Traslados: Otros veinte años más

En el sueño ambos éramos igualmente torpes y ansiosos. Estábamos en un jardín que luego sería una casa en la que nunca he estado, pero que yo sabía era mi casa. Nos besamos.
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En el sueño ambos éramos igualmente torpes y ansiosos. Estábamos en un jardín que luego sería una casa en la que nunca he estado, pero que yo sabía era mi casa. Nos besamos. Comencé a acariciarle la espalda y no encontré el broche del brasier. “No sabes nada”, me dijo entre risas. Me separé de ella apenas lo suficiente para acariciar sus senos sin dejar de besarla y abrí el broche delantero del brasier. (Justo entre los senos hay una especie de seguro que se abre sujetándolo mientras se gira la mano izquierda hacia arriba y la derecha hacia abajo.) “Ah, la experiencia”, me dijo y me mordió el labio con suavidad, luego chocaron un poco nuestros dientes. Ahí, sobre el pasto, acabé de desvestir a mi alumna con la experiencia que ella me atribuía; y de desvestirla, aferrado a su ingenuidad. Ambas, experiencia e ingenuidad, eran mentiras. ¿Pero no es siempre así? Se mete la panza, se saca el pecho, se suelta el cabello, se finge distracción y se hace todo lo que se puede para llamar la atención de otra persona, para poder estrechar una piel que tiene imperfecciones, para descubrir un olor que nos excita, pero también nos desconcierta, para encontrarnos con lo que habíamos imaginado y que nunca es así.

Comenzamos en la posición clásica; la tomé de las piernas y se las abrí lo más que pude, al cabo de unos momentos, una vez que estábamos sincronizados, las coloqué sobre mis hombros y le besé alternadamente las pantorrillas, le acaricié las piernas sin dejar de penetrarla. De pronto me vi penetrándola, deseando que la imagen de su cuerpo, casi veinte años menor que el mío, se quedara para siempre. Quería recordar su olor sin que ella se llevara nada de mí. (Yo solo tenía frustraciones.)

Para aprovechar una oportunidad que tal vez no se repetiría quise cambiar de posición. Decidí bajarle las piernas y colocar mis manos debajo de su coxis para levantar un poco su tronco y pasar mis piernas por debajo de las suyas, como abrazándola con ellas. La idea es que ella quedara sobre mí. Quise hacer todo de un solo golpe, pero me llevó algo más tiempo del que yo creía. Había visualizado que no tendría que salirme de su cuerpo para hacer la operación, pero no fue posible. Mi deseo por el cambio triunfal de la experiencia se transformó en un capricho que ella aceptó sin soltarme, sin perder el ritmo, sin dejar que los verdaderos motivos por los que estábamos ahí entraran en ese momento.

Una vez que estuve de espaldas, mientras tenía las manos entrelazadas con las suyas, mientras la miraba subir y bajar, morderse un poco los labios, y ver que ahora tenía los ojos cerrados, el frío del pasto y la dureza de la tierra me hicieron desear una cama. Fue entonces que pensé que podría estar soñando y de algún modo dije con una voz que no reconocí como mía (que no supe de dónde salió) que en ese instante todo debería transformarse en una cómoda habitación, que nosotros debíamos continuar el sexo en un lugar tibio, sin preocuparnos de que alguien nos viera y sin tener esa angustia de resfriarme, porque a mi edad hay que cuidarse más de los resfriados que cuando uno tiene veinte años. (Un resfriado no es una gripe, aunque todo mundo las confunda.). Y no lo pensaba solo por mí. Después de todo, ella también tenía la espalda sudorosa —y ya sabemos lo que el aire frío puede hacerle a una espalda descubierta, a un cuerpo cuya temperatura está claramente más alta que de costumbre y se somete de golpe al frío—.

Nuevamente, con menos destreza de la que había anticipado, hice una serie de movimientos por intentar cubrirle la espalda a esa joven. Entonces la preocupación de que ambos enfermáramos de gripa y las posibilidades de que aquello deviniera en una pulmonía se hicieron casi insoportables. Hice un gran esfuerzo para que nuestros torsos quedaran casi paralelos (aunque ella seguía montada sobre mí). La abracé y comencé a frotarle la espalda para que no se enfriara de más y evitar que se enfermara o que el resfriado se transformara en una gripe y esta en algo peor. En ese momento vi que detrás de ella había una toalla, sonreí y ella también sonrió; cualquier cosa que me permitiera cubrirle o cubrirme la espalda sería bienvenida. Yo pensaba en cómo podría alcanzar la toalla en esas circunstancias. Era claro que no podía decirle que se bajara, se cubriera la espalda (o mejor aún, que me cubriera la espalda) y luego continuáramos el coito. Entonces noté que era la toalla de rascacielos de Nueva York que había comprado con mi esposa en un viaje; suficientemente grande para ambos (aunque si intentáramos cubrirnos sería difícil continuar con el sexo, porque tendríamos que sostener la toalla al mismo tiempo sin perder el ritmo, pero ya lo resolveríamos más adelante y a lo mejor no alcanzaría a cubrirnos a ambos y finalmente tendríamos que optar por turnarnos la toalla, pero entonces tendríamos qué decidir quién debería cubrirse primero; ella era una joven, con toda la vida por delante, y aunque yo tengo un buen físico, no soy inmortal. Digo, no es tan fácil).

Mi primer impulso fue pedirle la toalla a mi esposa, a quien por un momento me pareció ver bajo el umbral de la puerta del baño de la recámara; quería decirle que me tapara la espalda, pues no podía dejar de frotar el cuerpo de mi alumna corriendo el riesgo de que se enfermara. ¿Y si ya se había enfermado y mis intentos por evitarlo sobraban? ¿Si ya me había contagiado? ¿Quién de los dos sería el primero en faltar a la universidad? ¿Ambos? Si ella, cada día de su ausencia sería una tortura para mí, por no saber si estaba bien y si le habría contado a sus amigas que nos acostamos. Muy pronto el director, mis colegas, mi familia lo sabrían. Si yo enfermaba y no podía ir a impartir mis clases también despertaría sospechas. Dirían que yo tenía algo qué ocultar y por eso no me atrevía a dar la cara en el campus. En el sueño optaba por permanecer así indefinidamente, cuidaría que no se enfriara. Desde luego, en algún momento ambos alcanzaríamos el orgasmo, pero nos quedaríamos así para siempre. Yo le frotaría la espalda y ella no se aburriría nunca de esa posición. Estaríamos enamorados otros veinte años más.

 

 

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Escribe poesía, narrativa y teatro. Su libro más reciente es Estación Faulkner (Auieo/Conaculta). Es profesor de asignatura en el ITESM CCM.


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