Que digan que estoy dormido y que me traigan aquí

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RETORNABLE JULIO RUELAS

En 1929 Julio Sesto (apellido sin equis, con ese, pues no es de un papa) reunió en el libro La bohemia de la muerte “cien vidas mexicanas célebres”, o cien “pobres cadáveres sonrientes” de escritores y artistas bohemios” del México de entre el fin del siglo XIX y el comienzo del XX, y dedicó al pintor Julio Ruelas (Zacatecas, 1870-París, 1907) una estampa como pintoresco incipit:

Julio Ruelas murió en París en el lecho de una griseta. Junto a la cama había unas cuantas botellas vacías de champán. En un rincón del pecador camerino ronroneaba un gato negro. No se sabe qué fue lo que mató a Julio, si la champagne, la chartreuse, o los ojos del gato. Lo cierto es que la linda muchacha se durmió creyendo que Julio estaba dormido, y como al amanecer sintiera la frialdad del peso, se dio cuenta de que Ruelas estaba muerto.

Aquella pecadora, aquel cadáver y aquel gato negro pasaron así la noche, formando involuntariamente el mejor grupo imaginable para un cuadro de Julio Ruelas.

Ese cuadro de bohemia mortuoria y poeniana y baudelariana es quizá imaginario: ¿una aportación de Sesto a la mitología de los artistas “malditos” del México afrancesado? Lo cierto es que el 16 de septiembre de 1907, en el bulevar Saint-Michel y en una buhardilla de pobre Hotel de Sued donde Oscar Wilde había expelido el último suspiro siete años antes, moría el joven artista mexicano becado por Justo Sierra y don Porfirio para estudiar arte en Alemania y Francia. Moría el refinado, fantasioso, alegórico pintor y grabador de asuntos de amor, muerte y diabolismo, entonces tan de moda en el Parnaso mexicano, el ilustrador de la Revista Moderna glorificado por Amado Nervo como “el primer dibujante de la República y probablemente el más inspirado de América” y cantado en tercetos de alejandrinos por Rafael López: “La inspiración que mueve tu lápiz, digna es/ de las noches protervas que gozó Gille de Retz,/ de que Sirenas giman y bailen Salomés”. Murió Ruelas y al día siguiente se le enterraba en uno de los más famosos panteones del mundo, el de Montparnasse.

Hoy Julio Ruelas no es un nombre olvidado. En los museos nacionales y en los libros de arte están sus cuadros, dibujos y grabados, y frecuentemente revistas especializadas reproducen su Autorretrato a pluma en el que la Crítica, representada por un heterogéneo duende con orejas de murciélago, con rapiñosas garras, con gafas eruditas y chistera humeante, trepado y aferrado a la cabeza del Artista, le clava en la frente el largo pico del que cuelga una gota de sangre. El arte de Ruelas, que supongo debe mucho al de Felicien Rops, el ilustrador de Les fleurs du mal, y que parece en muchas de sus obras querer desatar el rayon macabre (el rayo macabro) y el frisson nouveau (el estremecimiento nuevo) atribuido por Victor Hugo a Baudelaire, aún no se ha encaminado al becqueriano lugar donde habita el Olvido.

Pero el Olvido no se olvida de Ruelas y ha renovado hace poco su ataque a partir del lugar donde se le inhumó: el mítico cementerio de Montparnasse, tan habitado por inmortales de varias nacionalidades. Apenas a un año y unos meses de cumplirse el centenario de la muerte del artista zacatecano, el Servicio de Cementerios de la Alcaldía de París había informado que legalmente estaba caducando la concesión del pequeño terreno donde se asienta el monumento sepulcral que a Ruelas le dedicó su amigo y compatriota, el escultor Arnulfo Domínguez Bello y, supongo, pagaron amigos de los dos. Es decir que, en caso de no cumplirse con los específicos requisitos de las autoridades parisienses, esa tumba deberá dejar el afamado terreno montparnasiano… Y, entonces, ¿qué será de los inmortales restos de Julio (si aún los hay)?, ¿y qué del capolavoro de Arnulfo con su desnuda, llorosa y marmórea doncella conmemorativa?

Un cementerio es un panteón, palabra que en su origen griego significa “todos dioses”. Tenemos pues a uno de nuestros pequeños dioses infiltrado —aunque por mérito propio: el del talento— en la inmortalidad lapidaria de la muertoteca de Montparnasse. El asunto, si llegase al temible punto terminal: la desaparición del sepulcro de Ruelas, no sería quizá tan grave como para entablar la guerra contra el país que rodea al cementerio montparnasiano, y ni siquiera para suspender las relaciones diplomáticas con el gobierno de la République Française, pero por lo menos habría que iniciar trámites para traer a México al monumento y los restos (si los hay) de Julio. Pues acaso Ruelas decidió morir en fecha tan patricia como el 16 de septiembre para indicar que, si bien afrancesado y bohemio y dizque discípulo del Diablo (su “divino maestro de dibujo”, según Rafael López), era a final de cuentas un notable patriota y como tal merece retornar a su patria grande.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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