Una vez hubo una guerra. Los aliados en Europa

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I.

9 de septiembre de 1943

Hay pequeños matorrales en las dunas de arena de la Playa Roja, al sur del río Sele, y en un agujero en la arena apuntalado con sacos de arena había un soldado sentado con un teléfono metálico recubierto de cuero junto a él. No llevaba puesta la camisa y tenía la espalda bronceada. Su casco estaba en el fondo del agujero y su rifle en una pequeña pila de maleza, para evitar que entrara arena en él. Había construido precariamente un refugio sobre un palo para protegerlo del sol, y había esparcido arbustos sobre él para camuflarlo. A su lado había un bidón de agua y una lata de ración vacía para beber.

El soldado dijo: “Claro que puedes beber. Toma. Yo te serviré.” Inclinó el bidón de agua sobre el vaso de lata. “Odio decirte cómo sabe –dijo, yo bebí–. Sí, ¿verdad? –dijo.” “Sí”, dije. En lo alto de las colinas, los 88 estallaban y las pequeñas ráfagas levantaban arena alrededor del punto de impacto, y mar adentro nuestros cruceros respondían con estallidos a los 88 de las colinas.

El soldado dio un manotazo a la mosca que tenía en el hombro y después se rascó en el lugar en el que le había picado. Tenía la cara sucia y veteada por donde el sudor le había caído entre la suciedad, y el pelo y las cejas quemados por el sol y casi blancos. Pero había una suerte de alegría en él. Su teléfono sonó y él respondió. “Todavía no sé nada de él. Señor, no señor. Se lo diré.” Colgó.

“¿Cuándo desembarcaste –preguntó. Y después, sin esperar una respuesta, prosiguió–. Yo desembarqué ayer, poco antes del amanecer. –Parecía estar muy contento con ello–. Fue el infierno –dijo–, fue el maldito infierno.” Parecía estar satisfecho con aquel infierno, y eso estaba bien. La gran cuestión había quedado solventada para él. Había estado bajo el fuego. Ahora sabía que nunca tendría que pasar de nuevo por esa incertidumbre. “Me acerqué muchísimo allí –dijo, y señaló dos hermosos templos griegos a una milla de distancia–. Y después me mandaron aquí para las comunicaciones en la playa. ¿Cuándo decías que desembarcaste?”, y de nuevo no esperó una respuesta. 

“Estaba oscuro como el infierno –dijo–, y estábamos esperando allí fuera. –Señaló el mar, el lugar en el que estaba la mayor parte de la flota invasora–. Si creíamos que íbamos a desembarcar sigilosamente, estábamos locos –dijo–. Nos estaban esperando con todo preparado. Sí, oí decir que llevaban dos semanas esperándonos. Sabían dónde íbamos a desembarcar. Tenían metralletas en las dunas de arena y varias 88 en las colinas.” 

“Estábamos todos allí apretujados en una barcaza y entonces el infierno se desató. El cielo estaba lleno de eso y las estrellas de mar se iluminaban y las balas se entrecruzaban y el ruido… vimos cómo avanzaba el asalto, y entonces uno de ellos impactó con una mina flotante y se levantó, y a la luz se les vio saltando por los aires. Vi cómo los botes arribaban a tierra y los chicos se agitaban y corrían, y después, quizá, hubo un montón de líneas blancas y algunos de ellos renqueaban y se venían abajo y algunos caían en la playa. 

“No parecía que estuvieran muriendo hombres, era más bien como una película, sí, como el cine. Pero allí estábamos muy apretujados, y de repente me di cuenta de que aquello no era el cine. A esos chicos les estaban acribillando, y en ese momento me asusté, pero lo que más deseaba era moverme. No me gustaba estar ahí, como en un corral, sin poder salir o agacharme.” 

II.

28 de junio de 1943: la tripulación del Mary Ruth acaba en un pequeño pub, atestado y ruidoso. Se abre paso hasta la barra, donde las camareras están sirviendo cervezas tan rápido como pueden. Al cabo de un momento, la tripulación ha encontrado una mesa y tiene ante sí los pequeños vasos de fluido amarillo pálido. Es una cerveza curiosa. La mayor parte del alcohol le ha sido quitado para hacer municiones. No está fría. Es una cerveza recompensa, más un gesto que una bebida. La tripulación del bombardero es solemne. Los hombres que están alerta en misiones operativas tienden a ser solemnes, pero esta noche pesa una losa sobre esta tripulación. No hay forma de saber cómo empiezan estas cosas. De repente, una tripulación se siente condenada. Después algunas pequeñas cosas van mal. Después están incómodos hasta que parten hacia su misión. Cuando la incomodidad arrecia es la espera lo que duele.

Sorben la cerveza sosa, insulsa. Uno de ellos dice: “Vi un periódico americano en la Cruz Roja de Londres”. Silencio. Los demás le miran a través de sus vasos. Un grupo mixto de pilotos y enfermeras en el otro extremo del pub se ha puesto a cantar. Es asombroso: la mayoría de canciones son americanas. “You’d be so nice to come home”, cantan. Y el ritmo de la canción cambia sutilmente. Se ha convertido en una canción inglesa.

El artillero alza la voz para que le oigan por encima de los cánticos. “Parece que nos dé miedo anunciar nuestras pérdidas. Parece casi como si el Departamento de Guerra tuviera miedo de que el país no pudiera asumirlo. Nunca he visto nada que el país no pueda asumir.”

III.

6 de julio de 1943: Dover, con su castillo en lo alto de la colina y sus callejuelas tortuosas, sus grandes y horribles hoteles y su secreto y peligroso poder ofensivo, es lo más cercano al enemigo. Dover está lleno de recuerdos de Wellington y de Napoleón, de la época en que Napoleón fue a Calais y miró a Inglaterra desde el otro lado del Canal y supo que sólo esa pequeña franja de agua impedía su conquista del mundo. Y más tarde los hombres de Dunkerque salieron de los pequeños barcos arrastrando sus exhaustos pies y lucharon en las calles de Dover.

Más tarde Hitler subió a la colina que domina Calais y miró desde allí los acantilados, y de nuevo la pequeña franja de agua impedía la conquista del mundo. Es una franja de agua muy bonita. Los días claros se pueden ver las colinas que rodean Calais, y con una lente se puede ver la torre del reloj de Calais. Cuando las armas de Calais disparan se puede ver el estallido, mientras que con el telescopio se pueden ver desde el castillo las mismísimas armas, e incluso los tanques dispuestos en la playa.

Dover parece estar muy cerca del enemigo. Tres minutos en un aeroplano rápido, tres cuartos de hora en un barco rápido. Casi cada día un avión llega rápidamente y suelta una bomba o dispara una o más veces a los globos suspendidos en el aire por encima de la ciudad, y cada pocos días Jerry apunta sus grandes cañones contra Dover y dispara unas cuantas rondas de explosivo a la pequeña y vieja ciudad. Un edificio es impactado y se viene abajo y en ocasiones mueren unas cuantas personas. Es algo gratuito, inútil, no tiene ninguna finalidad militar, naval o moral. Es casi como si a los alemanes les reconcomiera esa pequeña franja de agua que les derrotó.

Hay una cualidad en la gente de Dover que podría ser perfectamente la clave del inminente desastre alemán. Son incorregibles, incorruptibles, imposibles de impresionar. El alemán, con su uniforme y su pompa y sus amenazas y sus planes no impresiona lo más mínimo a esta gente. El hombre de Dover ha tenido quizá un poco más de sobresaltos que los demás, no en grandes blitzes, sino en las bombas y las explosiones diarias, y sin embargo no está nada impresionado. ~

Traducción de Ramón González Férriz

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