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El primer día de noviembre de 1755, sobre las diez de la mañana, un terremoto de intensidad 8’5 grados Richter y con epicentro en las Azores, arrasó la ciudad de Lisboa. La sacudida fue duradera, más de dos minutos, y al rato llegó el maremoto (hoy llamado tsunami gracias al implacable esnobismo de los periodistas), el cual acabó con todo lo que aún quedaba en pie. La ola fue tan tremenda que cientos de kilómetros al sur de Lisboa, en Cádiz, rompió las murallas “desplazando piezas de sillería de entre ocho y diez toneladas de peso”, según cuenta el Catálogo Nacional de Riesgos Geológicos. Se calcula que el seísmo mató a unas cincuenta mil personas, cantidad proporcionalmente enorme si consideramos que la población de Lisboa por aquellos años apenas superaba las doscientas mil almas.
     La similitud del terremoto de Lisboa con el que asoló los países ribereños del Océano Indico durante el mes de diciembre es evidente. Se trata del mismo fenómeno, separado por 250 años. En ese lapso (una nimiedad, incluso para la medida histórica occidental) el efecto intelectual del desastre ha cambiado radicalmente. Como si hubiera sucedido en otro planeta.
     Quizá lo más chocante para nuestra conciencia moderna sea que dos años más tarde, en 1757, el grabador J.P. Le Bas publicara con gran éxito de ventas una colección de planchas en la que figuraban vistas de la destrozada ciudad de Lisboa. Los grabados se habían llevado a cabo a partir de dibujos al natural que venían a ser como las instantáneas fotográficas de la época. El libro se titulaba Recueil des plus belles ruines de Lisbonne y tenían la grandeza sublime de las Vedute di Roma de Piranesi.
     Que la ruina pudiera ser “bella” quiere decir que tenía vida propia, existía por sí misma y al margen del sufrimiento humano. La inocencia de la ruina sería hoy de todo punto impensable. Si alguien osara publicar dentro de un par de años un libro de fotografías sobre los efectos del maremoto titulado Las más bellas ruinas de Sri Lanka, sería lapidado en la vía pública. Las cosas que nos rodean se han impregnado de culpabilidad. La piedra, las arenas, los muros y maderos, llevan consigo el dolor humano a modo de piel. Es otro efecto del sentimentalismo, enfermedad senil de la democracia avanzada.
     El terremoto de Lisboa no sólo trajo consigo álbumes de grabados, sino también dramas teatrales, sermones, pinturas y gran variedad de manifestaciones artísticas. Por encima de todas ellas brilló con luz cegadora (y fue leído por miles y miles de ciudadanos) el Poéme sur le désastre de Lisbonne que mandó imprimir al año siguiente, en 1757, el sexagenario Voltaire. La imposibilidad actual de algo semejante es también signo de un profundísimo cambio. No parece verosímil que el año próximo leamos un Poema sobre el maremoto de Indonesia, ni nada similar.
     El poema de Voltaire comenzaba con una meditación sobre las incomprensibles decisiones de la Providencia y una reflexión filosófica contra el dogma católico de la caída. El poema negaba cualquier relación entre el dolor y la culpabilidad. ¡No! (venía a decir Voltaire), los lisboetas no han sido castigados por sus pecados, los humanos no somos seres decaídos por el pecado original… pero es cierto que no podemos encontrar razón para el Mal, ni entender a Dios cuando libera su potencia destructiva. El poema acudía en auxilio de aquellos ilustrados que se debatían contra el sinsentido de la máquina celeste dirigida por un Dios incógnito.
     También negaba Voltaire los razonamientos utilitaristas del tipo: “esta destrucción parece absolutamente maligna, pero en realidad favorece a los herederos de los muertos, a los albañiles, a los animales que se alimentan de los cadáveres…” y los acusaba de ser insoportablemente crueles. Era su manera de responder a aquellos que se habían escandalizado con su célebre Candide en donde, a partir del juicio leibniziano de que el nuestro es “el mejor de los mundos posibles”, Voltaire socavaba los fundamentos del optimismo teológico.
     Dos siglos mas tarde la colosal destrucción del Índico no suscita ya ni juicios estéticos, ni mucho menos reflexiones morales. En doscientos años nos hemos habituado a convivir con lo inexplicable, con lo absurdo, con el mal, con la ausencia de sentido. Bien es verdad que han sido dos siglos de tenaz destrucción. La Revolución Francesa y el Terror, dos guerras mundiales, el genocidio nazi, las masacres estalinistas, las carnicerías de Pol Poth y de Mao Tse Tung, el estallido de bombas capaces de arrasar el planeta entero…
     Se habrá observado que las hecatombes de los dos últimos siglos son obra exclusiva de los humanos. Habiéndonos demostrado a nosotros mismos que somos capaces de arrasamientos muy superiores a los de cualquier meteoro natural, parece que nos hemos quedado sin habla. Desde luego, ya no nos consuela la belleza de lo arruinado, pero es que ni siquiera osamos pedir explicaciones por la descomunal destrucción. Es como si nos hubiéramos resignado a vivir en el sinsentido humano, el cual es incluso más abrumadoramente absurdo que el sinsentido divino.
     Siendo así que los humanos hemos demostrado ser peores que la peor catástrofe y que el peor dios, ¿cómo vamos a exigir explicaciones sobre el Mal? –

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