Topo Chico: civilización y barbarie

No puede haber genuina y compartida civilización (ni en la ciudad, ni en el país, ni en ninguna parte) si se abandona a la barbarie a grupos enteros de personas o espacios estatales.            
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Hace poco más de ochenta años, en 1933, Alfonso Reyes celebraba desde Brasil la inauguración de la Universidad de Nuevo León, hoy UANL, en su famoso “Voto por la Universidad del Norte”. Allí exaltaba las cualidades de Monterrey, su ciudad natal, “honesta fábrica de virtudes públicas, vivero de ciudadanos” (e históricamente lo ha sido), y recordaba que la fundación de una universidad implica “un cambio de acento en la atención pública: –la cultura, que antes crecía como al lado, pasará a constituir el núcleo, el meollo”. Esta semana, en un penal de esta ciudad y a escasos kilómetros de la Universidad (aunque parecerían estar en mundos distintos, separados por años luz), hubo una masacre que dejó como resultado medio centenar de muertos. Las circunstancias particulares que hacen posible una tragedia como esta son repetidas una y otra vez en los periódicos y sabidas por todos (corrupto y deficiente sistema penitenciario, hacinamiento en las cárceles, control de las mismas por el crimen organizado, conflictos entre bandas rivales, etcétera.), pero el hecho impone una cuestión más de fondo: ¿cómo hemos construido una sociedad y ciudades en las que en un lugar se educa y, entre otras cosas, se estudia humanidades –aquellas disciplinas que son más propias del hombre, como decía Antonio de Nebrija, y que deberían hacernos más humanos, como sostenía Juan Luis Vives–, y prácticamente a la vuelta tiene lugar la barbarie? ¿Qué dice eso de nuestra polis, de nuestra republica? ¿Tiene algún sentido pensar en alguna noción de progreso cuando son posibles dos realidades tan contrastantes?

En el mismo texto, Reyes resalta la importancia de la “cultura política” (y el papel, por cierto, que la universidad debe tener en su elaboración). Es el quid del asunto: nuestra falta de ella. Política, desde luego, en el sentido original, griego: cultura del que se siente parte de una polis, ciudad o estado, de un cuerpo social en el que no cabe atender a uno solo o unos cuantos de sus miembros, sino al cuerpo entero, porque todas sus partes están conectadas y lo que se echa a perder en una afecta al resto.

En años recientes, Monterrey y Nuevo León, como prácticamente todo México, se han visto sacudidos por la violencia asociada al narcotráfico y el crimen organizado, de la que este acontecimiento es un capítulo más. Han sido también, en lo que cabe, de los lugares que mejor han reaccionado frente a ella, no tanto por la virtud de sus gobiernos, sino de su ciudadanía, cuya movilización y exigencia –esa “intensa voluntad colectiva sin aparato” que menciona Reyes– los ha obligado a actuar. Monterrey es una proeza de civilización desde su fundación misma, en medio de las condiciones más inhóspitas. Y, sin embargo, no puede haber genuina y compartida civilización (ni en la ciudad, ni en el país, ni en ninguna parte) si se abandona a la barbarie a grupos enteros de personas o espacios estatales.

            

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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