Plaza de la Ciudadela, 1959

Tres fantasmas en una foto

¿A quiénes, pues, reconoces en esta fotografía de hace más de medio siglo? ¿Quiénes son, o mejor dicho quiénes fueron, esos dos jóvenes?
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El retratista de todos los escritores mexicanos desde los años cincuenta del siglo pasado “inmortalizó” la efímera imagen  captada en un costado de la Plaza de la Ciudadela, ciudad de México, D.F. Es un instante de algún día de la segunda mitad de los años cincuenta, de un siglo que ya desde hace más de trece años pasó: el siglo XX d. C., al cual acaso lo recuerde usted. Una foto con tres fantasmas: los dos “personajes” en ella visibles  y un tercero, no visible pero presente por su mirada a través de una cámara fotográfica: Ricardo Salazar.

En la foto se ve a esos dos jóvenes que sonríen, quizá porque se han contado algún chiste o quizá contentos de sentirse inmortales, pues, según escribió Joseph Conrad (a quien citas de memoria y no de un libro que ahora no tienes a la mano), “cuando eres joven crees que vas a durar más que la Tierra y el mar y todos los hombres”. Y es verdad que mientras estés vivo eres un Inmortal del Momento.

Allí, y en la fecha de esa foto, están, sonrientes y, despreocupados del fluir del tiempo, esos dos “inmortales” de entonces. El más joven, de lentes, ¿y de veinte años?, está sentado en una banca, inclinando la cabeza hacia las manos que escriben algo en unos papeles, y el menos joven, ¿y de veinticinco?,  y también de lentes, se halla enfrente y de pie, balanceando un presuntuoso bastoncillo con la mano derecha mientras bajo el brazo izquierdo, también doblado en ángulo, sostiene  la Revista de la Universidad de México, la del numero de ese mes, ¿cuál?, ¿quién sabe?

¿A quiénes, pues, reconoces en esta fotografía de hace más de medio siglo? ¿Quiénes son, o mejor dicho quiénes fueron, esos dos jóvenes? Deben ser escritores, pues en algo los delatan los lentes, el gesto de escribir del que se halla sentado, y la revista y el libro en bolsillo del saco y el irrisorio dandismo del que balancea el bastoncillo.

Si no recuerdas o crees no recordar la identidad de los dos personajes fotografiados, da vuelta a la foto y lee lo que allí está escrito de tu letra y pulso de entonces:

“José Emilio Pacheco, José de la Colina, Plaza de la Ciudadela, ciudad de México, 1959.”

La incompleta fecha: 1959, es quizá de apenas unos meses después de que habías iniciado con José Emilio una amistad que habría de durar más de medio siglo, aunque con una larga interrupción de años de la cual te sientes culpable y que un día terminó en una cálida reunión con José Emilio, con Cristina, con el magnífico “mediador” José Luis Martinez S., y contigo, los cuatro en torno a una mesa de restaurante de la colonia Roma, esa pequeña patria de la que José Emilio no se había desterrado, pues el otro nombre de ella es el de su infancia recreada, el de su mejor obra narrativa: Las batallas en el desierto.

Sientes desasosiego, algo como un leve vértigo, porque o bien estás contemplando a dos fantasmas, o bien tú que los contemplas estás ya en la cercanía de tus ochenta años que cumplirás dentro de poco más de un mes, en el momento ya derivativo hacia la total fantasmidad.

Y de pronto piensas que acaso lo que José Emilio está escribiendo en el instante de la foto es uno de los primeros poemas que habría de publicar en el suplemento cultural del diario Novedades, cuyas oficinas estaban apenas a unos metros de esa Plaza de la Ciudadela y en la esquina de Balderas y Morelos (a unos pasos de donde ahora están las oficinas de Milenio Diario, en la calle de Morelos).

Tal vez en el instante  de esa foto José Emilio escribe o reescribe unos versos soleados y algo pacianos (“Sitiado entre dos noches/ el día alza su espada de claridad,/ hace vibrar al esplendor del mundo,/ brilla en el paso del reloj al minuto”), que son las líneas iniciales de su poema “Árbol entre dos muros” (en la edición del año 2000 de su poesía antologada: Tarde o temprano). Y el poema concluirá con otros versos ya anunciadores de una magistral obra futura en la que habrá menos sol, menos esplendor del mundo, pero un hondo y también bello tono elegíaco.

“Al centro de la noche todo acaba,

dura lo que el relámpago

y lo sepulta el trueno en su rezongo.”

 

(Publicado previamente en Milenio Diario)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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