Uróboros revisitado

Nuestras escalas de referencia para comprender el cosmos son una mezcla de relatividad y mecánica cuántica.  
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Mientras camino hacia la entrada de una cueva milenaria en el sur de Francia, cubierta por un campo de lavanda, pienso en el periodo en que nuestros antepasados se dieron cuenta de su propia existencia. Adentro hay vestigios de protoarte, de historia balbuceante, conservados porque son arañazos de un mundo que se esfuma. ¿Fue entonces que perdimos el centro? A lo largo de los siglos hemos logrado (más o menos) dominar nuestros instintos y, no obstante, seguimos teniendo la certeza de que no estamos adheridos a ningún centro, de que somos “excéntricos” en términos antropológicos y, por tanto, hemos establecido una especie de separación del mundo natural.

Profundas razones evolutivas, como la tendencia de los pueblos a encontrar un orden y un alineamiento determinados para construir, sembrar y dormir, así como el hecho de que los patrones de comportamiento de los astros favorecieran la sincronización de los periodos lunares y el ciclo menstrual en las mujeres, hicieron que las cosmovisiones se convirtieran en una forma de lidiar con el medio ambiente y de entrar en contacto con fuerzas y divinidades insólitas, al menos desde el Paleolítico. Esta manera de proceder la compartimos con diversas especies de primates, como los bonobos y los gorilas, quienes también conciben el espacio de manera particular e intencionada, lo cual les permite controlar su entorno. Pero al hacerlo, y hasta donde sabemos, los homínidos que adquirimos autoconciencia pagamos el precio alejándonos de la naturaleza.

En nuestro deseo de recuperar, si no el centro, por lo menos cierta estabilidad, los humanos tratamos desde hace varios cientos de miles de años de transformar el contexto salvaje y hostil (caos) en cultura (cosmos). Hemos estado intentando tejer un millón de certidumbres sobre el largo género de lo desconocido. Una forma de regresar al centro tuvo lugar cuando se dominó el fuego. Sentarnos alrededor de una fogata nos permitió retornar al centro de todas las cosas en el “universo universal”. No se trata de un mero juego de palabras: estudiosos de la etnoastronomía reflexionan sobre la posibilidad de que en el pasado cósmico diversas burbujas universales hubieran prosperado, de manera que la nuestra es parte de un “multiverso” en el que la inflación posterior al Big Bang nunca cesó por completo. En algunas regiones ya ha terminado pero en otras aún se están generando grandes estallidos y el proceso sigue su marcha.

A pesar de nuestra tendencia a lo excéntrico, vemos con incredulidad que las escalas de referencia para navegar por el cosmos son una mezcla alucinante de relatividad y mecánica cuántica, la cual nos coloca ¡en medio de todo! He aquí cuando surge la metáfora del uróboros, la serpiente cósmica que parece morderse la cola y representa una realidad física testaruda al ubicarnos en el centro, una y otra vez. En efecto, el límite de nuestro horizonte microcósmico se ubica en 10-31 cm, conocido como longitud de Planck, donde, se supone, no hay realmente partículas físicas sino cuantos ubicuos. Al otro lado de la escalera nuestra visión se topa con una pared cósmica, a unos 1029 cm. Ahí tampoco está claro si lo que hay más allá son galaxias y más galaxias, o bien una nueva realidad con sus propias leyes. O tal vez un vacío incomprensible. Entre ambos límites tenemos 60 órdenes de magnitud, son los extremos de uróboros.

No es posible pensar que tales fenómenos pudieran haber sido descubiertos e interpretados por algo que no sea el pensamiento científico y la imaginación educada, aseguran los arqueoastrónomos. Varios de ellos están dedicados a estudiar los exoplanetas, cuya lista crece día con día, pues una versión de uróboros podría detectarse desde alguno de ellos. Si nos limitamos a examinar los restos arqueológicos y las manifestaciones etnográficas, nos perderíamos la mitad de la película, compuesta por sucesos que van desde el vuelo de una mosca a la aparición del sol en el horizonte. Es el hogar de la mente humana, hecha de un número “centrado” de átomos que forman moléculas que forman células que forman tejidos.

Si fuéramos más pequeños, no hubiésemos contado con suficientes átomos para convertirnos en seres complejos. Y si nuestro tamaño fuera mucho mayor, la comunicación interna de nuestros cuerpos sería lenta y torpe. Nunca lograríamos llegar a ningún lado. En cambio, y a pesar de nuestra “medianía”, contamos con una caja de lentes intelectuales que nos permiten observar, amplificar y reconocer con detalle las costas de la isla que llamamos “realidad física”, es decir, todo aquello que se encuentra entre la longitud de Planck y el muro cósmico, incluidas las enigmáticas materia y energía obscuras. Los arqueoastrónomos han presenciado el auge de la astronomía cultural y por ello voltean hacia los exoplanetas, pues su estudio responderá en las próximas décadas una de las grandes preguntas: ¿Estamos solos? Si descubrimos vida fuera de nuestra galaxia, como es lo más probable que suceda, las religiones sufrirán un vuelco, ya no habrá lugar para las ideas creacionistas y una vez más uróboros se habrá mordido la cola.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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