Siete islas en Miami

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Robert van der Hilst (Amsterdam, 1940), que ha dicho: "Pienso con frecuencia en la frase de Max Ernst: 'Me gustaría pintar como si no conociera nada de la historia mundial…' Así es como me gustaría tomar fotos", ha buscado (y encontrado) en Miami estos interiores cubanos.
     Su cámara persigue aquí un mundo ya visto. En Cuba. Y como conoce de historia mundial, ante la imposibilidad (burocrática o política) de regresar a La Habana, sabe que encontrará en Miami esos mismos interiores, las gentes que ha querido fotografiar en la isla.  

     Yo también, la primera vez que viajé a Miami, sabía que llegaría a la "segunda ciudad cubana".

Sólo que no estaba preparado para que fuera tan parecida, no porque la chata Miami se parezca a La Habana, sino precisamente por esa condensación artificial y asombrosa de un ambiente, un aire cubano que incluye (como en las fotos del holandés) el delirante mal gusto criollo.

     Pero lo que más llamó mi atención, al segundo o tercer día, fue constatar, contrariamente al fervor que esperaba (y que me habían afirmado que hallaría), la poderosa fragmentación del espacio público, su precipitación en un espacio privado: cada una de estos interiores aquí presentados son como tantas islas en las que algunos parecen aguardar el día del segundo advenimiento (los ojos perdidos con que miran al objetivo) pero en los que otros celebran danzando exultantes (como la dama de azul) sus nuevas vidas, al acceso a un mundo cuya decoración parece inspirarse en los imposibles paneles de espejos con flores de lis del Versalles en la calle ocho, el restaurante obligado para los recién llegados de Cuba.

     Lo que no deja de asombrarme (viendo estas fotos) es que el aire en que estos hombres y mujeres flotan (en las salas de sus casas) sea un aire extranjero.

No deja de asombrarme porque esta reproducción fiel de pasados interiores habaneros (o cubanos) es una solución a la que jamás he recurrido: mis ventanas siempre han dejado pasar la luz de los lugares donde he vivido, llámense San Petersburgo o el Valle de México.

     Y deberían estas fotos abrir paso a una corriente de ternura en mí, pero no puedo dejar de ver cuánto de oscuro hay en ellas, un aire (de los retratados) como alelado.

Van der Hilst ha querido o sabido encontrar un inmovilismo (llamémoslo así) que no deja de ser enternecedor pero que también porta algo de tenebroso o triste (no importa que en cierta ventana azulee South Beach).

     Ni que ciertos cuadros (bien vistos, observados al detalle) delaten mayor holgura, en señalado contraste con el interior habanero "real" con el que Letras Libres abre este portafolio a manera de diapasón para una mejor lectura (y comprensión) de estos trabajos.

     Aparecen también aquí las etapas de esa cándida reconquista de la vida privada.

Puedo vislumbrar el alivio con que en la misma Cuba, llegado el momento, le darán la espalda a lo exterior para concentrarse en sus interiores: la fruición infantil con que se entregarán a los programas televisivos, a los reality shows, al dudoso gusto de empapelar las paredes con fotos de revistas de moda. Y a los tigres (o panteras) de porcelana y en tamaño real. Y a las estatuas policromas de deidades en altares caseros.

     Y veo también esto último: cuánto de humilde tiene esa emigración.

Van der Hilst ha entrado en hogares humildes, de hombres y mujeres que viven al día, y que por alguna falla profunda (algo sobre lo que no quiero hablar o sobre lo que me gustaría discutir, tal vez, pero no ahora), por alguna grieta fundamental, escapa de Cuba. De manera que la fuga (en términos hidráulicos) de todas esas personas termina restándole fuerza al país, presión; organizados en vectores contrarios, en otra dirección. Aunque las descubramos aquí, interiormente (y previsiblemente), en la misma. ~

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