Vida del perro Dan

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Si todo museo supone una negociación entre lo coleccionable y lo no coleccionable, lo exhibido y cuanto duerme en los depósitos o, más aún, entre la confesión y el escamoteo, ninguno reclamará tantos escrúpulos como el centrado en los trabajos de una agencia de espionaje. Cuestión zanjada fácilmente en caso de tratarse del pasado, se sutiliza en tanto un régimen político depende todavía de los secretos de esa agencia. En tanto sean secretos válidos.
     Dos mansiones de la avenida principal del oeste de La Habana, antiguas residencias de familias desterradas, sirven de sede al Museo del Ministerio del Interior, uno de los memoriales y cenotafios con que la Revolución Cubana administra su memoria y emprende sus propios embalsamamientos. El museo posee (aunque no a la entrada) un cancerbero en la figura de un pastor alemán disecado. Óleos de los mártires del servicio secreto llenan las paredes igual que los retratos de antepasados en la escalera principal de un castillo. Ejecutados todos por la misma mano, sin firma, ducha en aumentar rostros de documentos de identificación.
     Unas fotos de agentes armados que reprimen masas estudiantiles decoran las primeras salas: así funcionaba la policía prerrevolucionaria. Hoy, a diferencia, las fuerzas policiales no hacen más que servir al pueblo, y entonces aparecen imágenes de una academia policial, o uniformados que velan por el anciano que se les acerca.
     Asimismo, las cárceles anteriores a 1959 son recordadas en lo mejor de su horror. Y a partir de tal fecha pasan a ser administradas por autoridades bondadosas, sus reclusos reciben cuidados médicos, son visitados en acogedores patios, y disponen de bibliotecas, talleres, áreas deportivas. (La única alusión al paredón de fusilamiento se remonta al siglo xix.)
     Los trabajos holmesianos de toda policía son traídos a colación gracias a billetes falsos de varias nacionalidades, falsas tarjetas de crédito, pasaportes apócrifos, una máquina de fabricar monedas. Y, pese a tanta ferretería, la pieza central de esa sección es Dan, el perro embalsamado.
     Echado respetuosamente sobre sus cuartos traseros, el pelo en buen estado de conservación y ojos de ratón atrapado en ratonera, una tarja cuenta su biografía. Originario de Checoslovaquia (su partenaire humano debió adiestrarse en Praga), fue el primer sabueso con que contara la policía revolucionaria cubana, y brilló tanto en destreza que hasta los malhechores lo admiraron. (A propósito de uno de sus primeros casos, reza su biografía: “El asesino reconoció en la declaración su culpabilidad y se asombró de la inteligencia del perro”.)
     Dan terminó su vida tristemente, sacrificado a los diez años de edad. No obstante, “dejó una huella imperecedera, no sólo porque fue el primer perro que trabajó para la policía, sino por su docilidad, porte, disciplina y capacidad en el trabajo, lo que lo avaló para obtener numerosas condecoraciones en distintas competencias nacionales”.
     El que tantas huellas rastreara, dejó la suya indeleble al final del camino.
     Locuaz acerca de la lucha contra el delito común, el museo habanero de la policía secreta silencia el meollo de la labor ministerial, lo que constituye su verdadera especialidad: la apropiación del mayor número de intimidad posible. Así, el visitante termina por echar de menos alguna noticia acerca del sistema de escucha telefónica, la siembra de micrófonos o el escrutinio postal a cargo de un Cabinet Noire. (Bajo ese nombre, durante el reinado de Luis XV, 22 empleados seleccionaban la correspondencia a leer, sacaban un molde del sello, transcribían los contenidos de las cartas y volvían a sellarlas.)
     Perfectamente concertado con el discurso victimista oficial, teatro de la memoria de ese pensamiento, el museo se complace en técnicas de defensa nacional. Como si los servicios cubanos de seguridad se limitasen a vigilar las costas de la isla sin aventurarse más allá.
     O más acá: en sus salas no reluce dato que abone la existencia de expedientes secretos para cada ciudadano inconforme o sospechoso de inconformidad. Todo un archivo que (dondequiera que lo escondan) compila la bajeza reinante en Cuba desde hace casi medio siglo: hermanos que delatan a hermanos, colegas a colegas, vecinos a vecinos…
     Libuse Moníková, escritora checa residente en Berlín, recuerda abierto en Praga un museo semejante al cubano. En él podía hallarse una máquina de falsificar billetes, armas arrebatadas al enemigo, obras de arte donadas a las fuerzas de seguridad por artistas checos y eslovacos, y también un perro pastor embalsamado.
     Recorrido otra vez en 1992, durante una estancia suya en Praga, la colección del museo había cambiado ya. Se habían impuesto otras versiones de los hechos, el funcionamiento de la institución peligraba. La mujer de la entrada se mostraba jubilosa ante cada recién llegado pues, de no contar con más de quince visitantes diarios, clausurarían el sitio.
     Leo lo anterior y presumo que el cancerbero praguense debió de estar emparentado con Dan. El día que visité el Museo del Ministerio del Interior sólo habían pasado por allí otros dos curiosos. Extranjeros, según supe. –

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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