Imagen tomada de nadanoslibradeescorpio.blogspot.com

¿Quién está loco? Amazon y el discurso crítico

Cualquiera puede hablar de literatura, sin embargo durante las etapas de su historia el discurso crítico ha sido monopolizado por grupos dominantes que cambian según la época y que van desde los poetas y escritores hasta la figura que hoy conocemos como especialista académico.
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José Arcadio Buendía padecía esquizofrenia; Simón Bolívar, depresión crónica;  Agustina Landoño, trastorno afectivo bipolar; Rosario Tijeras, transtorno antisocial de la personalidad. Estos y otros diagnósticos se encuentran en un libro patrocinado por la farmacéutica Pfizer, que le pidió a diez psiquiatras que analizaran, desde el punto de vista clínico, las patologías de personajes famosos de la literatura colombiana. Lo que más llama la atención del libro, que se distribuye de manera gratuita, no es el extraño interés de una empresa para promocionarse a través de la literatura, ni los argumentos educativos que esgrimen en el prólogo para cubrir esa auto-promoción, ni las ingenuas definiciones de la literatura que hay en el prólogo, ni el pulcro cuidado editorial; tampoco resalta, aunque sí es curioso, el efecto especular en el que, sin quererlo, cae cada uno de los autores cuando nos deja ver a veces más de sí mismo que de los personajes. Lo que más me ha llamado la atención es que uno de los colaboradores, con el que comparto primer nombre y ambos apellidos, habla de uno de mis escritores colombianos favoritos: Evelio Rosero.

Gracias a la intervención de este homónimo colombiano y de sus nueve colegas es posible responder a una pregunta que muy pocos se han hecho –¿cómo lee ficción un psiquiatra?– pero que tiene que ver con otras, más generales, que conviven con el discurso teórico de la literatura desde sus inicios: ¿cómo se lee? y ¿cómo debe leerse? Las dos preguntas marcan dos aproximaciones distintas a la teoría de la literatura – la descriptiva y la normativa– y el camino para responderlas pasa necesariamente por filtros que, a su vez, podrían enunciarse en dos preguntas más: ¿cómo se habla de literatura? y ¿quién habla de literatura?

Cualquiera puede hablar de literatura, sin embargo durante las etapas de su historia el discurso crítico ha sido monopolizado por grupos dominantes que cambian según la época y que van desde los poetas y escritores hasta la figura que hoy conocemos como especialista académico. La norma sobre cómo hablar de literatura se basa en la exclusión del otro: la figura del “lector de a pie” que por desgracia se lee y se escucha con frecuencia reafirma la idea de que para los iniciados hay diversas formas de lectura; el término reproduce una ideología estamental en la que el conocimiento y el placer literario se validan y se regulan conforme a la bendición de un grupo de afortunados que en lugar de leer a pie, leen a caballo.

Junto con esta idea conservadora de la lectura poco a poco se nos impone también una idea del discurso crítico que ya no proviene de ningun estrato relacionado con la creación o producción de conocimiento sino del mercado. La idea de las buenas lecturas es un ejemplo, y al parejo de ella estos días circulan comentarios sobre supuestas censuras que Amazon ha comenzado a ejercer en contra de comentarios y reseñas de escritores sobre otros libros. El argumento consiste en considerar a todo escritor como posible competidor de cualquier otro, por lo que les parece lógico no aceptar reseñas de personas con potenciales intereses económicos sobre el producto ni de personas o compañías en competencia directa con él. El lector, desde esta perspectiva, ya no es una instancia de construcción de significado sino un cliente, cuyo margen de acción –la compra- puede verse afectado por los comentarios negativos o positivos de los autores, que en el espacio público de Amazon están imposibilitados para expresar cualquier cosa que no se considere publicidad.

Además de los escritores, ¿quién más tendría prohibido el acceso al comentario crítico según esta lógica? Los editores, los diseñadores, los correctores, los académicos, la familia de cada una estas personas y sus más cercanos amigos. Pero lo más importante es lo otro, el cambio de esquemas y representaciones culturales que atestiguamos cada día: de productor, el escritor poco a poco se convierte en maquilador en lucha directa con otros maquiladores que, al igual que él, podrían estar haciendo lo mismo pantalones que zapatos o novelas. Lo que se pasa por alto es que con los buenos libros un lector no se pregunta qué libro va a leer (a leer, no a comprar) en lugar de otro, sino cuál de los dos va a leer antes y cuál después. Lo mismo que con los buenos escritores, que no necesitan del éxito o del fracaso de los libros de sus contemporáneos para escribir su obra.

La de conocer tu producto es una regla del mercado que cada vez resulta más inútil en contra de estos consorcios que venden de la misma manera novelas de Tolstoi y balones de fútbol. Muy pocos se imaginan a Jeffrey Preston leyendo una novela o jugando fútbol cuando la máxima parece ser: cállate y compra.

 

 

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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