Ilustración: Alejandro Magallanes

Vidas privadas

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Un diario de escritor es una casa con la puerta abierta y en la puerta alguien que te invita a pasar, te presenta a su familia y primero te conduce a su biblioteca, donde se demora mostrándote con entusiasmo sus libros (uno a uno), luego te lleva a su cuarto de estudio, donde vuelve a demorarse explicándote con renovado entusiasmo los avances y retrocesos de su escritura, y después te enseña la cocina, el dormitorio y el cuarto de baño, para llevarte finalmente al trastero, la oscura habitación en la que amontona sus platos rotos y sus diplomas, sus demonios y sus juguetes. No contento con que hayas visto su casa desde la planta noble hasta la innoble, el diarista te insiste para que le acompañes por las calles que recorre habitualmente en dirección a su lugar de trabajo, a los bares en los que se reúne con los amigos y al rincón del restaurante en el que come solo, después del trabajo, el menú del día. Pero la cosa no acaba ahí. El diarista se empeña también en que viajes con él a la casa de sus ancianos padres, a la pequeña ciudad a la que le han invitado a dar un recital o una conferencia, al lugar donde suele veranear o a la ciudad que ha elegido para pasar unos días practicando turismo cultural. Y al despedirse, el diarista te conmina para que regreses al año siguiente, cuando publique un nuevo volumen, y repitas, con mínimas variaciones, la experiencia.

Lo raro no es que haya escritores que lleven diarios y los publiquen en vida. Lo raro es que esos diarios encuentren lectores. Si tuviéramos tanta hambre de realidad como dice David Shields, las ventas de diarios se multiplicarían.

Los lectores de diarios, esa cofradía extravagante y algo masoca.

Hay diarios incoloros, inodoros e insípidos. Un diario sin sangre y sin carne tiene el mismo atractivo que la autobiografía de un maniquí o de un fantasma atrapado en una armadura.

En el extremo contrario están los diarios sin elaboración literaria, filetes de carne cruda, casquería egocéntrica solo apta para caníbales. Un diario sin elaboración literaria es una descortesía hacia el lector.

El libro que revolucionó la poesía española de la primera mitad del siglo XX  fue el Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón Jiménez. Y probablemente no hubo en la segunda mitad de aquel siglo, dentro del ámbito hispano, libro tan influyente como otro diario: El cuaderno gris, de Josep Pla. Dionisio Ridruejo, su traductor al castellano, fue el primero en ser influido por Pla. En Umbral, en Pániker, en Trapiello, en Sánchez-Ostiz, en Valentí Puig, en Miquel Pairolí, en Sabino Méndez, en Arcadi Espada, en Antoni Puigverd o en Iñaki Uriarte, por citar solo a unos pocos y variados escritores de diarios, el influjo de Pla es determinante.

Umbral decía que Pla era un modelo inmejorable cuando uno se propone escribir sobre sí mismo. Los diarios de Umbral, lo mismo que los de Pla, son diarios de periodista. En El cuaderno gris Pla mezcla diversos géneros, entre ellos el periodismo. Y Umbral hace periodismo tanto en sus diarios mundanos (Diario de un snob, Diario político y sentimental) como en sus diarios íntimos (Diario de un escritor burgués, Un ser de lejanías), en los que tampoco falta la crónica social.

El diario es un género que se transforma en función de quien lo escribe. Existen enormes diferencias entre el diario de un novelista, cautivo siempre de sus ficciones, y el diario de un poeta, más atento a los caprichos de la luz y a los juegos de los pájaros. Comparemos La gallina ciega de Max Aub, los Cuadernos de todo de Carmen Martín Gaite, Torre del Aire de Torrente Ballester o el Dietario voluble de Vila-Matas con el Diario del artista seriamente enfermo de Gil de Biedma, los diarios de Carlos Edmundo de Ory, el Dietario de Gimferrer o los diarios de Roger Wolfe y de Chantal Maillard. Y aunque no sean estrictamente diarios filosóficos, los diarios de Salvador Pániker y de César Simón son diarios de filósofo, con un considerable relieve intelectual y espiritual. Por no hablar de los diarios de pintores, como los de Dalí, Ramón Gaya o Víctor Mira, en los que abundan los hallazgos de gran poesía. O de los diarios de músicos, como Hotel Tierra, de Sabino Méndez. O de los diarios de un reportero de guerra, como Sarajevo de Alfonso Armada. O de los diarios de los que apenas son infieles al género, como Iñaki Uriarte, Hilario Barrero o Raúl Carlos Maícas.

Hay escritores que vacían en sus diarios lo que no les cabe en otros libros y escritores que, como Trapiello, Sánchez-Ostiz o García Martín, los más persistentes diaristas españoles de las últimas décadas, vuelcan en otros libros lo que no tiene cabida en sus diarios.

El diario es un género invasor y quienes lo practican han de tener cuidado con él. Dentro de las obras de escritores como José Carlos Llop, Valentí Puig, Eduardo Jordá, Martínez Sarrión, Fernando Sanmartín, José Carlos Cataño, Antonio Moreno o Ignacio Vidal-Folch, los diarios ocupan un lugar relevante pero más discreto, por lo que la convivencia con los demás géneros resulta, en principio, pacífica.

Pero volvamos a Umbral. Diario de un escritor burgués es uno de sus mejores libros y de los más desconocidos. Arranca un sábado de enero, de resaca tras una fiesta nocturna, frente a la ventana de su casa, a las afueras de Madrid. Umbral, el cronista de la vorágine madrileña, sale a caminar por los desmontes, recoge gatos abandonados y, al mismo tiempo que se lamenta de su mala salud, celebra el buen estado de su polla, como si esta no formara parte de su cuerpo y fuera por libre. Umbral, la firma más vanidosa, promiscua y cotizada de la prensa española, niega la existencia del éxito. A sus cuarenta y tantos años y con cuarenta y cinco libros publicados, se sigue viendo y sintiendo como el niño solo que, expulsado del colegio, en una cocina apagada, estudiaba para nada, hacía los deberes para nadie y releía sin fe una vieja enciclopedia escolar.

En Diario de escritor burgués Umbral renuncia a la profundidad para escribir un libro cotidiano, al ritmo de los días, en el que combina vida pública y vida privada. Umbral acertó al trasladarse a vivir a las afueras de Madrid, donde le surgió este libro marginal, escrito a conciencia desde los márgenes de la literatura, en el que no explota su vena cínica. Todo lo contrario. Un viento oscuro recorre las páginas. Es la sombra de su hijo muerto, que aparece mencionado una única vez. “Solo he vivido cinco años en mi vida, los cinco años que vivió mi hijo. Antes y después, todo ha sido caos y crueldad”, escribe un jueves perdido al final de este calendario, que es, como el de Pla, un calendario sin fechas.

En sus siguientes diarios íntimos, La belleza convulsa y Un ser de lejanías, Umbral ya es un escritor dominado por su máscara y abandonado al churriguerismo metafórico, pero en Diario de un escritor burgués la máscara todavía no le ha devorado ni le ha asfixiado la verbosidad. Está en su mejor edad y alcanza su mayor estatura.

En el diario español se produce una evolución cromática. Gris es el cuaderno de Pla, rojos los tres cuadernos de Jiménez Lozano y amarillo el cuaderno de Pániker.

A diferencia de Umbral, Pániker no renuncia a la profundidad. En sus tres diarios, Cuaderno amarillo, Variaciones 95 y Diario de otoño, hay más ideas que imágenes, al revés que en los de Umbral, y sin embargo unos diarios y otros no son tan distintos como podría parecernos. Al igual que Umbral, Pániker alterna vida privada y vida pública con un gran sentido narrativo. Herralde hablaba del “narcisismo hipocondríaco” y del “dandismo de la mala salud” de Pániker, algo extensible a Umbral. Y como los diarios de Umbral, los de Pániker son el testimonio de un macho alfa en progresivo e inevitable desgaste.

Pániker, que empezó a escribir su diario a los quince años, solo ve ventajas en la escritura diarística. Ventajas incluso terapéuticas. En una entrevista televisiva que le hizo Sánchez Dragó, decía: “La mayoría de la gente no sabe verbalizar sus sensaciones. Entre lo que sentimos y lo que pensamos que sentimos hay una brecha. Y esto es una fuente de patologías porque proyectas al prójimo tu falta de puntería contigo mismo.” En esa misma entrevista decía Pániker que lo que él perseguía con su diario era atrapar el momento en que la vida brota. Razón por la cual no oculta las contradicciones. De hecho, lo que él pretende es levantar acta de los atisbos y de los forcejeos. Un buen diario, dice, no disimula los titubeos ni los tartamudeos.

Más aun que la novela, el diario es un género de madurez, por la experiencia vital y literaria que exige y por la distancia que uno necesita poner consigo mismo y con su entorno. El Diario del artista seriamente enfermo y El cuaderno gris no son excepciones, pues aunque sean o pretendan ser unos diarios juveniles, Gil de Biedma y Pla los reescribieron a lo largo de los años y no los publicaron sino después de darles infinidad de vueltas y cuando los dos eran ya dos escritores consolidados, que aspiraban a reforzar y enmarcar los personajes de sí mismos que habían creado, uno en sus poemas y otro en sus artículos. En el caso de Gil de Biedma, la edición definitiva de su diario fue póstuma por voluntad propia.

La afectación, el fingimiento y la grandilocuencia son los peores enemigos del diarista. El diarista no es un fingidor. Pessoa podía fingir en sus poemas, pero en el Libro del desasosiego ni siquiera finge que es dolor el dolor que de verdad siente.

Algo que todos los diaristas tienen en común es un alto concepto de sí mismos. Pueden resultar cargantes los que no ocultan su vanidad, pero son más insoportables los que tratan de encubrirla bajo el disfraz de la falsa modestia.

Se habla siempre de la importancia del tono dominante de un diario. Nada más ridículo, en efecto, que un diarista pomposo y gesticulador. Pero tan importante como el tono y el clima es la construcción del personaje. Esto lo tuvieron muy claro Pla, Gil de Biedma, Umbral y Pániker. Pero también Jiménez Lozano, recluido en sus soledades castellanas y jansenistas. Y Trapiello, con su traje gris de corte clásico y sus experiencias cinegéticas en el Rastro. Y García Martín, sometido a una ordenada vida de fantasma que no le impide estar continuamente de viaje. Y Sánchez-Ostiz, rabiando y pataleando como el capitán Haddock cuando está en Pamplona y feliz en cuanto saca los pies de la ciudadela. Y Llop, dandi jüngueriano y tintinófilo. Y Vila-Matas, con sus ademanes de Buster Keaton y sus incesantes zigzagueos literarios. Y Uriarte, el humilde rentista que viaja siempre con Montaigne y nunca se separa de Borges, su gato. Y Sanmartín, coleccionista de escafandras, aficionado a las carreras de caballos y bebedor compulsivo de Fanta de naranja.

Muchos creían que, con la llegada a España de la democracia, verían la luz importantes obras relegadas a los cajones por temor a las represalias de la dictadura. Pero murió Franco, pasaron los años y de los cajones no salió nada.

En 2014 Iris y Berta Lázaro publicaron el diario de su padre, José Lázaro, Pepe, alcalde de Trévago, un pequeño pueblo de Soria, entre 1965 y 1975. En la portada del libro se ve a un hombre con gorra y abrigo repasando unos papeles. En una mano lleva un cigarro y en la otra un bolígrafo. Está sentado en una silla de mimbre como la silla que Umbral utilizaba para escribir.

El diario del alcalde de Trévago tiene un indudable valor histórico y sociológico. El pueblo estaba atravesando una encrucijada, muchos pueblos del interior de España se vaciaron en aquellos años. José Lázaro se desvive para mantener Trévago con vida, lucha por la instalación del agua corriente y la pavimentación de las calles, imponiéndose, además, la tarea de registrar el día a día de la localidad, consciente de que su pueblo, y con él una forma de vida, corrían el riesgo de desaparecer.

El diario de José Lázaro tiene un valor más que testimonial. El alcalde de Trévago sabía mirar, sabía escuchar y sabía contar. Así describe el bastón de mando del Ayuntamiento, objeto que simboliza el estado en el que se encuentra el pueblo: “Un viejo bastón roto, requeteclavado con chinches de zapatero, con el aro de bronce de la empuñadura medio suelto, y unas borlas con unos cordones raídos y descoloridos.”

A finales de enero de 1967, Pepe registra en sus cuadernos la llegada al pueblo de una caravana de húngaros formada por catorce personas, seis bestias, tres perros y una oca. Celebran una función nocturna a la que acude muy poca gente. Llovizna y hace un frío terrible. Los húngaros deben pasar la noche en los carros. Los perros permanecen en silencio, pero la oca, debajo de uno de los carros, no para de graznar en toda la noche. Al día siguiente la Guardia Civil visita a los húngaros. José Lázaro tiene que intervenir porque pretenden echarlos con cajas destempladas, acusándoles de llevar una escopeta con la que han cazado palomas. El cabo les pide la documentación y les pregunta qué saben hacer. José Lazáro escribe: “Le dicen que son artistas y el cabo les pide que se lo demuestren. Un pobre hombre tiene que coger la guitarra, haciendo de tripas corazón, y ponerse a cantar un tango, una chica joven se dobla hacia atrás y coge una moneda del suelo, un viejo dice que toca la trompeta aunque ruega al cabo que no le haga tocar, que no tiene dientes y no puede emboquillar bien el instrumento.” José Lázaro era un buen lector. El 14 de abril de 1968 enumera los últimos libros que ha leído: De mi vida y Convulsiones de España, de Indalecio Prieto, Así fue la defensa de Madrid, de Vicente Rojo, Nuestra Guerra, de Líster, La forja de un rebelde, de Arturo Barea, y Los miserables, de Víctor Hugo, entre otros. Pepe recuerda con melancolía el día de la proclamación de la Segunda República española, “un día feliz, de luz, yo era un niño y Trévago un pueblo con unos quinientos habitantes. Trabajo, con paz y alegría. Llegó la guerra, ¡maldita guerra! Y todo cambió, empezamos a recorrer una senda de tristezas y de sombras, una rampa de decadencia por la que llevamos descendiendo más de treinta años. Hoy, este 14 de abril de mi madurez, Día de la Pascua, alcalde de un pueblo de sesenta vecinos con no más de ciento ochenta personas de derecho, unas ciento cincuenta de hecho, muchos viejos, pocos niños, y un día tristón, cargado de fatigas y responsabilidades. Cumplimos con los ritos, la subida a la ermita, el refresco y el bollo, la música y atender e invitar a la Guardia Civil y otras visitas.”

El alcalde de Trévago nunca perdió la fe en la palabra escrita. El 31 de octubre de 1969 fue el último día en que el cabrero de Trévago llevó el ganado al monte. Al atardecer, Pepe fue en su búsqueda para despedirse de él. “Usted es el último cabrero de Trévago”, le dijo. “Sí, eso lo sabes tú, pero dentro de quince años nadie se va a acordar de mí”, le dijo el cabrero. “Ahí te equivocas, Nicolás”, le dijo el alcalde. “Eso corre de mi cuenta. Ahora mismo voy a mi casa y lo dejo todo anotado. Y lo escrito, se lee.” ~

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(Zaragoza, 1976) es escritor. Ha publicado los diarios Días sin día (Xordica, 2004) y En medio de todo (Eclipsados, 2010). En 2017 publicó la novela Paraíso alto (Anagrama).


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