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La culpa la tiene el estadístico que dijo que sólo hay un número limitado de argumentos en la historia de la literatura y que ya están contados todos. Redujo Romeo y Julieta a A + B = C, y luego vino el que también redujo West Side Story a D + E = C y llegó a la conclusión de que A + B = D + E, o sea que Romeo y Julieta era igual a West Side Story, y eso es evidentemente inaceptable. Pero es una teoría sencilla de memorizar y repetir, una de esas ideas que dejan al personal maravillado y pensativo (“Vaya, pues no había caído yo en eso”) y ahorra muchas lecturas porque, si uno ha leído a los clásicos, presuntos inventores de todo, creadores del mundo, figura que ya nadie puede sorprenderle con nada y eso proporciona al erudito un aire de suficiencia que lo pone por encima del resto de mortales, así que la famosa teoría ha tenido éxito.
     Pero lo malo no es que estos axiomas los defiendan estadísticos, matemáticos y otros socios del club de las ciencias exactas, sino que se lo crean y apliquen literatos y estudiosos de la literatura que han decidido que, puesto que todas las historias están contadas, ya no importa lo que cuentes sino cómo lo cuentas. Y eso da lugar a un ejército de narradores que no tienen nada que narrar, gongoritos adoradores de la forma, obsesos del adjetivo, esforzados elaboradores de filigranas gratuitas o deautobiografías inanes y tediosas que renuncian al esfuerzo de la imaginación y al ánimo de sorprender. Se pierde el mensaje entre líneas y se recurre al panfleto expositivo para transmitir ideas, imponiéndolas en lugar de insinuarlas, compartirlas o contrastarlas. Ya no importa lo que se pretende con su narración porque se supone que ningún escritor tiene que pretender nada. O dice o no dice.
     Se ríen a carcajadas cuando recuerdan lo que dijo Samuel Goldwyn, el productor de cine analfabeto, a uno de sus guionistas: “Si tiene algún mensaje que transmitir, póngame un telegrama”. Y así es más fácil. No tienes que plantearte qué tienes que decir antes de empezar a hablar o escribir. No hace falta que quieras decir nada porque ya está todo dicho. Basta con que domines el lenguaje lo bastante como para hipnotizar (digamos fascinar) al público, basta con que te entretengas escuchándote a ti mismo. Abre el María Moliner por cualquier página, elige las palabras menos conocidas (desentollecer, fasquía, asnillo) y construye frases biensonantes, inescrutables e inextricables, porque eso emboba al lector dispuesto a reconocer su ignorancia y poner en un pedestal al malabarista del verbo.
     Curiosamente, lo que nos empobrece la literatura es lo obvio, la palabra, la letra, la caligrafía, lo superficial, la imagen, tan afín a las imágenes de las pantallas, tan supuestamente enemiga de la literatura.
     Claro que imponerse la escritura sin nada que decir provoca una cierta angustia, el famoso vértigo del creador ante el papel o a la pantalla en blanco, pero eso dignifica al autor, convierte la creación en un arduo combate, tanto más valorado cuanto sangrante, porque si el escritor quiere ganar mucho dinero deberá cobrar a tanto la gota de sudor, aunque ese sudor lo provoque el esfuerzo de construir una casa sin materiales antes que la búsqueda de material. ¿Qué mérito tiene escribir si ya sabes lo que tienes que decir y cómo, y además te lo pasas estupendamente escribiéndolo? Así, termina defendiéndose que la literatura no debe ser divertida, ni de escribir ni de leer, porque lo divertido (que es muy difícil de elaborar: ideas nuevas, sorpresas constantes, pasión) llega a un número excesivo de personas. Se desprecia lo que puede llegar a todo el mundo para conservar el placer de pertenecer a una minoría selecta, cuanto más minoría mejor. En el fondo, aunque toca protestar porque el público en general no lee, ninguno de los cultos exquisitos desea aumentar realmente los índices de lectura. Para garantizar que seguirán siendo unos pocos, una preciosa élite, un club con número limitado de socios, lo mejor es cultivar esta literatura que premeditadamente no tiene nada que decir, porque ya está todo dicho.
     Eso explica que las librerías anden tan llenas, últimamente, de autobiografías tan semejantes entre sí, ensoñaciones triviales, la rutina como reflejo de la vida misma, la constatación de que ya no hay capacidad de sorprender ni de sorprenderse, nostalgia de lo que ya no es ni será ni se quiere ser, trayectos de metro convertidos en viajes iniciáticos, pajas estériles, nonadas.
     Se entiende. ~

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