Textos recuperados: Steiner sobre Viena

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(Originalmente apareció en Salmagundi, no. 139-140, Summer – Fall, 2003, p. 64 – 71, como una reseña del catálogo de la exhibición Prelude to a Nightmare, en el Williams College Museum of Art en el verano del 2002. Elegimos publicar algunos fragmentos.)

La Viena de Hitler

Viena era el crisol. Tanto para los esplendores artístico-intelectuales como para los barbarismos del siglo. Mucho de los sedimentos del pensamiento y el arte norteamericano, mucho de lo que denominamos “modernismo”, se deriva de las energías implosivas de Viena desde 1880 y hasta el apocalíptico 1945. La amplitud era formidable, quizá única en la historia de la sensibilidad. Incluía al psicoanálisis y la arquitectura revolucionaria, la música de Mahler y la Escuela de Viena, la epistemología científica de Mach y Popper, las filosofías del lenguaje de Wittgenstein, Carnap y el Círculo de Viena. Produjo un muy definido e influyente tipo de economía política, incluyendo el monetarismo, las sátiras de Karl Kraus (un observador más incisivo de las relaciones entre el lenguaje y el poder de lo que fue después Orwell). Klimt, Schiele, Kokoschka emergieron de la fiebre vienesa. Así como la Jugendstil y los motivos dominantes del art déco. Cuánto más pobre sería la literatura occidental sin Broch, Rilke, Musil y sobre todo, la visionaria oscuridad de Kafka.

La suma excedía las pródigas partes. En aquellos años seminales, Viena generó un clima urbano a la vez singular para sí y, muy pronto, característico de las metrópolis occidentales. La infusión era potente pero difícil de definir. Reúne presiones desconcertantes, la tensión de sentirse proclive al exceso de estímulos culturales, sensoriales. Eros y la sexualidad tuvieron un papel muy importante (cf. Freud, Schnitzler, Otto Weininger y Karl Kraus). Miserias extremas, indigencia en las calles y barriadas colindaban con una opulencia igualmente extrema. Este platillo agridulce era uno de notable encanto, elegancia y “ligereza del ser” por un lado, y amarga ira por el otro. Canetti capturó esta inestable, potencialmente incendiaria contigüidad a la perfección. Así de estimulante y pasmosa era la babel de idiomas: alemán, checo, húngaro, esloveno, burbujas de italiano todos luchando por coexistir, por un amasar fuerza política en un imperio políglota y multiétnico al borde del abismo. Sumemos a esto la práctica del francés por la aristocracia y las clases altas, por una élite artística consciente de la perenne, si bien ahora pálida prepotencia de París, aún después de las victorias militares de Bismarck.

Pero debajo de una tolerable urbanidad, burbujeaban negros manantiales. Viena fue el precedente de los desechos tóxicos de la sinrazón que marca nuestro estado actual, precedente de los embustes terapéuticos, las supersticiones astrales, el orientalismo faccioso y el imperio de los gurús del New Age. Entre estos, cultos racistas y antisemitas y la mística tuvieron una participación nefanda. Anunciando un futuro anschluss, los profetas pangermánicos como George Schönerer y el parlamentario Karl Iro predicaron la exclusión de gitanos y judíos. La esperanza de machacar a los judíos hasta hacerlos “fertilizante artificial” era mencionada abiertamente. La adopción de la suástica por parte de Guido von Lis tomo símbolo de la pureza aria, de los arios como los amos elegidos sobre las demás infectas razas como los judíos, habría de ser retomada por Hitler. Circa 1900, List se adjudicó la creación de un grupo secreto de iniciados, dedicados a la limpieza étnica y a la instauración de un imperio ario. Su más consecuente (y quizá desquiciado) acólito, un tal Lanz von Liebenfels, fundó una Orden de Nuevos Templarios y una revista, Ostara. Los matrimonios interraciales eran el horror. Ninguna “madre de cría” aria habría de ser contaminada por el comercio sexual con aquellos casi simios, con “hombres oscuros y sensuales de razas inferiores”. Las mujeres habrían de ser casi esclavas, para servir como procreadoras de los amos inmaculados (distantes y borroneados trazos de Nietzsche). El judío era un virus en el torrente sanguíneo de los nórdicos. La verdadera política era un asunto de asepsia biológica –una imagen algo potente en una sociedad por momentos hipnotizada por la enfermedad venérea.

La anatomía de Viena era concéntrica. Su contribución desproporcionada a la modernidad fue resultado de una densidad implosiva de contacto y encuentro. Los famosos cafés eran sólo uno de los muchos instrumentos de estas colisiones diarias. Su parábola sexual era Reigen o La Ronda, de Schnitzler. Era casi imposible no encontrarse en ese bullicioso centro o en el Ring(1). Esto significa que espacial, estadísticamente, no es del todo inconcebible que Hitler haya cruzado caminos con, por decir algo, Mahler o Freud o Wittgenstein o Schoenberg, ya haya sido en las banquetas, ya en un tranvía (cuando podía costearlo). Sus ojos debieron de haberse topado con los ojos de quienes delinearon el humanismo europeo esencial, tan judío, que él habría después de reducir a cenizas. En algún lugar, en algún archivo sin clasificar, puede haber una fotografía –abundaban los fotógrafos callejeros– que habría captado a Hitler y a Sigmund Freud pasando uno al lado del otro. La cara de Hitler mirando hacia arriba ha sido descubierta en una fotografía de las multitudes de Munich el día de la declaración de guerra en 1914. Tenemos una instantánea borrosa de Mahler caminando frente a la ópera. Esta es para mí una posibilidad cautivadora. Encapsula la enormidad de la experiencia vienesa. Como dice esa letra kitsch: “Wien Wien nur du allein(2).

– George Steiner

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(1)Avenida en semicírculo del centro de Viena.

(2)“Viena, Viena, única y exclusivamente tú”. Letra de una canción de Rudolf Sieczynski, compuesta en 1913.

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