Una cosa sana no respira (2)

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Llegado el momento, ¿qué preferimos: una honestidad desbordante o pudorosa? Los cínicos escogerán la primera. Los aprensivos siempre optaremos por la segunda.

La pregunta, claro está, se refiere a las consultas médicas. Sentado frente al doctor que lo escucha inexpresivamente, lo que anhela todo aprensivo es una contradicción: recibir las buenas noticias sin decir “agua va”, al más puro estilo del realismo sucio, o escuchar las malas con una retórica lenta y piadosa.

David Kershenobich, mi hepatólogo, jamás compartió esta opinión durante los cinco años que fui su paciente. Tanto para las buenas noticias como para las malas, Kershenobich siempre fue directo, puntual y sin matices. Puras verdades expeditas, carentes de imaginación o humor. Vestido en tonos pardos, enfundado en una bata corta y raída, luciendo zapatos ortopédicos, revisaba su bíper y atendía el teléfono mientras interpretaba mis últimos análisis. “Sus transaminasas están en niveles normales –lo escuché decirme, sin grandes variaciones, durante cuatro años–, pero aún no aparece el anticuerpo de su hepatitis. Vuelva a hacerse estos análisis y regrese en seis meses. Ni una copa de vino ni sexo sin protección.”

Ahora, a un año de haber recibido el alta, no puedo más que celebrar el método de Kershenobich. ¿Y si el doctor hubiera sido todo sonrisas y esperanto médico hablado con fluidez? ¿Y si en la época aguda de mi hepatitis hubiera maquillado los peligros de mi situación con tal de granjearse mi simpatía, de venderme en cada consulta una tranquilidad a plazos?

Llegado el momento de leer, cínicos y aprensivos preferimos intercambiar lugares. Los primeros, que van por la vida como apóstoles de la crudeza, tiran a Sade y Bukowski a la basura, inclinándose por el paisajismo espiritual, por la contradicción armónicamente resuelta en aforismo, por el arabesco de una frase, por la morosa voluptuosidad de un adjetivo. Los segundos –a los que, en paráfrasis de Eliseo Diego, nos apocan los presagios pequeños– le damos la espalda a Wilde y Arreola para rendirle pleitesía a la literalidad, a la oración nerviosa y breve, al estilismo de tomarnos el pelo y cortárnoslo hasta la raíz. Unos y otros dependemos de una condición para efectuar aquel “salto al vacío”: que los cínicos, esos tipos duros que no bailan, de pronto fantaseen con hacerlo como los derviches; que los aprensivos podamos concentrarnos en los males y culpas de los otros sin sentirnos aludidos. Así, una transmutación exitosa dependerá de que los cínicos enfermen y, en su vulnerabilidad, tengan corazón para leer novelas ejemplares; de que los aprensivos estemos saludables y, en nuestra beatitud, tengamos vísceras para leer cuentos crueles. De otra forma, será como poner de fondo la voz de Karen Carpenter en una conferencia magistral sobre anorexia.

Alguna vez, sentado en la sala de espera del Dr. Kershenobich, leí un artículo sobre los egipcios en una revista médica. Según el texto, los enamorados tenían la costumbre de decirse “te quiero con el hígado”. Recién salido de una relación y a punto de entrar a consulta, la frase no sólo me pareció falsa, sino de pésimo gusto.

– Hernán Bravo Varela

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(Ciudad de México, 1979) es poeta, ensayista y traductor. Uno de sus volúmenes más recientes es Historia de mi hígado y otros ensayos (FCE, 2017).


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