Siria tenía todos los números

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El 21 de enero de 1994, Basel al-Assad conducía rápido su Mercedes por la autopista que va de Damasco al aeropuerto. Iba a volar a Alemania con su primo, Hafez Makhlouf. En el asiento de atrás iba el conductor que debía regresar luego con el coche a Damasco. Había niebla e iba, según la familia, a unos cien kilómetros por hora. En la salida del aeropuerto, chocó contra una valla y dio varias vueltas de campana, de acuerdo a la crónica del accidente del New York Times. Basel murió, Makhlouf sobrevivió y hoy sigue vivo, y el chofer quedó ileso. Basel tenía 31 años y era el primer hijo de Hafez al-Assad, el entonces presidente de Siria. Hafez iba a vivir aún seis años más, pero sus problemas de corazón hacían que ya se hablara de su sucesor. El favorito, según los rumores, era Basel. Su foto acompañaba a menudo a la de su padre en las paredes de las tiendas sirias, un signo claro de favor en países oscuros.

En enero de 1994, Bashar al-Assad vivía en Londres. Había estudiado medicina en Damasco y completaba entonces sus estudios de oftalmología en el Reino Unido. Allí conoció a Asma, hoy su mujer, con quien se casó años después. Aquella mañana del 21 de enero cambió también su vida. Su padre le hizo volver a Damasco e ingresar en la academia militar. La primera vez que el nombre de Bashar salió en el New York Times fue tres años después, en 1997. La información se titulaba: “Los sirios intentan descifrar la ropa sucia del clan Assad”. Los hermanos de Hafez parecían haber caído en desgracia y la foto de Bashar aparecía cada vez más en las tiendas, junto a su padre y su hermano muerto. Junto a las imágenes decía: “Nuestro líder, nuestro ideal, nuestra esperanza”. El nuevo sucesor era una “esperanza” para Siria.

En aquella crónica de 1997 del Times aparecían dos de los grandes tópicos que han acompañado la carrera de Bashar. Primero, reformista: “La gente que ha conocido a Bashar al-Assad le describe como un hombre reflexivo, moderno, interesado en poner la economía siria en un camino más firme.” Segundo, débil: “Algunos diplomáticos dudan de que Bashar al-Assad tenga la voluntad y la tenacidad para lanzar una batalla por el poder en su país, si es necesario.” Aún hoy, muchos creen que el puño de hierro del régimen sirio es Maher al-Assad, el hermano pequeño. En realidad, no importa. El rasgo diferenciador de Bashar era su familia e identidad religiosa: alauí. El padre, Hafez, había dejado todo bien atado para que su clan mantuviera el poder al precio que fuera: un ejército fiel que sirviera de protector en momentos difíciles y el dominio de los recursos económicos.

La historia reciente de Siria sirve para entender por qué Siria no ha seguido el camino de Túnez, Egipto, Libia o Yemen. Tras la salida del poder otomano de la región en la Primera Guerra Mundial y de unos meses de independencia fortuita, el territorio sirio quedó bajo control francés. Los franceses concedieron en 1920 un Estado propio a la minoría alauí en su región de origen, alrededor de la ciudad de Latakia, en la costa. Los alauíes estaban encantados con los franceses. Tras décadas de odio y malas relaciones con los suníes –el grupo musulmán mayoritario–, se regían por sí mismos. En 1936, cuando los alauíes perdieron su Estado –por la presión de los suníes que vivían en el territorio– y se quedaron en una región autónoma, un líder alauí escribió al primer ministro francés, Léon Blum, sobre “la profundidad del abismo que nos separa de los sirios [suníes]” y “la catástrofe” que sería la reunión.

La incorporación definitiva llegó en 1946, con el fin del mandato francés. La fortuna para los alauíes fue que en aquellos años iniciales dominaban las rivalidades entre suníes. Los golpes de Estado se sucedían y los alauíes afianzaban su poder en dos organizaciones: el ejército y el partido Baaz, socialista y secular. Hafez al-Asad fue subiendo en los escalafones militares hasta el gobierno en progresivos golpes en los sesenta. En 1970 llegó el definitivo. Desde entonces, los alauíes controlan los resortes clave, con el apoyo tácito de las otras minorías y de familias suníes bien colocadas. (Tres cuartas partes de los sirios son suníes.)

El dominio alauí en Siria tuvo su gran leyenda negra en 1982. Tras años en los que morían alauíes en ataques terroristas y que la represión y los cientos de muertos en respuesta no bastaban, el régimen entró a sangre y fuego en la ciudad de Hama en 1982. Murieron unas veinte mil personas. En el imaginario de los alauíes –más seculares–, los islamistas suníes son salvajes que solo quieren acabar con ellos. El ataque a Hama se tuvo por tanto en defensa propia. Con la perspectiva que tenemos ahora, aquel episodio terrible fue solo el prólogo del actual conflicto.

La última vez que estuve en Siria fue en otoño de 2011. La guerra era incipiente, pero la rabia y el odio entre ambas comunidades –los cristianos también, pero menos– era brutal. La manera en que unos y otros se describían era inimaginable. El nivel de violencia latente era realmente ancestral. La solución a décadas, a siglos de odio profundo, solo puede ser generacional, pero mientras tengan fuerzas van a pelearse. La convivencia no es una opción. ~

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(Barcelona, 1976) es periodista, licenciado en filología italiana. Su libro más reciente es 'Cómo escribir claro' (2011).


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