¿Quién manda en Europa?

Una crítica recurrente, aunque inexacta, a la Unión Europea es el déficit democrático. Conseguir una mayor rendición de cuentas implica un coste político que nadie parece dispuesto a pagar.
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Si una cuestión ha entrado por la puerta grande aupada por la crisis económica ha sido la del déficit democrático de la Unión Europea. Sin embargo, esta noble y larga polémica lleva mucho tiempo dentro de la academia. Algunos autores la han matizado como un déficit de credibilidad más que de procedimiento. Otros consideran que el perverso diseño de la Unión Monetaria es el último clavo de su ataúd. Aunque es complicado resumir el cahier de doléances contra la Unión, en general se han apuntado cinco críticas.

En primer lugar, la integración europea ha sido un proceso de carácter intergubernamental en el cual los ejecutivos, mediante la firma de tratados, han transferido competencias y diseñado la estructura de la Unión. Esto ha hecho que los parlamentos nacionales hayan perdido su capacidad de control y fiscalización de la toma de decisiones, que ha tendido a ser un refrendo a posteriori de dichos acuerdos.

En segundo lugar, el contrapeso principal que debería haber existido para la rendición de cuentas, el Parlamento Europeo, ha sido históricamente muy débil. Es verdad que no ha hecho sino ganar importancia en los tratados recientes y hasta un acuerdo informal le ha permitido proponer el candidato a presidente de la Comisión, pero sigue siendo un pobre sucedáneo de los parlamentos nacionales, hasta con los actuales mecanismos de codecisión.

El tercer elemento que se señala es que en las elecciones europeas no se pelea por el control de una agenda política comunitaria a partir de divisiones ideológicas. Antes bien, son elecciones secundarias para los ciudadanos, que siempre piensan más en clave doméstica. Como no hay capacidad real para elegir un ejecutivo y al final siempre se da una gran coalición entre populares, socialdemócratas y liberales, sería imposible generar un mandato político en la ue, razón de que la participación electoral no haya hecho más que caer.

La cuarta crítica es que las instituciones europeas son muy distantes de los ciudadanos, extremadamente complejas, y toman decisiones a partir de acuerdos secretos y con barreras comunicativas y de opinión pública. Esto contribuiría de manera crucial a que no hubiera un auténtico demos europeo.

Finalmente, también existe la conocida como “critica socialdemócrata”. La idea es que, dado todo lo anterior, los equilibrios de pesos y contrapesos, se produce un constreñimiento de la toma de decisiones que hace que las preferencias del votante mediano europeo, más hacia la izquierda, no sean decisivas para las políticas que toma la ue. Además, la Unión Europea habría permitido políticas de liberalización de servicios, política agraria… que de haberse tenido que aplicar en un ámbito nacional habrían sido frenadas o moduladas por actores políticos tradicionales como partidos o sindicatos. Por lo tanto, no solo existiría un déficit democrático, también habría un sesgo en favor de una tecnocracia orientada a decisiones de corte liberal.

Dadas estas limitaciones, ¿se puede calificar como democracia un país en el cual las elecciones nacionales no deciden la composición de un gobierno porque hay una coalición permanente de los principales partidos? ¿Un país en el que el mayor poder está en manos de sus unidades federales, que deben llegar a alambicados acuerdos entre ellas para aplicar políticas comunes? ¿O uno en el que las decisiones son frutos de complicadas interacciones con lobbies, ciudadanos y reguladores? Lo cierto es que asignar esta etiqueta es posible en países como Suiza. De hecho, se trata de un modelo de democracia en la que el acuerdo y la transacción como principio pesan más que poner a uno u otro gobierno. Por lo tanto, tenemos que hacer un matiz fundamental a este debate. No hablamos de un déficit democrático: lo que se discute es si este modelo de democracia nos vale o queremos otro.

En su clásica obra Modelos de democracia (Ariel, 2000), Arend Lijphart se refiere a dos modelos. En un polo, la democracia del consenso, basada en el principio del acuerdo. Una democracia con sistemas de partidos fragmentados, acuerdos de coalición, división de poderes, sistemas federales o procedimientos agravados de reforma constitucional. En el otro, la democracia de Westminster, que apunta más a la importancia del mandato electoral claro y la rendición de cuentas, echar al gobierno que lo hace mal. Democracias basadas en modelos unicamerales, bipartidistas, centralistas y parlamentarios. Es indudable que hoy la Unión Europea se basa más en el primer principio que en el segundo. Si de repente ha surgido en la agenda pública la necesidad de tener una Unión más “a la mayoritaria” es porque, a nadie se le escapa, el statu quo no rinde. Porque el acuerdo ya no funciona.

En sus orígenes la construcción europea fue posible gracias al “consenso permisivo”. Esta idea se refiere a aquella dinámica en la que los beneficios de la integración europea eran tan amplios y llegaban a tantas capas sociales que la ciudadanía ni siquiera le prestaba atención, tenía un interés limitado en cómo funcionaba y confiaba en los actores nacionales para gestionarla. La razón es que no era evidente que hubiera ganadores o perdedores en el proceso de integración. Solo parecía tener elementos positivos. En España, por ejemplo, entrar en la ue siempre se consideró un elemento fundamental para la consolidación democrática y la modernización del país gracias a los fondos de cohesión.

Sin embargo, este consenso empieza a quebrarse con los estrechos márgenes de aprobación de Maastricht o cuando Francia y Países Bajos tumbaron en plebiscitos el Tratado Constitucional. A partir de la construcción del euro, la crisis económica y las intervenciones de la Troika, llegamos a un nivel completamente nuevo de politización. De hecho, durante estos años la insatisfacción de los ciudadanos con el funcionamiento de la Unión Europea ha marcado niveles históricos en todos los países miembros, tanto deudores como acreedores.

El debate de la gobernanza se ha reavivado desde entonces. Los economistas han insistido en que la creación de un área monetaria sin una unión fiscal fue un craso error. Un fallo que ni siquiera ha permitido legitimar decisiones tecnocráticas de acuerdo con sus resultados (las recetas de la Troika han sido criticadas hasta por el propio Parlamento Europeo). Sin embargo, el aspecto más importante tiene que ver con los elementos que antes se han señalado como deficiencias democráticas: la toma de decisiones ha manifestado un fuerte carácter intergubernamental. Tanto la Comisión como el Parlamento han tenido un rol limitado. Esto es lo que ha llevado a un sofisticado dilema agente-principal que supone dos rupturas al mismo tiempo: norte-sur y gobiernos-electores.

Según las teorías clásicas de la representación, los electorados de los diferentes países escogen a sus gobiernos para que cumplan un mandato y esperan que sean receptivos a sus demandas. Pero al mismo tiempo si el gobierno se desvía de sus políticas prometidas se puede ejercer rendición de cuentas y en un plazo determinado echarlo votando a otro partido. Gracias a esta amenaza los gobiernos buscarían implementar esas políticas que prefieren los votantes. Es decir, hasta cierto punto prima la idea de que hay un componente inherentemente mayoritario. Sin embargo, cuando deben sentarse en el Consejo, los gobiernos nacionales son los de un país más que negocia con el resto. Fruto de esa negociación surge un acuerdo que debe ser respetado. Por lo tanto, se solapa el elemento consensual.

El problema es que, a diferencia de las primeras fases de la integración, ya no estamos ante meras decisiones técnicas, sino que hemos transferido políticas económicas con efectos distributivos, con ganadores y perdedores. Dado que los acuerdos se negocian sobre la base de una correlación de fuerzas, los países acreedores (norte) son siempre más fuertes que los deudores (sur). Por lo tanto, este acuerdo genera una primera brecha dentro de Europa. Se trata de un juego de suma cero en el que unos países se imponen gracias a su fuerza relativa como acreedores. Pero, además, los acuerdos en el seno de la Unión deben cumplirse y ello genera una ruptura entre los electores y los partidos gobernantes, los cuales aplican las mismas políticas (anulan rendición de cuentas) y se desvían de sus mandatos (anulan receptividad). El resultado es una segunda fractura intrapaís que crea tensión en los sistemas de partidos clásicos.

El resultado final de este diseño defectuoso es esa ruptura norte-sur que impregna el relato de la crisis y la erosión de los sistemas políticos domésticos. Decisiones intergubernamentales abocan por lo tanto a una jaula de hierro de la que es imposible salir airoso. “Sabemos qué hacer, pero no cómo ser reelegidos después”, resumía Jean-Claude Juncker. Y lo más llamativo es que no son solo los sistemas de partidos del sur de Europa los que se vienen abajo, sino que también empiezan a temblar los de los países acreedores con el auge del populismo xenófobo. Que lo hagan por la derecha o por la izquierda tiene que ver con la idiosincrasia e historia política de cada país. Pero en todo caso hay turbulencias en toda Europa.

Con frecuencia se pone el foco en la reforma de las instituciones, pero algunas críticas a la ue son injustas. Por ejemplo, la Unión tiene instituciones y procedimientos más transparentes que la mayoría de los Estados miembros. La mayoría de los lobbies que actúan en su seno y triunfan en sus propuestas son de corte ciudadano. El Parlamento ha ido ganando en importancia y, en paralelo, hasta los temas europeos comienzan a ocupar un lugar destacado en los informativos. Hoy hablamos mucho más que nunca de la ue y de los países de nuestro entorno, la semilla incipiente de cierto demos transnacional. Sin embargo, se han dibujado dos vías posibles como las únicas alternativas para salir del actual equilibrio imperfecto: devolver soberanía a los Estados o apostar por más integración. Ambas presentan claroscuros.

Los partidarios de recuperar la soberanía de los Estados suelen hacer como si la globalización no existiera y pudiéramos tener economías cerradas de nuevo, muchas veces hasta minimizando el coste económico y político que tiene el retroceso de la integración. Además, tienden a idealizar una soberanía pasada que parece que jamás existió, una soberanía que no se ejerce sobre el vacío sino sobre las relaciones de poder. Fueron justamente estas las que hicieron que las débiles Francia y Alemania de posguerra prefirieran integrarse a pelear solas. A veces merecería la pena revisar los debates de la época porque hemos tenido no pocos casos de ejercicio de soberanía fallida. Parece que el diagnóstico no tiene mucha base.

Sin embargo, los que defienden avanzar en la integración suelen pecar de excesivo optimismo. Difícilmente puede justificarse que se haga a cualquier precio. No sin una delimitación clara de competencias, sin que existan mecanismos de rendición de cuentas apropiados fuera de la lógica entre gobiernos. Aunque la ue sea un sistema consociacional, podemos hacerlo mejor para que haya alternativas de diferente signo político, para acabar con la perpetua gran coalición cuando tratamos de políticas distributivas entre países y sectores sociales. ¿Es posible hacer de la Unión Europea una federación sin partidos federalistas? ¿Integrarnos fiscalmente implica olvidarnos del modelo de bienestar europeo?

Los años que están por venir serán decisivos para Europa. Los conocedores de la Unión siempre dicen que la integración ha ido avanzando en cada crisis, pero jamás nos habíamos encontrado ante una de semejante crudeza y en la que el rechazo a la ue fuera tan grande. Los electorados nacionales se han polarizado y los instrumentos no son eficaces para canalizar el conflicto. Por eso merece la pena cambiar la pregunta sobre el déficit democrático. La duda no es quién hará democrática a la ue. La pregunta es quién asumirá el coste político de convertirla en otra democracia. ~

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(Arnedo, 1985) es profesor de ciencia política en la Universidad Carlos III de Madrid y editor Politikon


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