Vargas Llosa, el liberalismo y el Nobel

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El reloj marcaba las 5:20 de la mañana cuando Mario Vargas Llosa, que preparaba el curso sobre Borges que desde hace un mes dicta en la Universidad de Princeton, recibió una llamada avisándole que en cuestión de minutos se comunicaría con él la Academia Sueca para avisarle formalmente que acababa de ganar el Premio Nobel. La noticia lo tomó por sorpresa. Aunque había sonado como posible ganador infinidad de veces, esta vez no se lo esperaba.

Cosa muy distinta ocurría con las letras hispanoamericanas, que desde hace veinte años deseaban que el premio reconociera el talento de algún escritor de habla castellana. Y si se premiaba al español, tenía que premiársele a él, pues su obra literaria y ensayística había llegado a los 8.000, cima de vértigo para la que se necesita pluma firme e imaginación aireada, cualidades que Vargas Llosa demostró tener desde que publicó sus primeras novelas.

Vargas Llosa es un escritor de largo aliento. Sus proyectos literarios son mucho más que un dilatado proceso de escritura; son aventuras vitales que lo absorben y obligan a viajar, investigar, entrevistar y palpar con sus propias manos la materia prima del mundo ficticio que planea construir. Desde que empezó a escribir, sus novelas se han nutrido de sus vivencias, obsesiones, dilemas, gustos y fobias, es por eso que están vivas; es por eso que están ancladas en la experiencia humana y, además de excitar la imaginación, sirven para entender lo que es Latinoamérica. Nada nuevo se dice al afirmar que la literatura de Vargas Llosa es una radiografía moral del continente. Las páginas de sus libros están pobladas de personajes que encarnan ese vicio por excelencia del latinoamericano, el de atender más al sueño que a la realidad, que ha generado monstruos de todos los pelambres, fantásticos artistas y anónimos individuos que batallan cada día para seguir colgados de sus fantasías.

Pero el análisis de la realidad latinoamericana que ha hecho Vargas Llosa no se limita a sus novelas. Como ensayista político, también ha tomado el pulso diario del acontecer social y cultural, ya no sólo de Latinoamérica, sino del conjunto de Occidente. La misma pasión libertaria que se palpa en sus novelas ha guiado su pluma para participar activamente en el debate público. Desde el mismo momento en que Latinoamérica, gracias a la Revolución Cubana, se convirtió en el escenario de la Guerra Fría y despertó el interés del mundo entero, Vargas Llosa asumió el papel del intelectual comprometido que había admirado en uno de sus primeros héroes: Jean-Paul Sartre. Creyendo que el fin de la miseria y del despotismo latinoamericano pasaba por la lucha armada, apoyó a Castro y auguró un futuro promisorio para el Perú y el resto del continente una vez la experiencia cubana se replicara en otras latitudes. Aquella euforia, sin embargo, se vería opacada al poco tiempo por la realidad. Vargas Llosa vio con sus propios ojos cómo la revolución demandaba un compromiso integral, que no sólo sofocaba la libertad individual sino la libertad creativa del escritor.

Pretendiendo liberar a su país, Castro había encarcelado al individuo. Este descubrimiento supuso una radical ruptura con Cuba y con la izquierda revolucionaria, y una paulatina búsqueda de nuevas ideas y referentes con los cuales interpretar el mundo. La libertad del artista era la misma libertad que reclamaba el individuo para opinar y vivir como a bien tuviese, sin que ningún poder humano o divino le impusiera una misión, un proyecto o una causa superior por la cual sacrificarse. Ése era uno de los principios del liberalismo político, el nuevo conjunto de ideas al que Vargas Llosa había llegado de la mano de Isaiah Berlin y Karl Popper.

Desde principios de los años setenta, el escritor peruano se fue acercando a ideas que, en el continente de las utopías, eran y siguen siendo tabú. Estas ideas rebajaban las expectativas que se guardaban con relación a los líderes y caudillos, y depositaban la fe en el ciudadano común. No aspiraban a soluciones milagrosas que pusieran fin, de una vez y para siempre, a todos los males de la humanidad, sino a medidas reformistas que fueran atacando uno a uno los problemas, siempre con la posibilidad de rectificar los errores cometidos durante el camino. Todo esto, además, dentro de un marco legal que garantizara amplios espacios de libertad, en los cuales cada cual pudiera optar por el estilo de vida que quisiera, incluyendo su opción sexual, sus creencias religiosas y sus afiliaciones políticas.

Hasta hace poco tiempo parecía imposible que la Academia Sueca considerara “inspiradora” la obra de un intelectual latinoamericano que defendiera ideas liberales. Por lo visto eso ha cambiado. Y en parte se debe a que los clichés y estereotipos sobre Latinoamérica, surgidos en los sesenta, se han ido evaporando. Hoy en día, el mundo entero ve cómo los países de la región que han hechos suyas las ideas democráticas y liberales –incluyendo el libre mercado– se engrandecen, mientras los otros, encorsetados en viejas utopías, siguen dando titulares excitantes a cambio de la prosperidad, seguridad y libertad de sus ciudadanos.

El Nobel a Vargas Llosa reconoce, por encima de todo, su talento literario, pero también premia un empeño largo y duradero por vencer, en contra del sentido común latinoamericano, viejos esquemas de pensamiento que durante muchas décadas han servido como consuelo espiritual del latinoamericano, pero de poco más.

– Carlos Granés

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