Ilustración: Manuel Monroy

Un osito en la carretera

En 1890, el periodista y lexicógrafo polaco Eliezer Ben-Yehuda fundó el Comité del Lenguaje Hebreo y escribió el primer diccionario del hebreo moderno. Menos de un siglo y medio después, varias generaciones de autores han erigido un portentoso aparato literario escrito en esta lengua singular. La presente antología de relatos breves traza un panorama sucinto de las letras hebreas contemporáneas.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

La pizza se cayó al suelo mugriento y todas las aceitunas se desparramaron.

–No las pusieron bien –me quejé–,
ya no iremos más a ese lugar de mierda.

–No iremos más a ningún lugar –dijo él.

–Hasta me atraganté con un hueso –protesté–, vaya lugar de mierda, ni les sacan el hueso a las aceitunas.

Su rostro estaba pálido como el de un payaso. Llevaba una semana sin comer ni beber. Una semana sin hablar. Esta mañana volvió a abrir la boca y enseguida lamenté que no siguiera cerrada. Dijo que quería comprarme una pizza como despedida, y después se metió en el coche y se fue.

–¿Pizza? –le grité–, ¿ese es tu regalo de despedida? ¿Una pizza?

–Sí –vaciló–, ¿acaso hay algo que te guste más?

Justo hace una semana que desapareció nuestro osito. Nuestro precioso osito, del cual no podíamos separarnos y el cual no podíamos compartir. Así fue desde el principio. Un día volviendo a casa vi un osito tirado en medio de la carretera. Un coche se acercaba a él a toda velocidad. Intenté detenerlo y casi no lo consigo. Pero el conductor frenó y me rozó el trasero con un faro del coche.

–¿Estás seguro de que no prefieres tocarme con la mano? –le pregunté antes de agacharme donde estaba el osito.

Él salió del coche y se agachó también. Observamos al osito como si fuéramos unos padres preocupados. Alcé la mano y levanté el osito como si izara una bandera.

–Es mío –dije.

–De eso nada, es mío. Me he detenido por él, no por ti –y allí estuvimos varias horas discutiendo.

Ninguno cedía, así que finalmente decidimos vivir juntos. Ya esa misma noche se presentó en pijama en mi dormitorio.

–Dormirá conmigo –le dije.

–De eso nada, dormirá conmigo –me dijo.

No consintió en separarse de él ni una sola noche, de modo que empezamos a dormir juntos.

Era realmente precioso el osito aquel. Tenía ojos almendrados, una cara marrón y unos rizos largos como los de una niña. Me daba pena no poder darle de mamar; siempre quise saber qué se sentía al amamantar. Lo que sí le poníamos, por si acaso, era el pañal, y de noche hacíamos el ritual del baño y del cuento antes de dormir. Éramos felices. Nunca le pregunté qué clase de vida había dejado atrás, pero me imaginaba que si la había abandonado por un osito de peluche no debía de ser gran cosa.

Tampoco la mía era gran cosa. Me levantaba tarde, escuchaba los mensajes de mis padres en el contestador: “Nos vamos a morir”, me decían para provocarme, “ven a despedirte de nosotros”. Pero yo sabía que era mentira. Cómo se puede amenazar con una muerte inminente durante años, es antinatural, por no decir que de mal gusto. Yo sabía que maquinaban algo. Los llamaba y les decía que no podía ir porque no me infundían confianza. Siempre temblaba de miedo temiendo que un instante antes de pirarme de allí cerraran la puerta y sacaran un cuchillo. Al final dejé de ir. Decidí que ya llevaba varias décadas en este mundo como para merecerme adaptar mi vida a mí misma en vez de adaptarme yo a mi vida. Una vez al día pedía una pizza familiar con aceitunas y me la comía de una sola vez. Después ensuciaba algunos platos para tener qué fregar. Casi no invitaba a amigos a mi casa porque no me sentía segura con ellos. Por eso quería un oso que me protegiera de todo el mundo. Y resultó que el oso vino con alguien más. Bueno, ¿y qué? Podría haber sido peor.

Empezamos a salir juntos para sacar a pasear al oso. Le compramos un cochecito con sombrilla, porque era verano. Nos sentábamos en la pizzería y bebíamos una Coca Cola mientras lo contemplábamos. A veces íbamos en su coche a la playa o a hacer un picnic. En una ocasión, volviendo de la playa, él se quedó mirando al osito en vez de mirar hacia la carretera y le dio a otro coche por detrás. “¿No prefieres tocar con la mano?”, le pregunté, pero él no estaba para bromas. Y comprendí que tramaba algo, que había decidido liquidarme y quedarse con el oso él solo.

Entonces decidí andar con cuidado. Se acabaron esas noches en que me quedaba dormida junto a él como un bebé con el oso entre los dos. Se acabaron las mañanas en que yo salía a comprar pañales y los dejaba tumbados frente al televisor viendo El aula voladora.

El problema es que la desconfianza es contagiosa. Él notó que yo lo estaba examinando y entonces él empezó a examinarme a mí. Y el que busca encuentra. De pronto me dijo:

–¿Qué clase de hija eres que no vas a despedirte de tus padres?, ¿qué valores le estás transmitiendo al osito?, ¿cómo se puede comer solo pizza todos los días?, ¿por qué no tienes amigos?, ¿por qué le pones un pañal a un oso de peluche?

Yo tenía respuesta para cada pregunta por separado, pero no para todas a la vez. Así que le dije:

–¿Y qué clase de persona eres tú que deja todo por un juguete, que se pasa todo el día viendo El aula voladora
y choca su coche con otros?

Al parecer, también él tenía respuesta para cada cosa por separado, pero no para todo junto. Dejamos de hablar. De todos modos no hablábamos mucho. No hablábamos de cómo iba el mundo porque el mundo no nos interesaba. No hablábamos de cosas íntimas porque nuestras intimidades eran contrapuestas. Una vez le pregunté si creía que nosotros éramos almas gemelas y se me rio en la cara. De su infancia era de lo único de lo que hablaba de vez en cuando. Había una historia de su infancia que le gustaba contar que decía: En su casa había una ventana baja, y cuando nevaba, él se sentaba de rodillas, apoyaba la cabeza en la ventana y miraba la nieve.

–¿Y entonces qué? –le preguntaba.

–Y entonces nada, yo miraba la nieve –me respondía.

–Es una historia sin clímax –le advertía, pero él pasaba de mi comentario.

–Es mi historia –decía. Después de haberla escuchado muchas veces, ya no me importaba que no tuviera clímax, o quizás es que al final se lo encontré.

Pero cuando empezamos a sospechar el uno del otro, se acabaron las historias. Quedaron solo aquellas preguntas que empezaban ya a hartarme. Me harté de preguntar y de ser preguntada, no sé qué me hartaba más. Decidí demostrarle que era mucho menos rara de lo que él pensaba y, sobre todo, mucho menos rara que él. Fingí ser una buena hija e invité a mis padres a casa.

–¿Cómo van a poder salir de su casa en las condiciones en que están? –dijo él–. Los estás torturando.

Pero yo confiaba en mi instinto. Se presentaron en la puerta de casa puntuales como un reloj, con un aspecto tan joven y saludable que no se creyó que ellos fueran mis padres.

–Parecen tus hijos –dijo.

Se sentaron en un rincón. Y todo el tiempo reían como dos mellizos retrasados mentales.

–A ti te conozco de algo –mi madre le señaló y se rio a carcajadas–. ¿No fuiste tú quien me dio con el coche por detrás?

–Es muy posible –respondí por él–. ¿Cuándo fue eso?

–No hace mucho –dijo ella–. Volvíamos de la playa y nos dieron por detrás. Una semana entera tuvimos que llevar collarines, pero ya estamos bien.

No me sorprendió enterarme de que en el momento en que las cosas empezaron a torcerse ellos andaban cerca.

Después saqué al osito de la cama y se los mostré. Se abalanzaron sobre él asombrados y casi lo parten.

–Realmente siempre me pregunté –dijo mi madre– por qué hacer niños habiendo juguetes. Es mucho más fácil cuidar de ellos. Y son tan fieles. Pero ¿por qué le pones un pañal?

–Por si acaso –respondió él en mi lugar y yo asentí. Es importante hacer un frente común en situaciones como esta.

La habitación se llenó de ruido, porque él había atado unas campanitas al cuello del osito para que yo no pudiera huir con él, o fui yo la que se las ató, qué más da. Ellos se pasaban el osito de mano en mano, y al final comencé a temer que quisieran venir a vivir con nosotros porque no podrían separarse del osito, pero bien podía confiar en que mis padres hallarían una solución más fácil. Simplemente escaparon con él. ¿Cómo puedo saberlo? Ciertamente no puedo saberlo, pero confío en mi instinto. Todo lo que sé es que al cabo de una hora, más o menos, cuando empezó a oscurecer, mi madre dijo que tenían que irse y se puso a buscar su bolso. Media hora después nos dijo que había encontrado el bolso en el dormitorio y que para quitarme trabajo ya había acostado al osito.

–Pareces agotada –me dijo–, por eso he querido ayudarte.

Entonces todos nos dimos la mano, nos dijimos bye bye, yo pedí una pizza y me di cuenta de que ya no sospechaba de él, porque había que permanecer unidos contra mis padres; comimos y él me volvió a contar la historia de la nieve en esa ventana baja y yo pensé que aquella historia me gustaba cada vez más y al final le dije: “besémonos”. Él se fue a traer al osito porque solamente a través del osito nos besábamos. Él pegaba los labios a la espalda del osito y yo los míos a la barriga del osito, y así nos besábamos con unos besos que a veces se prolongaban toda la noche, pero cuando volvió resultó que el osito ya no estaba. Resultó que era imposible besarse, imposible dormir, imposible comer, imposible vivir e imposible hacer nada juntos nunca más, solo separados.

Pisoteé la pizza hasta hacer un puré de aceitunas bajo los pies, ese era mi regalo de despedida.

–¿Qué vas a hacer ahora? ¿Te vas a follar a una Barbie? –le pregunté.

–No –me contestó–, volveré a mi vida de antes.

–¿En serio? ¿Y qué vida tenías antes?

–Nada del otro mundo. Apoyaba la cabeza en la ventana y miraba la nieve.

–¿Y en verano?

–Miraba el sol.

–Cuidado, que eso no es bueno para la vista.

–No te preocupes, miro con los ojos cerrados.

–¿En serio? ¿Y qué ves con los ojos cerrados?

–Veo bastante.

Entonces se puso de pie y se fue. Y solo cuando escuché de cerca el golpe creí que verdaderamente se marchaba. Otra vez le ha dado a alguien por detrás. Conduce con los ojos cerrados como un retrasado mental. Y no le ha dado a cualquiera, sino a mis padres, que están muertos de la risa, y en su coche, en mi antiguo asiento de bebé, está sentado mi querido osito y entonces yo también cierro los ojos y lo veo pasarse al coche de ellos y sentarse junto al osito y ya sé que esta noche aparecerá allí en pijama y se meterá en la cama con ellos y con el osito porque realmente es incapaz de separarse de él. ~

 

 

 

 

 

________________________

Traducción del hebreo de Sonia de Pedro.

+ posts

Nació en el kibutz Kinneret en 1959. Ha publicado las novelas Vida amorosa, Marido y mujer y Las ruinas del amor, que ha editado es español Galaxia Gutenberg


    ×  

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: