Que las parcas cuiden Fogwill

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Rodolfo Enrique Fogwill murió el sábado 21 de agosto en un hospital de Buenos Aires. Fue velado en la Biblioteca Nacional y enterrado en Quilmes, donde nació en 1941. El elogio más distinguido lo escribió Página 12: “El escritor de ojos desorbitados –la mirada de un loco– fue para la literatura argentina lo que Maradona es al futbol y Charly García al rock.” Añadió en España La Razón: “Es imposible que sea olvidado.”

Fogwill publicó poemarios a principio y fin de su vida de escritor, creó y mantuvo en los ochenta el sello editorial Tierra Baldía, intentó ensayos y diálogos, y como narrador prosperó. El mito de su existencia, sumado a las opiniones en el medido papel de bufón que practicó en público fueron, en los últimos años, a la hora de hablar de Fogwill y no de Quique, tan importantes como la voz de sus mejores libros. Tanto se insiste en el valor de la novela Los pichiciegos como en la posterior leyenda. Decía El País de Madrid: “Ha sido publicitario, investigador de mercados, profesor universitario, editor, empresario, especulador de bolsa, terrorista, estuvo en la cárcel por estafador y durante 17 años vivió enganchado a la cocaína.”

En Montevideo sucedió la última de sus apariciones. Un día antes del monólogo que ofreciera en el Centro Cultural de España, durante el Festival Ñ, quiso la suerte que se cruzara en la calle Bartolomé Mitre con su gran enemigo. Para entender la escena hay que saber que Ricardo Piglia y Rodolfo Fogwill representan los destinos opuestos de la literatura argentina de las últimas décadas, que Piglia no hacía el menor caso a Fogwill y que este reclamaba su atención lanzando de lejos cualquier tipo de espumarajo. En la puerta del hotel Plaza Fuerte, lo sorprendió un saludo: “¡El maestro Fogwill!” Azorado, ensayó un balbuceo. Hablaba ya, con la mirada en la otra acera, la lengua ininteligible de los agonizantes. Tras un silencio, se retiró en compañía de dos mujeres. Piglia habló otra vez y las damas y el anciano de gorrita, Premio Nacional de Literatura, se volvieron: “Cuiden a Fogwill, que en cualquier momento nos deja.” Insistió: “Cuiden a Fogwill.”

A esa hora el maestro no era un provocador ni un comediante de tele, ni un genio ni un loco ni un ironista mordaz. ¿Quiénes eran las dos mujeres vestidas de negro que lo cortejaban? Es difícil encontrar en la calle una muestra tan acabada de ironía profética. Piglia fue el primero, a principios de agosto, en cargar a Fogwill y las musas. Ahora que para uno no habrá abril, la anécdota tiene el valor de un final. Con alguien que otra vez imagina un ataúd en Buenos Aires acaba un buen capítulo en la historia de la agresión.

“El tiempo dirá qué lugar ocupará en el ‘parnaso’ literario”, escribió la cronista Silvina Friera en su obituario. Friera no debe saber que el tiempo no da butacas en ningún parnaso, que no decide nada, que lo echa todo a perder. ~

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