¿Tu coche es más guapo que tu novia?

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Un relato del estadounidense John Fulton cuenta la historia de un adolescente con los dientes grandes a quien su madre lleva al ortodoncista para que le ponga brackets. El chico no los quiere, y la mujer, de hecho, no puede pagarlos, pero se empeña en ello, convencida de que una dentadura perfecta le asegurará a su hijo una buena imagen en el futuro. Para conseguir el dinero, la madre secuestra (es un decir) el coche de su ex marido, a quien acaba de echar de casa, y se dispone a venderlo. El automóvil es un Mustang de edición limitada que el hombre atesora como único patrimonio desde sus años de soltero, así que cuando se entera de lo que su ex mujer se trae entre manos, estalla en cólera, se desespera y pone en marcha un desquiciado plan para recuperarlo. Al fin y al cabo, se nos informa en el relato, es un coche “para coleccionistas”, al que él no sólo ha dedicado cantidades exageradas de tiempo y dinero, sino al que ha puesto un nombre (“Victoria”) y del que a menudo habla como si se tratara de su novia (“ella tal cosa, ella tal otra”) y otras veces como “el caballo, con una entonación ronca y afectuosa, como de hombre duro”.

Este relato de Fulton vino a mi memoria mientras recorría la exposición Auto. Sueño y materia, que puede verse en el imponente Centro de Arte Dos de Mayo, en Móstoles, Madrid, hasta el 10 de enero. El coche como símbolo de todos los deseos, aspiraciones, erotismos y mitificaciones de la potencia y el poder –sobre todo viriles–, aunque también de todas las pesadillas, no sólo las que tienen que ver con los accidentes de tráfico, el gasto energético o la contaminación ambiental. La muestra, coproducida por el propio CA2M y LAboral, Centro de Arte y Creación Industrial, tiene como comisario a Alberto Martín y presenta más de cien trabajos de sesenta artistas contemporáneos de España y del extranjero que han elegido el automóvil como símbolo y vehículo de reflexión sobre el mundo moderno. La historia imaginada por Fulton volvió a aparecer mientras leía el texto con el que Martín presenta la exposición: “Configurado y desarrollado a lo largo del siglo XX como El Objeto por excelencia, [el automóvil] encarna a la perfección esa transformación de la vida en materia que caracteriza el mundo de los objetos y que arrastra en su seno el cruce entre fantasía y cotidianeidad, magia y utilidad, espiritualidad y materia, sueño y realidad”. Ya lo había dicho J. G. Ballard tras publicar su magnífica Crash –esa novela perversa donde la velocidad y el dolor producido por las colisiones de coches supone para sus personajes, conductores o pasajeros, una especie de ascensión al cielo en estado de éxtasis–, en una frase que también recuerda Martín: el coche es “una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad contemporánea”.

La exposición es rigurosa al presentar esta simbología múltiple del automóvil en el arte contemporáneo. Su representación como emblema de libertad y cómplice ideal para la aventura –sin la cual una obra maestra de la literatura contemporánea como En el camino, de Kerouac, no sería lo que es, ni tan memorable una película como Thelma y Louise– aparece, por ejemplo, en un trabajo como “Carros”, del fotógrafo español Félix Curto. Se trata de una serie de veinticinco imágenes iniciada en México a mediados de los noventa en la que Curto muestra, a través de viejos y pesados coches de fabricación norteamericana aparcados delante de las casas de sus dueños, una especie de American dream de la gente que cruzó la frontera y se trajo consigo un pequeño trozo de Estados Unidos. Son como postales tridimensionales de esos viajes. Memoria móvil (o quizá inmóvil, pues varios de esos “carros” no se veían ya en condiciones de ponerse en marcha) de sueños a los que el polvo y la herrumbre del tiempo les ha pasado por encima.

La erotización que provocan los coches aparece, por su parte, en obras como la del griego Panos Kokkinias y la del francés Franck Scurti. La de este último, titulada “Dirty Car”, es directa y unívoca: un vídeo en el que primero vemos un Sunbeam, aquel descapotable que se convirtió en un icono famoso de los años sesenta gracias a personajes como James Bond y el Súper Agente 86, y después a su conductor, quien, después de bajarse del coche, da un lento paseo alrededor del vehículo simulando un rito de seducción y, acto seguido, empieza a lamer la carrocería. La minuciosa presentación del Sunbeam y, sobre todo, la mirada que el conductor lanza a la cámara antes de empezar su extraño acto de posesión sexual, convierten al espectador en una especie de voyeurista copartícipe de ese fetichismo, recreando, en cierto modo, el papel que le asignan los creadores de publicidad: un consumidor que puede ser excitado insistentemente por la transformación de los coches en apetecibles objetos de deseo.

Más interesante, por compleja, es la fotografía que Panos Kokkinias presenta con el título de “Gas Station”. Es una sola imagen, en apariencia simple y cotidiana: una gasolinera, de noche, donde una hermosa mujer que lleva puesto un vestido rojo pegado al cuerpo, con los hombros al descubierto, recarga combustible a su deportivo amarillo. La noche, la mujer, el coche, la gasolina: es imposible no sentirse atraído por el alto poder seductor y casi hipnótico que tiene la escena, que sin embargo está poniendo de manifiesto un problema serio: el alto gasto energético y el perjuicio medioambiental que ha traído consigo el desarrollo del automóvil. Como resume Alberto Martín, la imagen actúa como “un espejismo, una ilusión construida sobre una realidad infinitamente más prosaica y problemática”.

En cuanto a los trabajos más abiertamente críticos a la cultura del coche en la vida moderna, destacan los de videoarte. Y entre ellos, “Parking”, de la coreana June Bum Park: un vídeo de formato pequeño proyectado sobre el suelo en el que vemos la actividad rutinaria de un parking, sólo que el plano es vertical, y los coches que se aparcan allí son de juguete y están siendo colocados por dos manos de tamaño real. Esta reducción de la realidad representada, junto al ordenamiento de los coches por parte de una entidad superior –un dios invisible que todo lo estructura y regula–, transmite una idea inquietante: el flujo permanente de los coches en las grandes ciudades organiza en gran medida nuestras vidas y nos sitúa en dos categorías, una subordinada a la otra: o somos conductores o nos resignamos a ser peatones. Para la artista coreana, no parece caber una tercera opción (quizá vive en una ciudad como Madrid, sin infraestructura para andar en bicicleta). Es una situación que privilegia al que posee un vehículo y a la que el viandante tiene que acostumbrarse, porque así le viene dada.

No menos turbador es el “Next Time” de la alemana Corinna Schnitt: una chica y un chico juegan en un jardín, en lo que parece ser un ambiente idílico de contacto humano, casi romántico, y al mismo tiempo, de contacto con la naturaleza. Poco a poco, sin embargo, el plano se va abriendo hasta mostrar que ese jardín es tan sólo una pequeña isla rodeada por una inmensa y sinuosa autopista. Cada día que pasa hay menos áreas verdes, advierte sin eufemismos el vídeo de Schnitt. Su compatriota, el filósofo Peter Sloterdijk, lo ha dicho de esta manera: “Estamos determinados hasta la más insignificante ramificación por la experiencia del motor de explosión”. También estamos determinados por las marcas, sus insignias y logotipos; y el mundo de los coches es sin duda uno de los más representativos de esa heraldización del mundo. De eso trata el vídeo “Citizen”, del canadiense Roy Arden: un homeless está sentado en la acera y, a la altura de sus ojos, pasan constantemente los logos de los Audis, Mercedes, Toyotas, Hondas, Fords, Volvos. El plano sitúa al espectador en la misma perspectiva del homeless. El resultado, como no es difícil imaginar, es humillante y patético. ~

 

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