Garden” al que no podrá acceder hasta conocer cuál es su lugar, cuál su rostro, cuál el verdadero color de su cabello (la traducción es literal). Aun así, “Erotica”, canción en que la autora se nos presenta bajo el disfraz de Mistress Dita, la dominatrix que nos golpeará como un camión para después ponernos en trance (la traducción es, otra vez, literal), fue la carta de presentación —mejor aún: de debut y despedida— de un álbum que no llegó a los hogares de quienes lo imaginaron a partir de tales frases como una colección de frases obscenas y gemidos orgiásticos.
     Lo mismo pasa con American Life, tercera incursión de Madonna en el universo de la música electrónica. El primer sencillo (otra vez homónimo) es autoflagelación personal que, sin embargo, deviene nacional ya por su título. Madonna se queja de la “vida moderna” y lamenta lo vacuo de su propia existencia mientras repite, con minucioso rigor, “I live the American dream“. Súmese al coro las inquietantes imágenes de un video prohibido y el resultado es un disco que se percibe como una diatriba traidora a Estados Unidos, vociferada a lo Eminem (algo hay de eso: Madonna coquetea con el hip hop en más de una pista) por la que fuera hasta hace poco sobrina dilecta del Tío Sam.
     Tan falso lo uno como lo otro. Jamás ha sido Madonna una gringa promedio; jamás —y, desde luego, no ahora— una guerrillera empeñada en desequilibrar al sistema, por más que lo declare en otro track del disco (la jamesbondiana “Die Another Day”). De hecho, basta citar otra estrofa de la misma “American Life” para desentrañar de qué trata este disco en realidad:

I tried to be a boy
     I tried to be a girl
     I tried to be a mess
     I tried to be the best
     I guess I did it wrong
     That’s why I wrote this song.2

En American Life, Madonna hace acto de contrición. Autobiográfica como todo narrador (que es el oficio, a fin de cuentas de todo músico pop), comenzaría a relatarnos su saga personal en Like a Prayer, álbum considerado “su primer disco serio”, particularmente en virtud de su neurótico tono confesional. En ese 1989, una Madonna recién divorciada lloraba la pérdida de su madre, espetaba reclamos a su padre, dibujaba la violenta pesadilla de su matrimonio fallido. Y así habría de seguir, haciéndonos partícipes de su amargor amoroso (Erotica), de su rencor social (Bedtime Stories, 1994), de su aferramiento obstinado a las disciplinas espirituales (Ray of Light, 1998). Hasta llegar a American Life, donde opera la cura (la referencia a Freud en una pista dista de ser gratuita) y una Madonna sensata y serena purga sus problemas familiares (“Mother and Father”), reniega de su propia obsesión por la fama (“I’m So Stupid”), huye del bullicio de la falsa sociedad (“Nobody Knows Me”) y hace mofa de su antiguo protomisticismo (“This metaphysic’s shit is dope“, rapea en “American Life”), para terminar feliz en casa, con hijos (“Intervention”) y marido (“X-Static Process”), dispuesta a cerrar el círculo con una “Nothing Fails” en que el amor la impele a rezar pese a su agnosticismo, mientras la aclama un coro de gospel que es referencia directa a esa “Like a Prayer” primigenia.
     American Life, dice Madonna. American Tragedy, respondo yo, y recuerdo la novela de Theodore Dreiser en que un buen chico de provincias es seducido por los oropeles de la gran ciudad y termina cegado por el falaz fulgor del éxito y el placer. No es el caso, sin embargo, de esta chica, autora de su propia tragedia, diosa ex machina que ha decidido coronar las primeras dos décadas de su vida artística con un hollywoodense final feliz. No faltaba más. –
     — Nicolás Alvarado

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