Retrato del Filósofo Solitario

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NIETZSCHE VISTO POR LOU
     La editorial Minúscula publicará este mes Friedrich Nietzsche en sus obras, el célebre libro en el que Lou Andreas-Salomé (1861-1937), el amor imposible de Nietzsche, condensó su visión particular tanto del hombre que ella conoció como de su singular filosofía. La obra vio la luz en 1894, seis años antes de la muerte del filósofo, siendo pionera en la afanosa tarea de interpretar los escritos del autor de Más allá del bien y del mal, e independiente de intereses partidistas, al hallarse alejada su autora de los círculos de acólitos y exégetas “oficiales” de Nietzsche, agrupados en torno a su hermana, la voluntariosa y taimada Elizabeth. Es, precisamente, esta independencia de criterio la razón por la cual aún hoy este libro proporciona claves preciosas para comprender al pensador más influyente de la modernidad.
     Con Friedrich Nietzsche en sus obras, la perspicaz autora —que andando el tiempo sería la musa de Rilke y, más adelante, una avezada colaboradora de Freud y entusiasta del psicoanálisis— se acercó a los textos del filósofo con la autoridad que le otorgaban muchas horas de conversaciones con aquél, pero también con distancia, sin sentimentalismo, fiel al principio de verdad objetiva que siempre la caracterizó como pensadora de trazo positivista. Por lo demás, en sus intensas páginas sobre Nietzsche, Lou pronunciaba su última palabra sobre el filósofo; zanjaba así un capítulo de su juventud que la marcó intelectualmente, pero que ya consideraba superado; a la vez, salía al paso de todo aquél que le preguntaba sobre su idea de Nietzsche; de este modo no tendría que volver a responder más a los curiosos que la requerían por su famosa amistad con un hombre que, aunque todavía vivo, se había convertido en un mito. Y, en efecto, nunca más volvió a escribir sobre él.
     Lou von Salomé conoció a Nietzsche en Roma, en la primavera de 1884. El amigo común de ambos, Paul Rée, le había hablado al filósofo, inmerso por aquel entonces en una de sus crisis de soledad, de una joven rusa, lista y guapa, una rara avis interesada en el mundo del pensamiento; se la describió como una especie de alma gemela desinhibida y libre, quien, por si fuera poco, muy bien podría convertirse en su alumna a la vez que en una eficiente secretaria. Nietzsche, casi ciego y con dificultades para leer y escribir, se encariñó con semejante idea y enseguida su fantasía comenzó a trazar otros planes: ¿un posible matrimonio con un ser tan singular? La primera vez que vio a la joven, la saludó eufórico y solemne: “¿Desde qué lejana estrella hemos venido a caer aquí?” Lou le repuso más circunspecta: “Ignoro de dónde viene usted, pero yo, al menos, vengo de Zurich”.
     Nietzsche se enamoró apasionadamente de la muchacha, mientras que ésta, curiosa y divertida, lo trató como a un maestro inteligente y algo extravagante con el que le encantaba departir pero también con quien creía lícito flirtear a su manera. “Si besé a Nietzsche o no lo besé en Montesacro, es algo de lo que ya no me acuerdo”, diría Lou en una entrevista hacia el final de su vida… Lo besara o no, en broma o en serio, durante los meses que duró la amistad de ambos, a Nietzsche le pareció que había entrado un pedazo de cielo en su vida. Mas Lou no llegó a enamorarse de él, y prefirió a Paul Rée como amigo idealizado y mentor intelectual.
     A Nietzsche le costó mucho olvidar a la joven. Tuvo que escribir Así habló Zaratustra para ahogar la rabia de su desengaño. Y es que en Lou atisbó a la esposa soñada: aparte de la amante, también a esa compañera con la que se puede conversar, tal como lo expresaba en un aforismo revelador de su Humano, demasiado humano: “El matrimonio como largo diálogo. Antes de contraer matrimonio deberíamos plantearnos la siguiente pregunta: ¿Crees que podrás conversar animadamente con esta mujer hasta bien entrada la vejez? Todo lo demás es transitorio en el matrimonio, mientras que la mayor parte del tiempo de convivencia pertenece a la conversación”.
     Lou, dialogante en un principio, rechazó a Nietzsche como marido. Él era mayor y estaba enfermo; pero además, resultaba demasiado sarcástico; su sabiduría, dispersa y vacilante, paradójica; con aquel hombre ella quedaba desprotegida: vivir con él significaba forzosa inseguridad. La muchacha, segura ella de su propia fuerza, de su belleza y juventud, le regaló al abandonado un poema heroico: esa célebre “Oración a la vida”, escrita antes de conocerlo y cuyos versos finales rezan así: “¿Ya no tienes más dicha que ofrecerme?/ Bien, ¡aún tienes tu sufrimiento!” Nietzsche se embelesó con aquellos versos hasta hacerlos suyos y tan sólo le quedó el heroísmo como consuelo; e incluso pensó que ese poema reflejaba el núcleo de toda su filosofía: vida a toda costa, a despecho incluso del dolor.
      
     *
     Aunque desde hace algunos años se menciona a Nietzsche con más frecuencia que a cualquier otro pensador, aunque muchas plumas se ocupan en parte de reclutar adeptos y en parte de polemizar contra él, en los rasgos principales de su individualidad espiritual continúa siendo prácticamente desconocido. En efecto, desde que el reducido y disperso grupo de lectores que siempre tuvo y que de verdad sabía cómo leerlo ha crecido hasta convertirse en un gran círculo de adeptos, desde que amplios círculos se han apoderado de él, ha sufrido el destino que amenaza a todo escritor de aforismos; algunas de sus ideas, aisladas del conjunto y con ello sujetas a interpretaciones arbitrarias, se han convertido en lemas y consignas de todas las tendencias, que resuenan en la lucha de opiniones, en la disputa de los partidos, de los que él mismo se mantuvo alejado por completo. Cierto es que ha de agradecer a esta circunstancia su rápida fama, el ruido repentino alrededor de su callado nombre; ahora bien, lo mejor, lo absolutamente original e incomparable que tiene para ofrecer, a pesar de todo, quizá no se ha visto y ha pasado desapercibido; y hasta es posible que se haya recluido en una oscuridad más profunda que antes. Muchos lo celebran todavía con un estrépito mayor, con toda la inocencia y la ausencia de crítica de los creyentes; pero, precisamente, es a éstos a quienes reclaman las amargas palabras de Nietzsche: “Habla el desilusionado. Esperaba hallar eco y sólo oí elogios.” (Más allá del bien y del mal [MM] § 99.) Ni siquiera uno de ellos ha seguido de verdad sus huellas, alejado de los otros y de sus luchas cotidianas, a solas en la conmoción de su propio interior; ni uno siquiera ha acompañado a este solitario, difícil de sondear, a este espíritu apacible pero también inquietante que, ilusionado con poder soportar lo monstruoso, sucumbió a una monstruosa locura.
     Nietzsche parece hallarse en medio de aquellos que más lo elogian como un extraño y un ermitaño cuyo pie sólo se equivoca en su círculo y de cuya encubierta figura ninguno alza el manto; y hasta como si se hallase entre ellos con la queja de Zaratustra en los labios: “Todos hablan de mí cuando por las noches se sientan junto al fuego, ¡pero nadie piensa en mí! Este es el nuevo silencio que he aprendido: el ruido que hacen a mi alrededor cubre con un manto mis pensamientos.”1
     Friedrich Wilhelm Nietzsche nació el 15 de octubre de 1844 en Röcken, junto a Lützen, como único hijo de un predicador al que destinaron más tarde a Naumburg. Su educación escolar la recibió en la cercana Schulpforta [Escuela de Pforta] y, más tarde, como estudiante de filología clásica, en la Universidad de Bonn, donde por aquel entonces enseñaba el famoso filólogo Ritschl. Estudió casi en exclusiva con Ritschl, también tuvo mucho trato personal con él y en el otoño de 1865 lo siguió a Leipzig. De su época de estudios en Leipzig data su primer contacto personal con Richard Wagner, a quien conoció en casa de la hermana de éste, la esposa del profesor Brockhaus, después de estar previamente familiarizado ya con sus obras. Antes incluso de su doctorado, y a los veinticuatro años de edad, la Universidad de Basilea lo llamó para ocupar la cátedra del filólogo Kießling, que se trasladó al Johanneum de Hamburgo. Nietzsche obtuvo primero una cátedra extraordinaria y poco después una ordinaria de filología clásica; además, la Universidad de Leipzig le concedió el grado de doctor sin necesidad del examen previo ni presentación de la tesis doctoral. Junto a sus lecciones universitarias se encargó también de la clase de griego en el tercer curso (el más alto) del Pädagogium, un centro de enseñanza entre instituto de secundaria y universidad en el que también enseñaban otros profesores universitarios, como el historiador de la cultura Jacob Burckhardt o el filólogo Mähly. Aquí ejerció una gran influencia sobre sus alumnos; su singular talento para cautivar y formar a los jóvenes espíritus, estimulándolos para trabajar, se desarrolló al máximo. Burckhardt dijo entonces de él que Basilea jamás poseyó un maestro semejante. Burckhardt pertenecía al más estrecho círculo de amigos de Nietzsche, en el que también se contaban el especialista en historia de la Iglesia Franz Overbeck y el filósofo kantiano Heinrich Romundt. Nietzsche compartía con los dos últimos una casa a la que, tras la publicación de las Consideraciones intempestivas, la sociedad de Basilea le puso el sobrenombre de “La cabaña venenosa”. Hacia el final de su estancia en Basilea, Nietzsche vivió una larga temporada con su única hermana, Elizabeth, casi de su misma edad y casada más tarde con el amigo de juventud de Nietzsche Bernhard Förster, con quien emigró a Paraguay. En 1870, Nietzsche participó en la guerra franco-alemana como enfermero voluntario; no mucho después aparecieron los primeros síntomas amenazadores de un padecimiento de la cabeza que se manifestaba con violentos dolores y náuseas que se repetían con periodicidad. Si se quiere conceder credibilidad a las manifestaciones del propio Nietzsche, hechas de viva voz, este mal sería de naturaleza hereditaria, puesto que su padre había muerto de lo mismo. A comienzos del año 1876 se sintió tan enfermo de la cabeza y los ojos que tuvieron que sustituirlo en el Pädagogium; a partir de entonces su estado empeoró de tal modo que varias veces estuvo al borde de la muerte.
     “Dos veces escapé hallándome ya a las puertas de la muerte, mas mi tortura es terrible y así vivo día tras día; cada jornada tiene su historia clínica.” Con estas palabras, Nietzsche describía en una carta a un amigo los sufrimientos que padecía desde hacía cerca de quince años.
     En vano pasó el invierno de 1876-1877 en el suave clima de Sorrento, donde estuvo en compañía de algunos amigos: desde Roma fue a visitarlo su vieja amiga Malwida von Meysenbug (autora de las conocidas Memorias de una idealista, además de seguidora de Wagner); desde Prusia oriental, el doctor Paul Rée, con quien ya entonces lo ligaban la amistad y la similitud de sus afanes. A la pequeña comunidad se había unido, además, un joven de Basilea, enfermo del pecho, llamado Brenner, el cual, a pesar de todo, murió poco después. Puesto que tampoco la estancia en el sur sirvió para aliviar sus dolores, en 1878 Nietzsche renunció definitivamente a su actividad docente en el Pädagogium, y, en 1879, a su cátedra en la universidad. Desde entonces su vida fue ya sólo la de un ermitaño, parte en Italia —sobre todo en Génova—, parte en las montañas suizas, concretamente en Sils Maria, pequeña aldea de la Engadina, en las inmediaciones del Puerto de Maloja.
     Con ello, su curriculum vitae externo parece cerrado y, por decirlo así, acabado, mientras que es justo ahora cuando comienza propiamente su vida de pensador: de modo que el pensador Nietzsche, del que habremos de ocuparnos en estas páginas, sólo aparece con absoluta claridad al final de estos acontecimientos. No obstante, con ocasión de los diversos periodos de su evolución espiritual, tendremos que volver con más detalle a todos estos reveses del destino y a todas estas experiencias que aquí hemos esbozado con tanta brevedad. Su vida y su obra se dividen fundamentalmente en tres periodos entrelazados, cada uno de los cuales comprende una década.
     Diez años, de 1869 a 1879, duró la actividad docente de Nietzsche en Basilea; esta actividad filológica coincide casi por completo con el decenio en que fue prosélito de Wagner, así como con la publicación de aquellas obras influidas por la metafísica de Schopenhauer; esta fase duró desde 1868 hasta 1878, año en que, como signo de su cambio de sentido filosófico, envió a Wagner su primera obra positivista: Humano, demasiado humano.
     Desde el comienzo de la década de 1870 había perdurado su relación con Paul Rée, que finalizó en el otoño de 1882, al mismo tiempo que acababa la redacción de La gaya ciencia, la última de aquellas obras de Nietzsche que aún descansan en fundamentos positivistas.
     En el otoño de 1882, Nietzsche tomó la determinación de abstenerse de cualquier actividad literaria durante diez años. En este tiempo de profundo silencio quería comprobar la exactitud de su nueva filosofía, que había virado hacia la mística, y luego, en 1892, aparecer como su pregonero. Este propósito no llegó a realizarlo; antes bien, en la década de 1880 desarrolló una productividad casi ininterrumpida que, no obstante, enmudecería poco antes de concluir el decenio que él había fijado; en 1889, un violento recrudecimiento de sus dolores de cabeza puso fin a cualquier trabajo intelectual.
     El lapso existente entre la renuncia a su cátedra de Basilea y el cese de toda actividad intelectual comprende otra vez un decenio, de 1879 a 1889. Desde entonces, Nietzsche vive como un enfermo en casa de su madre, en Naumburg, después de una estancia ocasional en el instituto del profesor Binswanger, en Jena.
     Los dos retratos que acompañan a este libro muestran a Nietzsche en estos últimos diez años de sufrimiento. Y ciertamente esta fue la época en que su fisonomía, todo su exterior, parece hallarse más impregnada de carácter: la época en que toda la expresión de su ser se hallaba transfigurada por una agitada e intensa vida interior que acentuaba aquello que él trataba de reservar y mantener oculto. He de decir que ese misterio, la sospecha de una callada soledad, era la primera y poderosa impresión merced a la cual atraía la figura de Nietzsche. Al observador ocasional no se le ofrecía nada extraño; aquel hombre de mediana estatura, vestido de manera muy sencilla pero también extremadamente pulcra, con sus rasgos suaves y el liso cabello castaño peinado hacia atrás, podía pasar fácilmente desapercibido. Las finas y harto expresivas líneas de la boca quedaban cubiertas casi por entero por un gran bigote peinado hacia bajo; tenía una forma de sonreír apenas perceptible, una manera de hablar queda y un modo de andar cauteloso y ensimismado, con el que se inclinaba un poco de hombros; difícilmente imaginaríamos a aquella figura en medio de una multitud: llevaba el estigma de aquel que vive aparte, de quien vive a solas. Incomparablemente hermosas y de noble formación, hasta atraer de manera involuntaria hacia ellas la mirada, eran las manos de Nietzsche, de las que él mismo creía que revelaban su espíritu. En Más allá del bien y del mal (§ 288) hallamos una observación muy acertada al respecto: “Hay hombres que inevitablemente tienen espíritu, por mucho que quieran andarse con rodeos y pretextos y pretendan cubrir con las manos sus ojos delatores… (¡Como si la mano no fuese delatora!)”2
     Verdaderamente revelador era también el lenguaje de los ojos. Medio ciegos y, sin embargo, no poseían nada de ese atisbar, de ese bizquear, de esa indeseable impertinencia de muchos miopes; antes bien, eran semejantes a pastores y guardianes de tesoros propios, de mudos secretos, que ninguna mirada intrusa debía rayar. Su escasa vista otorgaba a sus rasgos un raro encanto muy especial, puesto que en vez de reflejar impresiones externas y variables sólo devolvían aquello que acontecía en su interior. Esos ojos penetraban en la intimidad y, a la vez, mucho más allá de los objetos cercanos, en la lejanía, o mejor: tanto en lo más próximo como en lo más lejano. Y es que, en definitiva, todo su trabajo como pensador no era sino una exploración del alma humana en busca de mundos aún por descubrir; de “sus posibilidades aún no apuradas” (MM § 45) que nacen y perecen sin cesar. Cuando en ocasiones se mostraba tal como era, durante el curso de un excitante diálogo, entonces podía aparecer y desaparecer en sus ojos una enternecedora luminosidad; pero cuando su estado de ánimo era sombrío, la soledad hablaba melancólica, casi amenazadora a través de ellos, como surgida de honduras inquietantes, de esas profundidades en las que se hallaba siempre solo, que no podía compartir con nadie, frente a las que él mismo se sentía a menudo sobrecogido de terror y en las que finalmente naufragó su espíritu.
     Una impresión similar de misterio y secreto suscitaban también los modales de Nietzsche. En la vida normal era de una gran cortesía y de una suavidad casi femenina, de una constante y benévola ecuanimidad; le agradaban las formas elegantes en el trato social y les concedía gran estima. No obstante, siempre residía en ello cierto goce en el disfraz; abrigo y máscara de una vida interior que casi nunca descubría. Recuerdo que cuando hablé con Nietzsche por primera vez —fue un día de primavera, en la Basílica de San Pedro, en Roma—, durante los primeros minutos me chocó y me confundió en él esa rebuscada formalidad. Pero poco duraba el engaño en ese solitario que portaba su máscara con tanta torpeza, semejante a quien llega del desierto y la montaña y se viste con el traje del hombre de mundo; enseguida afloró la pregunta que él mismo ha formulado con estas palabras: “De todo lo que un hombre deja traslucir podemos preguntar: ‘¿Qué ocultará? ¿De qué pretenderá desviar la mirada? ¿Qué prejuicio le animará?’ Y aún más: ‘¿Hasta dónde llegará la sutileza de este disimulo? ¿Qué equívoco desea provocar con ello?'”3
     Este rasgo revela únicamente el reverso de la soledad desde la que debe comprenderse toda la vida interior de Nietzsche, de un perpetuo aislamiento y un ensimismamiento excesivo.
     En la medida en que aumenta, todo ser que se vuelve hacia fuera se transforma en apariencia, en el simple velo de ilusión que la profunda soledad teje a su alrededor a fin de convertirse ocasionalmente frente a los ojos humanos en superficie cognoscible. “Los hombres de pensar profundo se asemejan a comediantes en el trato con los demás, ya que para ser entendidos siempre tienen que simular antes una superficie.” (Humano demasiado humano II [HH], § 232.) Y hasta podríamos sumar también los pensamientos de Nietzsche, en cuanto expresados teóricamente, a esa superficie tras la cual, muda y abismal, descansa en lo profundo la experiencia íntima de la que surgieron. Se asemejan a la “piel que delata algunas cosas pero que oculta muchas más” (MM, § 32), “pues —dice— o bien uno oculta sus opiniones, o se oculta detrás de ellas” (HH II, § 338). Halló una hermosa caracterización para sí mismo al referirse en este sentido a quienes “se ocultan bajo el manto de la luz” (MM, § 44), de aquellos que se ocultan en la claridad de sus pensamientos.
     Así pues, en cada periodo de s u desarrollo espiritual hallamos a Nietzsche bajo alguna clase o forma de enmascaramiento, y siempre es ésta la que mejor representa el correspondiente estadio evolutivo. “Todo lo que es profundo ama la máscara […]. Todo espíritu profundo necesita una máscara: aún más, en torno a todo espíritu profundo crece constantemente una máscara.” (MM, § 40)
     “—Caminante, ¿quién eres tú? […]. Descansa aquí, […] ¡recupérate! […]. ¿Qué necesitas para reconfortarte? […].
     —¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? ¡Oh, tú, curioso!, ¡qué andas diciendo! Bueno, dame, te lo ruego […].
     —¡Qué, qué! ¡Dímelo!
     —¡Una máscara más! ¡Una segunda máscara!” (MM, § 278)
     Y, ciertamente, debemos aceptar que, en la medida en que el aislamiento y la relación consigo mismo se tornan más exclusivos, también en cada ocasión el significado del enmascaramiento se hace más profundo mientras que la esencia real que se halla tras su forma externa, el ser verdadero que se oculta detrás de la apariencia, retrocede y es menos visible. Ya en El caminante y su sombra (HH II, § 175) se refirió a la “mediocridad como máscara”. “La mediocridad es la máscara más afortunada que puede llevar el espíritu superior, porque no hace pensar a la gran masa, esto es, a los mediocres, en enmascaramiento alguno; en efecto, precisamente se la pone por ellos, para no irritarlos, y no rara vez por compasión y bondad.” De esta máscara del cándido inofensivo, pasa a esa otra del horror que todavía oculta detrás más horror: “A veces es la necedad misma la máscara de un saber desdichado demasiado cierto” (MM, § 270); y, finalmente, hasta llegar a una ilusoria imagen luminosa de la divinidad que ríe y aspira a transfigurar el dolor en belleza. Así, dentro de su última filosofía mística, Nietzsche se hundió poco a poco en aquella postrera soledad en cuyo silencio ya no podemos seguirlo más, y de la que únicamente nos quedan, como símbolos y marcas características, sus sonrientes máscaras de pensamientos y su interpretación; mientras, ha llegado a ser para nosotros ese que él mismo se denominó cuando en cierta ocasión rubricó de esta manera una carta: “El eternamente extraviado.” (Carta del 8 de julio de 1881, desde Sils-Maria.)
     Esta soledad íntima, este aislamiento, constituye en todas las transformaciones de Nietzsche el marco invariable desde el que su imagen nos observa. Se halle disfrazado de un modo u otro, siempre lleva consigo “dondequiera que vaya, el desierto y la sagrada e inaccesible región fronteriza” (HH II, Caminante, § 337). De ahí que hasta exprese el deseo de que también la existencia externa se corresponda con su solitaria intimidad cuando le escribe a un amigo (el 31 de octubre de 1880 desde Italia): “En cuanto receta y pasión natural aparece en mí, siempre con mayor claridad, la soledad; y, ciertamente, la más absoluta… El estado en el cual podemos realizar lo mejor de nosotros debe uno confeccionárselo y poderle sacrificar muchas cosas.”
     Ahora bien, el motivo obligatorio de transformar ese aislamiento interno en una soledad exterior tan completa como fuera posible se lo ofreció en principio su sufrimiento corporal, que lo alejó de las personas e incluso sólo con grandes interrupciones hacía posible la relación con sus amigos —que se trataba siempre de una rara relación entre dos.
     Así pues, sufrimiento y soledad son los dos grandes rasgos fatales en la historia de la evolución de Nietzsche, más marcados cuanto más cerca nos hallamos del final; y, hasta ahí, ostentan ambos un extraño doble aspecto, un exterior dado, exento de vida, y a la vez algo así como una necesidad interior querida, condicionada de manera puramente psicológica. También su sufrimiento físico, en modo alguno menor que su retiro y su soledad, reflejaba y simbolizaba algo profundamente íntimo; y ello de modo tan directo que lo incorporó a su destino exterior como si se tratase de un amigo y un compañero de camino pensado para él. En cierta ocasión escribió esto con motivo de un pésame (a finales de agosto de 1881, desde Sils-Maria): “Siempre me aflige saber que sufre usted, que le falta esto y lo otro, que ha perdido a alguien, mientras que, para mí, sufrimiento y renuncia pertenecen a lo esencial y no, como en usted, a algo innecesario e irracional de la existencia.”4
     — Nota introductoria y traducción de Luis Fernando Moreno Claros

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