Sociología en alta definición

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En tiempos de la postelevisión, todo el mundo ve series y ese mismo todo el mundo habla de series en las comidas, fiestas y reuniones en bares de fin de semana. Es el reinado –la idea es de Rodrigo Fresán– del dvd (el disco, no el reproductor) o bien para ver en una led de 46 pulgadas o en las pequeñas pantallas de los portátiles. Así, el otro día, en una cena de amigos ajenos, bastó que llegara el momento de las copas para que comenzara el habitual desfile de títulos, argumentos y recomendaciones: que si el final de Lost, que si Mad Men, Dexter, Deadwood o True Blood. A dos metros bajo tierra y Los Soprano flotando como las unánimes deidades fundacionales de esta nueva era. Todo el mundo había visto o coleccionaba una serie y tenía algo que decir. Entonces alguien preguntó: “¿Y The Wire, no la habéis visto?”. Otro (u otra, qué más da) le respondió: “Yo la empecé, pero la dejé al segundo capítulo”. Breve silencio que precedió al abucheo de unos y evidenció el desconocimiento de otros. “Es que –risillas– no me enteraba. Todos los negros me parecían iguales.”

Y ya estamos.

The Wire, sí, es una serie con un reparto mayoritariamente negro cuyo hilo narrativo –engañosamente policial– cuenta la historia de una unidad de detectives de Baltimore enfrentada en una larga y frustrante guerra de desgaste a una compleja red de narcotráfico. Su apariencia de “chicos buenos versus chicos malos” acaba allí. En cuanto se llega a la segunda temporada (de cinco), la cantidad de comunidades y grupos sociales que empiezan a aparecer en ella le da la razón a su creador David Simon cuando dice que concibió The Wire con la ambición totalizadora de “una novela rusa del siglo xix”. Desde las bandas de camellos adolescentes que venden heroína y cocaína en la calle a plena luz del día y se matan entre sí para defender sus territorios hasta los altos mandos policiales, concejales y candidatos a alcalde que alteran las estadísticas de criminalidad para ganarse el favor de los votantes, pasando por los grandes importadores y distribuidores de la droga, sindicalistas del puerto, jueces, fiscales, abogados, maestros, alumnos, periodistas, yonquis, prostitutas, puteros, asaltantes y asesinos a sueldo, la serie está pensada dramáticamente como una onda expansiva en cámara lenta. La esquina-medio-placita donde se trapichea droga y sirve de escenario principal de la primera temporada (the hole) funciona así como el eje centrífugo desde el cual toda la ciudad de Baltimore se va desplegando progresivamente. La manera como lo logra es a través de una calmosa estructura en contrapunto que no tiene reparos en detenerse varios minutos en dos personajes que reflexionan sobre sus vidas o las propiedades nutritivas de la comida chatarra. La intención es mostrar lo que Simon y su equipo de escritores-guionistas quieren decir a través de la ficción.

Para quienes no la hayan visto todavía The Wire es una serie hecha por escritores (el propio Simon, aunque también George Pelecanos, Dennis Lehane y Richard Price, aparte del ex detective y ex maestro Ed Burns) de la que Jacob Weisberg ha dicho que es “la mejor serie jamás programada en Estados Unidos” y a Nick Hornby le llegó en forma de recomendación como lo más grande que ha producido la televisión desde los años setenta. Es una serie al mismo tiempo policial, judicial, criminal y política o, lo que no es lo mismo aunque casi, sobre los patrones de actuación de las fuerzas policiales, los encargados de administrar justicia,
los políticos y el crimen organizado en una ciudad postindustrial como Baltimore. Su título alude a las escuchas telefónicas que la precaria unidad de detectives pone en marcha para vigilar a los camellos callejeros a fin de llegar hasta los capos del narco, pero también a los intrincados lazos que unen los juegos del poder, el dinero y la política con la destrucción del trabajo, la desigualdad y el negocio de la droga (pues wire también significa “cable”, “alambrada” y, como verbo, “conectar” un enchufe o artefacto eléctrico). Sí, es una serie rara. Aunque más raro es David Simon, un guionista y productor televisivo que suele explicar lo que hace empleando frases como “capitalismo salvaje”, “clase trabajadora” o “decadencia de un Estado-nación”.

De hecho, tanto en el artículo firmado por él como en la entrevista que Hornby le hizo para The Believer y que la inquieta Errata Natura Editores ha traducido y reunido –junto a otros ocho textos– en el libro The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión, Simon admite que disfrazó The Wire de serie “antipolicial” para que los ejecutivos de la cadena de pago hbo no fueran a reírse en su cara cuando le pidieran contar de qué iba su proyecto de serie y él les soltara esa clase de palabras.

La serie no tuvo éxito cuando se emitió por televisión (su pico más alto de audiencia fue apenas la tercera parte del que Los Soprano había alcanzado unos años antes, también por hbo) y sin embargo hoy, dos años después de finalizada la quinta y última temporada en Estados Unidos, se ha vuelto un fenómeno de culto mundial en dvd. Simon cree que la razón principal para explicar aquello es justamente que, para una parte de la audiencia blanca, The Wire es una serie sobre y “para” negros, que poco o nada tiene que decir acerca de su mundo. Pero no es la única. The Wire también prescinde de esa estrategia habitual en la narrativa televisiva que interrumpe los momentos climáticos justo antes de cada corte comercial y al final de cada capítulo a fin de ganarse la lealtad del espectador a través de esa estudiada dosificación de chutes de intriga. No tiene un único punto de vista (no se “mira” sólo a través de los ojos de los buenos, los pobres no son solamente trabajadores y bondadosos, etc.), tampoco un protagonista-héroe claramente delineado ni, en general, personajes que despierten un solo tipo de sentimiento; o lo que es lo mismo, no hay nadie a quien se pueda solamente admirar, querer, odiar o despreciar (Fresán, en otro de los ensayos de The Wire. 10 dosis…, recuerda que cuando le preguntaron a Barack Obama si veía la serie y dijo que sí, y le pidieron que revelara cuál era su personaje favorito, mencionó a Omar. Bien, saquen su cuenta: Omar es un asaltante de narcotraficantes, negro, gay, con una cicatriz que le atraviesa la cara de muy malas pulgas y que va siempre armado de una escopeta que no se caracteriza precisamente por su frialdad metálica). La apuesta de The Wire por el realismo es tal que su manejo del tempo es premeditadamente lento, sus personajes hablan en distintos registros de argot y jerga callejera, y cuenta con un elenco inmenso en cantidad y no siempre profesional en términos actorales (está el caso de Melvin Williams, un ex capo de la droga a quien su pequeño papel le ha permitido reencontrarse con Ed Burns, el ex detective que ayudó a que lo condenaran a 34 años de cárcel). Por otra parte, igual que una novela total de más de 500 páginas, la serie está llena de subtramas y argumentos secundarios que exigen un esfuerzo de atención, fidelidad y paciencia inéditos en un género asociado básicamente al entretenimiento. Y para ir acabando ya, renuncia a los finales felices y a aquello que los productores suelen llamar “los momentos afirmadores de la vida”: esto es –como Simon reconoce– cuando los buenos, aunque no sean tan buenos como uno quisiera, triunfan finalmente sobre los villanos. El bien imponiéndose sobre el mal, como desde toda la vida. En el cine y la televisión.

Simon ha contado varias veces cómo y por qué concibió The Wire de esa manera, pero la mejor frase se la dejó caer a Hornby: “La pauta que sigo para intentar ser verosímil es muy sencilla (la vengo siguiendo desde que empecé a escribir ficción): el lector medio… que se joda. A lo largo de mi carrera como periodista, siempre me dijeron que tenía que escribir pensando en el lector medio. El lector medio, tal y como ellos lo entendían, era un suscriptor blanco, acomodado, con-dos-hijos-coma-y-algo, tres-coches-coma-y-algo, un perro y un gato, más los consabidos aparejos de jardín; una persona ignorante que necesita que se lo expliquen todo, ya mismo […] Que le jodan. Que le jodan pero bien.” Si usted, lector de esta revista, piensa darle una oportunidad a The Wire, ármese de paciencia y haga todo lo posible por llegar al cuarto capítulo. Entonces, con la satisfacción de estar asistiendo a algo pocas veces visto en la tele, habrá traspasado el umbral que lo separa del espectador medio que todos hemos sido siempre. ~

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