Videojuegos, un romance: Grand Theft Auto IV: Ciudad Sin Miedos

Sigue la serie sobre obsesiones y juegos de video con una alternativa al clásico Grand Theft Auto. 
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—“¿Cuál troca del año tienes, que yo no te he visto nada?

Nomás una bicicleta que yo te compré robada.

Por andar de huevones todo el día no les alcanza,

los kilos que andas moviendo, pues ahí los traes en la panza.

¿Pa qué tanta habladuría? Muchacho yo no te entiendo.

¿Que tienes muchas pistolas? Pues serán las del Nintendo.

No digas tantas mentiras pa’ apantallar a la raza.

Usted no tiene enemigos, pues no sale de la casa”.

—“Así vivimos nosotros, burlando a la policía”.

—“Ay ay ay, tú eres cholo de Playstation, vives en la fantasía”.

—“Así vivimos nosotros, burlando a la policía”.

—“¡Je! ¿Y por qué no les cuentas que te mías en la cama todavía?”

 

—Don Cheto, “El cholo del Playstation

 

La gente que más me gusta es la que no conozco. No lo digo de dientes pa fuera, pero tampoco he venido aquí a quejarme –bueno, tal vez de mi novia y de su novio, mi mejor amigo. Baste decir que nuestras occidentales vidas son un largo y oscuro túnel donde te apuñala el de mejor visión nocturna. Incluso el perro que no tienes podría morderte un día, como le sucedió al vecino de mi abuela, dueño de dos bull terriers (Dado y Sandy) que se le revelaron en el pasillo de la Unidad 2 de la Jardín Balbuena. El pobre se quedó sin tres o cuatro dedos. Algunas cosas de este texto son mentira: ésa, lo juro, no lo es.

Así que mi ciudad favorita no existe. O quién sabe, igual y sí. Se llama Liberty City. Es una ciudad más o menos ficticia, copia de Nueva York hecha con papel carbón (su parque principal se llama Middle Park, su barrio hipster Brocklyn, etc): igual de horrible, dañina y amplia, pero bastante más permisiva. Pinche David Dinkins. Pinchísimo Giuliani. Aquí puedo robarme un coche con relativa libertad y andar en sentido contrario hasta estrellarme contra un imbécil que se pase el alto. Tengo vidas infinitas.

Liberty City ha sido mi mejor amiga desde hace mes y medio, cuando le pedí “prestado” el Grand Theft Auto a mi primo. El güei tiene 10 años, su padre no sabe decirle que no a las horas extra y su jefa es adicta al café de enfrente. Le pedí también prestado (ya ni pa qué le pongo comillas) el Xbox hace seis meses y así me la he llevado. Porque comprar esa basura ni pensarlo. Me gusta jugar GTA de noche. Quiero decir: en su noche. Es entonces cuando salen putas, pordioseros, sodomitas, travestidos, drogadictos. No es cierto: es igual de fresa que Nueva York. Preferiría una imitación del Distrito Federal: me sentiría más cómodo vendiendo fifí de cinco cortes en la Santa María, matando a los Tony Montana de la Ramos Millán (¡o a los taxistas sin cambio!) y atropellando #SeñorasQue.

En lo que aparece Grand Theft Auto Aztlán (ver apéndice), el IV me parece suficiente. A veces he pensado que su premisa está en el monólogo de Edward Norton de La hora 25 (Spike Lee, 2002)

 

http://www.youtube.com/watch?v=wOHA6j_PLrk

 

Descontextualizado y sin el plumazo final de corrección política (disfrazada de revelación autocrítica), la arenga de Monty es un festín discriminatorio y misántropo, casi tanto como lo es Grand Theft Auto.

Quizá debí contar para los no avezados de qué se trata el juego. Su médula es la carrera de Niko Bellic, migrante de algún país de Europa oriental –¿cuál? no importa: todos son la misma cosa– que debe conseguir trabajo y ganarse un poco de respeto entre las mafias dominantes: rusos, italianos, irlandeses, negros, coreanos, latinos, albanos, jamaiquinos. El mote “Bellic”, como buena farsa, no es en vano: el tipo está dispuesto a cumplir órdenes con envidiable oficio cínico. Todo, con tal de lograr el American Dream, que los escritores del juego han torcido tanto como Bret Easton Ellis, pero menos que los políticos estadounidenses.

Grand Theft Auto IV parece escrito por la mano de un Céline sin talento (el Céline del ‘37 en adelante, digamos). La ventaja es que puedo habitar ese mundo en mi pantalla de cuarenta y dos pulgadas sin temor a ser enjuiciado como aquél. Ya lo habrán notado: el juego saca lo peor de mi persona. (Lo mejor de mí –el que cuida su imagen políticamente correcta y busca otras manos que lamer– me pide que borre estos párrafos y hable sobre Angry Birds). En su no poco vasto universo caben distintas voces de asombro, miedo, lujuria, ocasional compañerismo (falso, como todos). Me gusta escuchar esas voces y, cuando no, tengo derecho a silenciarlas con un M40 o a batazos.

Es que eso es: aquí sí tengo derecho.

Al momento de escribir estas líneas llevo poco más del cincuenta por ciento del juego terminado. No me interesa llegar al sesenta. Lo único que quiero es vivir tranquilo en esta ciudad de libertades. Acá no tengo miedo; allá, con todos ustedes tramando quién sabe qué cosas, simulando no sé qué amistades, sí. Un montón.

 

Apéndice: Grand Theft Auto Aztlán

A menudo fantaseo con escribir el Grand Theft Auto mexicano. El personaje principal sería un migrante (oaxaqueño, guerrerense, qué sé yo) que aparece por primera vez en la Central del Norte, a donde volverá en algún momento con la misión de reclutar prostitutas. Su primer trabajo sería de chinero en la Merced. Luego, narcomenudista, porro de la UNAM, asistente de político (podría sembrar algunos restos, à-la-Paca) y, finalmente, político. También, por supuesto, secuestrador. Y novio de una linda francesita. Y atropellador de ciclistas, por órdenes de un tal Ángel Verdugo. Propondría un largo fusil del Complot Mongol (¡pinches plagiadores! ¡pinches videojuegos!) y una misión para eliminar a los del #YoSoy132, patrocinada por algún mando medio de la televisora más grande del país. Y, cuando te capturen, salir en la Pajarera Policiaca del Alarma! (“este cara de máscara de baile de los viejitos fue apañado…”). ¿Se te ocurre alguna idea? Usemos el hashtag #GTAMX. Si Dan Houser me acepta la propuesta, prometo robártela sin darte ni un centavo.

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