Hace unos meses —el día 30 de marzo— el poeta norteamericano Robert Creeley murió en Odessa, Tejas, a causa de una complicación pulmonar derivada de una neumonía. Como se sabe, su contribución a la poesía, y a la reflexión que sobre ella se hace, es fundamental e imprescindible desde la segunda mitad del siglo XX. Sus poemas, siempre apretados, aparentemente sencillos, abiertos, que generan sus propias formas, constituyen una de las obras de mayor riqueza en cuanto a la expresión contemporánea. Al igual que los de William Carlos Williams, nos abrieron caminos y nos estimularon y seguirán estimulando. Esto no es cualquier cosa. Son pocos los casos en donde el trabajo íntimo con el lenguaje que realiza un poeta, sirve como ampliación para otras experiencias. La publicación de un libro/poema como Pieces (1969) significó para muchos no sólo un rompimiento formal a partir del fragmento, sino, como bien lo hizo notar Denis Levertov en uno de sus trabajos de El poeta en el mundo —”Lo que oscurece las sombras”—, después de que Creeley registrara en sus primeros libros de poemas “los procesos mentales… las evidencias de la inteligencia…”, para incorporar posteriormente el “sentimiento como algo diferente al proceso intelectual…”, Pieces introdujo el proceso, la sensación de flujo antiestático, lo inestable como posibilidad de transmisión de una experiencia ocurriendo dentro del poema. La articulación de Pieces —a la manera de un cuaderno o mesa de laboratorio— permitió a Creeley salirse de las cajitas “perfectas” que había desarrollado (pienso sobre todo en algunos poemas de For love, como el hermoso “Kore”), para pasar a una zona nueva con resultados inesperados y, aún hoy, difíciles de aceptar como poesía.
Robert Creeley fue un hombre completo. Para él la vida y el poema conformaban un mismo núcleo, un mismo problema. Esto puede verse con claridad en sus ensayos. Creeley vivió la curiosidad como un modo de ser —y cuando escribo esto, recuerdo que Ezra Pound exigía a los jóvenes esta curiosidad. El propio Pound, junto con Williams, pasaron la estafeta a muchachos inquietos que, en la década de los cincuenta, produjeron una dinámica artística tan intensa como fue la del Black Mountain College. Desde luego Williams y Pound siguieron trabajando y orientando a estos nuevos motores. En esos años —los de la década del cincuenta—, Creeley trabajó implacablemente junto con Charles Olson —otro firme punto de apoyo—, pensando las posibilidades y las exigencias de la poesía que se requería en ese momento, pero también editando la revista del Black Mountain, impulsando pequeños sellos editoriales, debatiendo y luchando por sus ideas en un mundo hostil y difícil por las condiciones históricas, culturales y económicas de Estados Unidos.
En el año 2000 tuve oportunidad de escuchar una lectura suya en San Francisco. Al final me acerqué —quería estrechar su mano— y con torpeza le pedí que me firmara un libro. Le dije de dónde venía, y con una sonrisa franca, amable, escribió: “Welcome to us.” Primero dijo us —United States—, un segundo después titubeo y me dijo us —nosotros. “Bienvenido a nosotros.” Para mí ese gesto significó, de algún modo, una invitación a continuar con un proceso que venía dándose desde hacía tiempo. Me afirmó en un camino que me ha permitido encontrar, como Creeley mismo solía decir, mi lugar en el mundo.
Creeley dedicó su vida a la poesía. La escribió con amor, verdad y coraje, la pensó con rigor, la difundió, se la jugó por ella e insistió en aproximarnos al presente, en afilar nuestros sentidos y nuestra mente, en hacernos concordar con la realidad. Y si “forma es lo que sucede”, lo que sucede es lo que desde la acumulación de respuestas al problema de la expresión, de la vida misma, nos corresponde continuar. La tarea que nos queda es ésa, insistir. Pienso que esto sería nuestro mayor agradecimiento. –
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