El reality show del Señor Trump

Las aspiraciones presidenciales de Donald Trump son nulas; lo suyo es el espectáculo. 
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He trabajado en Univisión desde hace casi cuatro años y desde el primer día me ha impresionado la cercanía de la empresa con la comunidad latina. Sé que suena a eslogan publicitario, pero no lo es. Tampoco es pura retórica. Un ejemplo: a menos a escala local (pero intuyo que también ocurre en los noticieros nacionales) las redacciones de noticias de la empresa tienen líneas abiertas para recibir las quejas y sugerencias del público y, sobre todo, peticiones de consejo, de guía para navegar la vida cotidiana en un país ajeno. Así, en las más pequeñas recomendaciones prácticas o la cobertura periodística de los grandes temas que afectan a los hispanos, Univisión mantiene un vínculo singularísimo con su audiencia. Es, por decirlo de alguna manera, una vocación de servicio. Por eso no me sorprendió la decisión de la compañía de desligarse de las empresas de Donald Trump. Univisión demostró que está a la altura de sus promesas, y eso no es poca cosa.

Ahora bien: ¿qué pretendía Trump al antagonizar a la comunidad mexico-americana? ¿Para qué insultar a las más de 34 millones de personas de origen mexicano, casi 65% del total de los hispanos en Estados Unidos? Para un político en campaña presidencial parece un acto tan suicida que vale la pena poner en perspectiva al personaje. Lo primero que habría que decir es que, en realidad, las aspiraciones electorales de Trump son nulas. Lleva ya un cuarto de siglo coqueteando con la idea de contender por la presidencia. Nunca lo ha hecho con ninguna seriedad. Para un hombre que vale 4 mil millones dólares, Trump apenas ha invertido en explorar la posibilidad de una candidatura (y puede hacerlo, de acuerdo con las leyes electorales estadounidenses). Es una cautela reveladora: a Trump no le interesa la Casa Blanca; le interesa el espectáculo. Si se ha metido a precandidato es porque le gustan los reflectores y, quizá, intuye que puede ayudar a desviar la atención de candidatos republicanos que no son tan locuaces como él pero tienen ideas mucho más peligrosas, como el senador Ted Cruz. En cualquier caso, la candidatura de Trump no tiene futuro alguno. Tratarlo como un candidato serio es hacerle el juego a un reality show.

En cuanto a los despreciables comentarios sobre los mexicanos en Estados Unidos, habría que apuntar dos cosas. Primero: intuyo que el propio Trump no cree realmente lo que ha dicho. Ni siquiera su cinismo épico da para tanto. ¿Cuántos hispanos trabajarán en sus múltiples edificios en Nueva York, Florida, Illinois? ¿Cuántos en los casinos (sólo en Las Vegas, el número debe ser enorme)? Y más aún: ¿cuántos inmigrantes de otros sitios emplea Trump? De nuevo, como en el caso de sus aspiraciones presidenciales, la estridencia de Trump tiene los pies de barro propios de la hipocresía: insulta a quien le da de comer. Seguro lo sabe bien.

Los dichos de Trump tampoco se sostienen cuando se les contrapone con la realidad de los mexicanos en Estados Unidos. No, los mexicanos no entran a Estados Unidos a robar y violar a través de una frontera mal vigilada. Ocurre, en realidad, todo lo contrario. Hay una buena lista de estudios que descartan correlación alguna entre la migración hispana a determinada ciudad estadounidense y un aumento en los índices de criminalidad. Los números no mienten. Quizá la solución sería invitar a Trump a charlar con cuidado y por horas con migrantes mexicanos. Acá en Los Ángeles tengo ya meses con un segmento en el noticiero cuya finalidad es escuchar las historias de vida de paisanos. Se llama La Mesa y tiene una premisa simple: dos sillas plegables alrededor de una mesa de plástico. La llevamos a Santa Ana, San Fernando, Huntington Park, Boyle Heights y muchas otras zonas de la ciudad. Lo que he descubierto después de poco menos de cien entrevistas es un cúmulo de historias de esfuerzo admirable, trabajo constante (desde la niñez) y una devoción casi universal a la familia. No se trata de una especie de santidad colectiva. Lejos de ello. Pero sí de una disposición a buscar una mejor vida, la misma lucha que ha caracterizado a otras migraciones. Quizá, incluso, a la gran migración alemana de la segunda mitad del siglo XIX. Entre los cientos de miles de alemanes que llegaron a América estaba un joven llamado Friedrich Drumpf .Tenía 16 años y una voluntad férrea de trabajo. Años después se cambiaría el apellido a Trump. Su nieto se llama Donald.

(Publicado previamente en el periódico El Universal)

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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