Una reflexión sobre el mal

Los investigadores han encontrado que en la medida en que las sociedades creen más en el cielo que en el infierno, sus tasas delictivas son mayores.
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Un estudio reciente, realizado en 67 países, y citado por el semanario inglés The Economist, parece haber encontrado un vínculo entre las creencias religiosas y los índices de criminalidad. Los investigadores han encontrado incluso que en la medida en que las sociedades creen más en el cielo que en el infierno, sus tasas delictivas son mayores.

La gente tiende a creer con más fuerza en el perdón por sus pecados que en el castigo en la otra vida; encuestas realizadas entre estadounidenses por Gallupo el Pew Forum on Religion & Public Liferevelan que el escepticismo sobre el infierno ha crecido o bien que el porcentaje de personas que creen en Dios y el cielo rebasa por mucho a quienes creen en la existencia del Diablo y el infierno. En Europa, por ejemplo, 62.4% de los españolesconsultados hace apenas cuatro años por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) dudaban de la existencia del infierno o categóricamente la negaban.

En 1999, mientras El Vaticano le pedía perdón al mundo por ocasionar división entre los cristianos, por la violencia y los crímenes cometidos a cruz y espada “en nombre de la verdad”, así como por el silencio cómplice ante el holocausto, el papa Juan Pablo II decidió negar la escatología apocalíptica que durante siglos afirmaba la existencia del infierno como un oscuro subterráneo devastado permanentemente por las llamas. Ocho años más tarde, a pesar de la supuesta infalibilidad papal, Benedicto XVI desandó el camino de su antecesor y corrigió: “El infierno existe y es eterno”, dijo.

Según el jesuita Enrique Maza en su libro El Diablo. Orígenes de un mito, cuando el hombre no quiere hacerse responsable del mal que hace y del mal que causa, empieza a inventar a otros responsables, para no tener que mirarse en el espejo de sí mismo; seres extraterrenales malignos y perniciosos como el Diablo. Sin embargo, los estudios sobre el fenómeno religioso citados arriba muestran que, en el fondo, la responsabilidad individual no es un tema importante; las creencias religiosas se eligen a placer y Dios es concebido no solo como un ser que todo lo perdona, sino al cual se puede sobornar o con quien incluso es  posible transar.

Esa particular exégesis del evangelio hace posible, en los ámbitos populares, que un bebedor jure ante la divinidad no tocar el alcohol por un largo periodo de tiempo, pero que pueda negociar, mediante el pago de indulgencias, dispensas especiales para reincidir. En un plano menos superficial, favorece que eso que llamamos mal se refugie en las iglesias.

En 1995, una religiosa, Maria O'Donohue denunció la violación sistemática de monjas por parte de misioneros, en países principalmente de África donde las religiosas eran consideradas por los sacerdotes como un grupo “seguro” desde el punto de vista sanitario ante la propagación del sida. La historia involucraba a médicos “de confianza” en hospitales en los que se efectuaban abortos a jovencitas que habían dejado embarazadas y episodios como el de un cura que obligó a abortar a una monja a la que había violado, ella murió durante el procedimiento y el sacerdote ofició, sin remordimiento, la misa del funeral de la joven.

Hoy en proceso de canonización, el propio Juan Pablo II avaló con su firma y con el escudo de armas pontificio una carta de apoyo y felicitación dirigida al padre Marcial Maciel, publicada el 5 de diciembre de 1994 en siete diarios de la ciudad de México, en la cual se ensalzaba al líder de los Legionarios de Cristo como “guía eficaz de la juventud” y como alguien que había colocado a Cristo como centro y modelo de toda su vida y labor sacerdotal.

Sin embargo, Maciel llevaba una “doble vida” consistente en exhibir una férrea devoción durante el día, mientras por la tarde llevaba a su cama a jóvenes estudiantes de seminarios a cargo de los Legionarios, “algunas veces dos al mismo tiempo” alegando una dispensación de Pío XII para perpetrar abusos sexuales. Maciel fue furiosamente defendido por seguidores e incondicionales que buscaron desacreditar los testimonios de ocho hombres que en 1997 denunciaron ante la Santa Sede su pasado como depredador sexual, mientras en la Orden se les exigía devoción y obediencia ciega a Marcial, como padre y como superior.

De la misma manera y casi al mismo tiempo que la Iglesia Católica se arrogaba “la plenitud de los medios de la salvación”, la Arquidiócesis de Los Ángeles era obligada a pagar 660 millones de dólares a 508 víctimas de abuso sexual de sacerdotes pederastas, el mayor monto que haya pagado cualquier diócesis de Estados Unidos, escándalo que se sumó al de otras diócesis como las de Boston, Orange County y Covington. El pago salvó al principal encubridor de los actos criminales, el arzobispo de Los Ángeles, el cardenal Roger Mahony de ser juzgado por los delitos de 220 sacerdotes, diáconos profesores y otros miembros de la Iglesia. En México, mientras tanto, la jerarquía católica se ufanaba de que sus sacerdotes estaban tan bien protegidos por la Virgen de Guadalupe, que esta no los dejaba ir más lejos de manosear a los niños, pues los cuidaba de hacer “cosas así de graves”.

Prácticamente ninguno de los perpetradores enfrentó a la justicia. Algunos dieron por cerrados los casos en homilías en las que no se mencionó en ningún momento el sufrimiento de cientos de víctimas que en muchos casos no han podido reconciliarse con su fe. Sin castigo por sus crímenes, simbólicamente la Iglesia puso a salvo a los suyos también del fuego eterno, montando y desmontando su propio teatro fantasmagórico al que —enseñaban— iba a parar todo el mal.

Escribía José Saramago, apenas pasados unos días de la tragedia del 9/11, que “las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”. El “factor Dios”, como le llamaba el escritor, está presente en la vida de la gente para cambiarla, aunque el cambio parece ser apenas del tamaño del margen de error de una encuesta.

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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