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NOCHE/DÍA DEL ESCRITOR

La noche es el tiempo ideal para escribir: casi se reducen a cero los desagradables ruidos cotidianos (esos, por ejemplo de la aborrecible mañana citadina), y no habrá timbrazo en la puerta, ni sonará el teléfono, ni habrá visitas, ni vendrá the Person from Porlock1. En fin, en caso de que seas visitado en la noche, será por alguno de tus fantasmas: los del recuerdo, los del deseo, los de la imaginación, y hasta por ese pájaro no del todo bienvenido: el crítico que tiende a posarse en el hombro del escritor, etc. Pero aunque larga fuese la noche, aunque sea un interminable viaje de la noche hacia el día, ella también, como éste, tiene un momento terminal. En cierto momento, cuando comienza esa ingrata luz de filo de cuchillo, la del alba, oyes que concluye el silencio nocturno, un silencio generalmente grato, que no es enteramente un silencio, sino un tejido de lejanos ruidos y leves susurros, y entonces comienza el ruido de las calles y del edificio en que vives, y pasan runflando, petardeando, tronando los autobuses y los camiones, y llega el grito del lechero o del recogedor de la basura orgánica e inorgánica y puede ser que toque a la puerta el tipo que te trae la amenaza del Fisco Kid captador de impuestos, y ya se te cortó la mayonesa y se desinfló el pastel, ya no hay nada que hacer, ya sabes y sientes que el implacable Reino de la Necesidad, el infierno de la grosera realidad de cada día, entra pisando fuerte en el nocturno santuario, en la irrisoria torre de marfil o de mandril donde habías logrado fugaz hospedaje. Es el tiempo en que la hermosamente silenciosa utopía nocturna concluye y deja el terreno a la ciudad de la realidad, la ciudad concreta, que ya se reconstruye como lo hace cada día, se rehace en monstruo multitudinario y laboral, en el Gran Ruido hecho de mil ruines y rudos ruidos y del ubicuo rock, que también es nada más y nada menos que ruido: un caos aullador, un gigantesco horror lovecraftiano, algo así como el idiota dios-monstruo Nyarlotep o Caos Reptante: el horrorrock.

1 A tal personaje, the person from Porlock, verdadero emblema del interruptor de la musa literaria, lo inmortalizó así su víctima el poeta Samuel Taylor Coleridge, que escribía a propósito de su poema inconcluso Kublah Khan: “En el verano de 1797, el autor, por entonces achacoso, se había retirado a una apartada casa campestre situada entre Porlock y Linton, cercanías de Exmoor, en Somerset y Devonshire. A resultas de un leve trastorno, se le recetó un analgésico que le hizo quedar dormido en su sillón cuando leía la siguiente frase, o algo similar por su asunto, de Purcha’s Pilgrimage: ‘En este lugar, el khan Kubla ordenó se contruyesen un palacio y un jardín magníficos. Para ello se cercaron con un muro diez millas de terreno fértil’. Durante las tres horas en que, por lo menos en lo concerniente a sus sentidos exteriores, el autor estuvo dormido profundamente, tuvo la vívida sensación de haber compuesto unos doscientos o trescientos versos, si es que puede llamarse composición al surgir como cosas en torno suyo, sin aparentes conciencia ni esfuerzo, de aquellas imágenes con sus expresiones correspondientes. Al despertar, conservaba un recuerdo nítido de los versos y con pluma y tinta comenzó a ponerlos por escrito. Estaba en eso cuando fue interrumpido por una persona que, llegada de Porlock para algún asunto, lo entretuvo más o menos una hora, de modo que al volver el autor a su habitación, advirtió, con sorpresa y pena, que, si bien todavía guardaba un recuerdo impreciso y global de su visión, todo el resto de los versos, menos unos ocho o diez de ellos, y unas cuantas imágenes dispersas, se habían perdido como las figuras reflejadas en la superficie de un quieto río al que se ha lanzado un guijarro, pero ¡ay! sin que después se reconstituyeran”.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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