Yo diría: Elisa

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[Dibujo de Steinberg]

Eso fue entonces, en 1955. Edmundo Valadés y quien esto escribe se encontraron en el café “Chufas”, que era el cariñoso apodo de la Horchatería Valenciana, situada en la calle de López casi esquina con la avenida Juárez, ciudad de México (ciudad hoy abominablemente sustituida por Smógico City, capital del smog).

Por aquel entonces la gente que leía, asistía a conciertos, iba al cine, hacía o pensaba y discutía de política, participaba en tertulias, trabajaba en editoriales, periódicos y revistas, etcétera, solía encontrarse en ese corazón de la ciudad, así que en la vidita cultural nos conocíamos todos. Valadés y quien esto escribe nunca se habían encontrado, a pesar de que andaban los dos, más o menos, por los mismos círculos de periódicos y revistas, pero resultó que ya se conocían, porque daba la casualidad de que ambos habían publicado en ese año su primer libro de cuentos, y ya se habían leído mutuamente. (En esa década Elenita Poniatowska publicó una obra de teatro que ocurría entre escritores y se titulaba Melés y Teleo, dos nombres como de mitología griega que sólo significaban: “Me lees y te leo”.)

Por una casualidad, Valadés y quien esto escribe llevaban en el bolsillo sus primeros libros mortalmente cargados, es decir que tenían en el título la palabra muerte (Valadés, La muerte tiene permiso, en la colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica; De la Colina, Cuentos para vencer a la muerte, en la colección fundada por Juan José Arreola: Los Presentes). Y nos dedicamos mutuamente los libros. Él puso en el suyo: “A José de la Colina, joven maestro del cuento”, pero el maestro era él, y yo apenas el aprendiz…y sigo siéndolo, ay.

Entre tazas de café express y vasos de fría horchata, con los que tratábamos de combatir el calor del verano, hablábamos de nuestras admiraciones literarias. Surgió el nombre de ese narrador hoy completa e injustamente olvidado, el armenio-norteamericano William Saroyan, del cual alguna influencia teníamos por entonces, y coincidimos en que lo admirable en el autor de “Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo” era su capacidad de tomar una anécdota pequeñísima, casi insignificante, y convertirla en una narración llena de vida, de ambiente, en la que casi se podía sentir el frío o el calor de un día en una ciudad, o la voz del amigo encontrado o perdido en las calles, o del desconocido que en un bar nos cuenta su triste o alegre (pero casi siempre triste) aventura cotidiana. Saroyan resultaba para nosotros la ilustración perfecta de eso que ha escrito Jean-Paul Sartre en Las palabras, acaso su libro menos pesado:

Para que el acontecimiento más trivial se vuelva una aventura, se necesita y basta ponerse a contarlo. Es lo que siempre atrapa a la gente: un hombre es siempre un narrador de historias, vive rodeado de sus historias y de las de los otros…

Y aunque esa tarde no conocíamos esa espléndida anotación sartriana (pues Las palabras sería publicado nueve años después), no me cabe duda de que eso era lo que creíamos, sentíamos, intentábamos entonces, y de que en Saroyan nos atraía particularmente la manera como la pequeña anécdota cotidiana se vuelve cuento, y el cuento se vuelve canto y el narrador no teme ser algo cursi.

Entró en el café, atrayendo las miradas de todos los presentes, una señora treintañera, de belleza fulgurante, que caminaba como envuelta en pura música, cimbrándosele el cuerpo alto y esbelto, como un junco que el viento acometiera, y sonriendo con un señorío angelical que contradecía la tristeza de su mirada.

— Mire usted esa mujer: a mí me gustaría… —comenzó a decir Valadés, y yo pensé que confesaría un deseo lujurioso; pero, nada, Edmundo era un caballero y lo que iba a decir iba por otro camino—. Me gustaría saber qué historia entra aquí con ella…

— ¿El cuento que todos llevamos dentro, don Edmundo?

— Sí, y el cuento que nunca contamos, que ella nunca contará… y que debemos contar por ella.

— ¿Y cuál sería?

Entonces entre los dos nos pusimos a imaginarlo. Comenzaba más o menos así (y no me pregunten quién decía qué, porque ahora no puedo separar nuestras dos voces susurradas):

— Es casada.

— Casada y adúltera. Mejor así, para que haya más cuento.

— Viene a una cita con su amante, y sabe que él, o ella, van a romper esa relación esta tarde, por eso tiene la mirada triste…

— Y sonríe porque siente y quiere disimular esa tristeza…

— Trae bajo el brazo un paquete, alguna prenda que habrá comprado en El Palacio de Hierro, puede ser unos calzoncitos de seda rosa, con encajitos negros, o de seda negra con encajitos rosas, es decir una prenda de putita: es su pretexto para venir al centro de la ciudad, un pretexto para ella misma antes de que lo sea para su marido…

— Un marido que sólo ve su belleza y no la comprende a ella en nada…

— El amo en la casa y en la cama, pero que nunca la verá con esos calzoncitos, que son para que los aprecie el amante, que posiblemente aprecia algo más que su belleza…

— Y que es bueno en la cama, cuando en cambio el marido, es una bestia, sólo piensa en hacerlo como deber conyugal…

— Es la primera vez que ella entra en este café; se le nota en la manera de mirar alrededor, y la tristeza de la mirada se debe a que ella ha llegado tarde y el amante se habrá ido, porque se cansó de esperar, o en realidad él no ha acudido ni acudirá a la cita…

— Ahora se sienta, y pide un old fashioned, sin advertir que esto no es un bar, que lo más que se podría pedir es una cerveza, y eso en el caso de que se pidan alimentos…

( El old fashioned era un coctel de moda, por lo menos en las crónicas sociales que espléndidamente, y con alguna mala leche, escribía Salvador Novo para una revista semanal.)

— El mesero que se acerca a servirle está visiblemente perturbado por esa belleza, y no hace más que cambiarse la servilleta de un brazo al otro…

— Y el hombre que ella espera nunca llegará…

— No, nunca llegará… El cuento exige que no llegue. El cuento quiere ser como la mirada de ella: triste, y buenamente cursi…

— ¿Y si él ha llegado ya? ¿Si es uno de nosotros: usted, o yo…?

— Lo que está llegando ya (y ella no lo sabe, y nosotros apenas hemos comenzado a intuirlo) es el cuento…

— Un cuento que podría titularse a la manera de Saroyan…

— Digamos: “Con una mirada, con una sonrisa y con toda la tristeza del mundo”…

— Sí. Un título cursi, pero qué podemos hacer: a veces la vida se pone cursi, pobrecita…

— Y Gómez de la Serna dice que lo cursi, si es cursi bueno, ayuda a vivir…

— Habría que escribir ese cuento. Para ayudar a vivir a alguien. A ella, por ejemplo.

— ¿Quién lo escribirá? ¿Usted o yo?

— Los dos, cada uno por su cuenta y a su modo.

— Prometido.

— Prometido.

Nunca lo hicimos, ni siquiera muchos años después cuando Valadés dirigía la revista El Cuento, la única de esa especialidad en México, tal vez en todo el ámbito de la lengua española, y que duró muchos años, hasta diciembre de 1999…

Y eso fue. Nunca escribimos el cuento valientemente cursi de la desconocida del “Chufas”, pero quizá los dos, Edmundo en el más allá, y yo todavía acá, estamos secretamente, lentamente, escribiéndolo juntos. Para que la desconocida del “Chufas” sea más que una inmortal del momento. Y para que volvamos a verla entrar, una y otra vez y siempre, bella “como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”, en un café “Chufas” intacto en el espacio y en el tiempo.

>[De: José de la Colina, Traer a cuento. Narrativa (1959-2993). Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.]

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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