Una fórmula ingenua

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La emigración del mundo pobre al mundo rico es un fenómeno mundial, una de las grandes migraciones de la historia. Predecir la futura caracterización de nuestros tiempos es arriesgado, pero hasta donde es posible prever, cabe imaginar que dentro de cien años, cuando los historiadores contemplen nuestros tiempos, señalarán esta migración como factor determinante y fundamental de nuestra época, junto a la crisis ambiental y la proliferación nuclear. No hay país rico que esté exento, incluyendo al Japón, notoriamente xenofóbico. Incluso en el mundo pobre hay grandes corrientes migratorias entre los países: de Colombia a Venezuela, a Costa de Marfil desde los países colindantes, de Indonesia a Malasia, para citar sólo tres ejemplos evidentes. En los Estados Unidos, desde luego, la mayoría de los inmigrantes proceden de México y América Central. Y en los países de Europa occidental, casi todos los inmigrantes llegan del mundo islámico, sobre todo de los países del Magreb y Turquía, además de los numerosos inmigrantes de Iraq, Siria, Palestina e Irán, y en el caso de Gran Bretaña, del sur de Asia.
     Es un lugar común que la inmigración de masas trastorna cualquier sociedad. La presencia de personas que hablan una lengua distinta y a menudo, más bien por lo general, pertenecen a un grupo étnico diferente y con frecuencia a otra raza, convierte las certezas culturales de los oriundos en objeto de cuestionamiento y polémica. Sí, la globalización del capital tal vez vuelve inevitable la globalización de la mano de obra, pero es difícil esperar que este hecho económico apacigüe el pensamiento y los sentimientos de los naturales de un determinado país respecto a las transformaciones culturales y demográficas que produce la inmigración, sobre todo porque una parte del adn fundamental del sentimiento nacional es la diferencia esencial entre “nosotros” y “ellos”. De ahí lo que se dice actualmente en Estados Unidos sobre Mexamérica. Por si fuera poco, por lo general la gente pobre tiene más hijos que los acomodados, y casi sin duda se hace cada vez más intensa la preocupación de los oriundos del país por la firmeza de su propia identidad.
     Pero hay migraciones y migraciones. En el caso de los Estados Unidos, por ejemplo, los oriundos del país y los inmigrantes hispánicos tienen muchas cosas en común, principalmente el cristianismo, católico y evangélico. En efecto, la proliferación del protestantismo en América Latina ha consolidado los lazos entre los inmigrantes y los oriundos del país en muchas partes de los Estados Unidos. Los estadounidenses somos inconscientes al subestimar esta cohesión religiosa. No cabe duda de que es posible asimilar sin problemas una cifra relativamente insignificante –demográficamente– de inmigrantes de una tradición religiosa diferente (hay que pensar en los judíos estadounidenses hace un siglo, o en los hindúes o los coreanos de hoy). Pero su presencia es tolerada por los oriundos del país, precisamente porque la llegada de estos grupos no cambió ni está cambiando el perfil religioso del país. Lo mismo se puede decir de la población sij en Gran Bretaña, o de los chinos en Francia. Lo que no es tan evidente y, por ahora, en estos momentos tan tensos, está adquiriendo gran incertidumbre, es si las sociedades en gran medida laicas, postcristianas, del occidente de Europa, pueden acoger cultural y políticamente a los musulmanes devotos que constituyen la descomunal mayoría de la inmigración de masas de los últimos cincuenta años.
     Algunos acontecimientos que han llegado a los titulares de la prensa en los últimos años atizan mucho la preocupación de los pesimistas. Numerosos sucesos, desde el asesinato el año pasado del cineasta holandés Theo van Gogh –autor de una película muy crítica del trato del islam a las mujeres– a manos de un musulmán crecido en Holanda, hasta el bombardeo del sistema de transporte en Londres por cuatro musulmanes nacidos en la Gran Bretaña, sin lazos aparentes con Al Qaeda ni algún otro grupo terrorista, hasta los motines en todo el mundo islámico y las nutridas protestas de los musulmanes residentes en Europa por la publicación de unas caricaturas del profeta Mahoma, propician la sensación de que el ideal de una Europa multicultural es, en realidad, imposible. En el mejor de los casos, el evidente aislamiento de los grupos de inmigrantes musulmanes (aislamiento confirmado prácticamente en todas las encuestas que se han realizado) ha hecho preguntarse a muchas personas si los inmigrantes y los oriundos del lugar pueden convivir pacíficamente, ya no digamos vivir en armonía. No es una sorpresa que hoy en París, Bruselas y Berlín más bien se hable del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington en lugar de confiar en que esos grupos de inmigrantes –en abrumadora mayoría musulmanes, y que hoy forman entre el dos por ciento y el diez por ciento de la población de todo país europeo al occidente de Hungría– puedan llegar a asimilarse a la vida europea.
     El multiculturalismo siempre ha sido una forma breve de referirse a ese futuro armonioso. Como sentimiento, era irreprochable, pero, francamente, como ideología, nunca ha sido congruente. Predica respeto por lo que los académicos políticamente correctos hoy denominan diferencia cultural, pero supone en forma implícita que habría que ver estas diferencias como fundamentalmente conciliables. Parece incomprensible, por ejemplo, que los defensores europeos del multiculturalismo hayan pensado que los grupos islámicos que consideran su fe religiosa como un elemento esencial, si no es que la esencia misma de su identidad, aceptarían el derecho a la blasfemia, consagrado en el pensamiento europeo del siglo xx. No debería haber sido necesaria la “crisis de las caricaturas” para recordar a los europeos que para el creyente la fe no suele ser ecuménica, tolerante, ni se rige por el principio “vive y deja vivir”. Pero todo indica que así fue.
     En resumidas cuentas, la premisa del multiculturalismo europeo era la necesidad del “respeto” a las tradiciones culturales, y suponía que los inmigrantes, a su vez, llegarían a aceptar los supuestos liberales básicos de las sociedades europeas occidentales. En cierta forma, los defensores del multiculturalismo cometieron un error en cuanto a las categorías intelectuales. Al no poder concebir una cultura que no esté fundamentalmente enraizada en la conciencia y la opción individuales, no previeron lo que esperaría de ellos una cultura basada en el comunitarismo y los valores colectivos, a los que los miembros de la comunidad se esperaba que se sometieran. En pocos casos –con mayor firmeza cuando se trata de la ablación del clítoris– las sociedades europeas han estado dispuestas a imponer sus propios valores. Pero, progresistas hasta la médula, lo hicieron con remordimiento, en gran parte, otra vez, por el supuesto básico de que si los inmigrantes recibían un trato justo en lo económico y respeto cultural, también ellos llegarían a convertirse en liberales europeos.
     El problema parece radicar en que los europeos aparentemente olvidaron su propia historia del cristianismo como fe bélica, y el hecho esencial de que, como señaló el filósofo marxista Ernst Bloch hace ochenta años, la historia avanza a velocidades diferentes en los distintos lugares. En cierto sentido, y en agudo contraste con la inmigración hispánica en los Estados Unidos, para Europa la tragedia de la inmigración islámica es la dimensión de la diferencia histórica entre los inmigrantes y los europeos. Si hubiera sido menor esta diferencia, como en los Estados Unidos, la respuesta multiculturalista hubiera podido ser atinada (como de hecho lo es en los Estados Unidos). Pero en el contexto europeo ha resultado un sueño.
     Señalar no equivale a descalificar. Visto desde cierta amarga distancia, el liberalismo mismo es un sueño. Con todo, a menudo se olvida en este período de crisis en que tanto la xenofobia como el nativismo están en pleno ascenso, que el multiculturalismo fue al principio la respuesta decente y práctica de las sociedades europeas a su tardía toma de conciencia de que los trabajadores inmigrantes recibidos en Europa no eran “trabajadores invitados” (temporales), como los llamaban hasta hace poco tiempo los alemanes, sino que llegaron para quedarse. Desde este punto de vista, el multiculturalismo, rabiosamente utópico como es, fue un reconocimiento obstinado de estas nuevas realidades.
     Aquellos que se inclinan a ver el mundo desde una perspectiva más pesimista, hobbesiana, por lo menos deberían preguntarse, por motivos prácticos ¿qué opción había? ¿Los europeos deberían haber expulsado a los inmigrantes al darse cuenta de la gravedad de la diferencia cultural? Eso hubiera sido monstruoso desde el punto de vista moral, e impracticable en lo económico, porque cuando se hicieron más patentes las contradicciones culturales de la nueva inmigración y las limitaciones del modelo multicultural, Europa se había vuelto tan dependiente de los inmigrantes islámicos como los Estados Unidos de los trabajadores mexicanos y centroamericanos, la mayoría de los cuales está ilegalmente en los Estados Unidos. ¿O bien las sociedades europeas deberían haber confiado en la coerción, e intentado asimilar por la fuerza a los inmigrantes, como trató la Rusia zarista de “rusificar” a los judíos, o los soviéticos de reprimir los sentimientos étnicos, nacionales o religiosos en sus repúblicas del Asia central y el Cáucaso? En cierta medida, Francia trató de hacerlo a través de su republicanismo, que siempre ha intentado negar las diferencias étnicas y culturales entre los ciudadanos franceses. Pero es evidente que los recientes motines de jóvenes inmigrantes en los barrios pobres de casi todas las principales ciudades francesas, salvo Marsella, constituyen un juicio que habla por sí solo de los tres decenios que han durado estos esfuerzos.
     Hay que tener presente que el multiculturalismo no es el único supuesto optimista de la sociedad europea de la posguerra que es necesario reconsiderar, aunque duela. El generoso sistema de pensiones europeo, que fuera el eje del modelo capitalista socialdemócrata, tampoco ha subsistido. La competencia de la mano de obra más barata fuera de Europa occidental ha reducido espectacularmente la capacidad de los sindicatos europeos de mantener los beneficios en los salarios y las prestaciones (sobre todo en las pensiones) conquistados por sus abuelos y considerados seguros por sus padres. Y otro factor decisivo es que así como los creadores del modelo socialdemócrata europeo nunca previeron el extraordinario dinamismo del laissez-faire, el modelo capitalista angloestadounidense, ni el ascenso de países como China y la India, cuya fuerza de trabajo es muy cualificada y recibe sólo una fracción de lo que ganaban los trabajadores europeos, tampoco previeron la caída libre demográfica de sus países. En el decenio de 1990, en vez de haber más trabajadores que jubilados, como lo exigía el paradigma socialdemócrata, se hizo evidente que pronto habría igual número, si no es que más, de jubilados que de trabajadores. Como diría cualquier economista serio, esto no sólo ha convertido en necesidad económica la presencia continua en Europa de los inmigrantes y sus hijos, sino que también significa la necesidad de más inmigrantes en el futuro para que los europeos puedan seguir disfrutando de su nivel de prosperidad de hoy. “La naturaleza, cínica en sus amaneceres”, dijo Nietzsche. Pero un europeo contemporáneo podría completar: “no tan cínica como las leyes de la economía”.
     Pero si Europa necesita inmigrantes, no sólo ha demostrado ser incapaz de incorporarlos culturalmente, sino también en lo económico. La crisis actual entre los inmigrantes y los europeos se debe en parte a esta falla, que repercute más en los hijos y los nietos de los inmigrantes, en otras palabras, en personas nacidas en Europa, que en la primera generación. Cabe alegar, desde luego, que la marginación económica de la segunda y tercera generación de personas “de origen inmigrante”, como dicen los franceses, ha sido un factor decisivo en la deriva de tantos jóvenes hacia el islamismo. Sin duda, muchas de las figuras más destacadas de los terroristas crecidos en Europa, como Zacarías Moussawi, llamado “el vigésimo pirata aéreo” del 11-s, y el de la bomba en el zapato, Richard Reid, provenían de un medio laico antes de convertirse al islam. Incluso los motines de enero en Francia fueron obra de la juventud desempleada de los barrios pobres, interesados tanto, sino es que más, en el hip-hop como en el islam wahabista. Se observan algunas de estas mismas patologías entre las pandillas de jóvenes hispánicos en los Estados Unidos. La M-13 salvadoreña es el ejemplo más patente. La diferencia es que en los Estados Unidos no hay una matriz religiosa politizada a través de la cual se pueda canalizar la furia de los jóvenes desempleados para manipularlos. Numerosos estudios han demostrado una omnipresente discriminación en el empleo en Europa. En pocas palabras, hay marginación económica y está aumentando. Pero aunada a la marginación cultural, el sentir, casi universal en el mundo musulmán, de que Occidente está “atacando” al islam, amenaza con convertirse en un peligro existencial para el orden interno en toda Europa occidental.
     Señalarlo no equivale a decir que una mayor justicia económica apagaría la pugna entre culturas de la cual Theo van Gogh ha sido uno de los primeros mártires. Pero es insistir en que sin extensión económica (en vez de las perogrulladas multiculturalistas en las que ya no pueden confiar ni los inmigrantes ni los oriundos de Europa), no será posible la paz social. Y por lo general, los europeos son mejores para predicar la doctrina del multiculturalismo que para llevar a la práctica planes de empleo, mejores oportunidades en materia de instrucción, sistemas de vigilancia de las comunidades y demás, es decir, gastar dinero de verdad. Ese es el verdadero escándalo del multiculturalismo (y aquí, en los Estados Unidos, la situación no es muy diferente), y no su carácter utópico o su ingenuidad, ni sus ideas progresistas preconcebidas. La pobreza engendra fanatismo. Si se puede hablar de constantes de la historia, esta es una de las fundamentales. Sólo queda por ver qué forma revestirá el fanatismo.
     La desgracia para Europa es que el multiculturalismo es una doctrina para épocas de paz y prosperidad y no para un momento en el que el continente se encuentra en medio de una transformación económica que, siguiendo el modelo angloestadounidense, ha marginado cada vez más a la base económica de la pirámide poblacional a la vez que ha enriquecido enormemente a los de arriba. Tampoco es adecuado el multiculturalismo para afrontar la crisis que atraviesa el islam, crisis que atenaza a la diáspora musulmana en Europa por lo menos con la misma fuerza que al Magreb o el subcontinente indio. Imaginemos, para proseguir este debate, que todos los inmigrantes mexicanos que están en los Estados Unidos fueran cristeros militantes, para poder apreciar el dilema de Europa. Con todo, recomendar que se abandone el multiculturalismo sin una idea clara de lo que podría proponerse en su lugar es poco más que aceptar la enorme dificultad de la empresa; una empresa que le interesaría sólo a los adoradores de la fuerza, según el modelo neoconservador de los Estados Unidos, que no tienen idea de los horrores que se desencadenarían si los gobiernos europeos siguieran sus recetas.
     A Europa, atrapada entre la Escila de la dependencia económica respecto a los nuevos inmigrantes y la Caribdis de la agitación que atraviesa el mundo islámico, cualesquiera que sean sus causas, no le queda sino buscar su camino. En ese contexto, en el que está destinada a aumentar la fuerza policíaca, la benigna sencillez del multiculturalismo puede resultar útil. Igual que la idea de los derechos humanos como principio organizador de la política exterior de Occidente, los supuestos del multiculturalismo evidentemente no aguantan un examen más atento. Pero lo que sí pueden hacer es disponer de más tiempo, y Europa lo necesita desesperadamente. Mientras tanto, la gente inteligente necesita pensar en vez de reaccionar. Nunca hemos vivido en un mundo en el que no hubiera consenso sobre la moral. Ahora sí. En este mundo es común que en un barrio determinado un matrimonio gay se considere un asunto de justicia, mientras que en otro barrio, no muy alejado, sea una cuestión de fe que las mujeres tengan que taparse la cara y obedecer a los hombres de su clan, en lo que sea. Este mundo en el que una fe de hierro se roza con la innovación social radical, no puede sino infundir vértigo. Pero así es y no es posible que sea de otro modo.~
     

Traducción de Rosamaría Núñez

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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