Discordia en Washington

La lección de lo sucedido esta semana en EU es clara: ningún gobierno debe negociar con radicales que ponen sus intereses por encima de los de la nación.
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Para León

En el último momento, después de dos semanas de paralizar parcialmente al gobierno, de pérdidas que se calculan en miles de millones de dólares y de colocar a los Estados Unidos al borde de un default financiero que hubiera tenido consecuencias catastróficas para el mundo entero, los representantes republicanos ligados al Partido del Té doblaron las manos y aceptaron un acuerdo. La extrema derecha republicana, una minoría en la Cámara de Representantes (entre 30 y 80 de los 232 diputados republicanos) le declaró la guerra a Barack Obama desde 2008. Durante años ha rechazado sus iniciativas (que requieren del voto de 218 del total de 435 representantes para ser aprobadas) y esparcido rumores descabellados a través de los medios que controla, que han encontrado terreno fértil entre su electorado cautivo: blanco, ignorante y mayoritariamente masculino. Muchos de estos votantes creen a pie juntillas que Obama no es norteamericano y que es un musulmán de closet.

Después de las elecciones parciales del 2010 que consolidaron la mayoría republicana en la Cámara de Representantes, los radicales fraguaron una estrategia sin precedentes para doblegar al presidente: ligar la aprobación del presupuesto y del techo de la deuda –que permite al gobierno pagar sus obligaciones– al desmantelamiento de la ley de salud conocida como Obamacare. Un proyecto que podría bautizarse como la venganza del sur profundo, iniciativa sobre todo del senador tejano Ted Cruz.

Republicanos moderados como John McCain advirtieron desde el principio que la estrategia estaba destinada al fracaso. Pero los radicales arrastraron al timorato y lacrimoso líder de la Cámara John Boehner, que se negó a someter la aprobación del presupuesto a una votación que hubiera perdido, y apostaron a que Obama negociaría con ellos, como había sucedido antes, para evitar un default en el pago de la deuda. Se equivocaron y perdieron. No habrá retraso en la aplicación de la ley de salud; no se reducirán impuestos, como exigía también la franja lunática republicana, ni habrá recortes al gasto gubernamental o a los programas de ayuda a los sectores más necesitados.

La lección de lo sucedido esta semana en los Estados Unidos es que ningún gobierno debe negociar con grupos radicales que colocan sus intereses por encima de los de la nación. Menos aún si pretenden quebrantar el orden democrático y derogar por medio del chantaje una ley aprobada a través los canales institucionales que rigen una democracia. Los riesgos de este tipo de estrategias son obvios, allá y acá: vulneran no sólo el pacto social implícito que compromete teóricamente a todos los sectores de una sociedad democrática a promover la gobernabilidad, sino la esencia misma de una democracia: el respeto al gobierno elegido por la mayoría. Lo que está en juego, como apuntó Thomas Friedman en el New York Times, es el futuro del modo de gobernar democrático.

No sorprende que observadores y analistas hayan profundizado en busca de las causas estructurales de la polarización política norteamericana que permitió a una minoría de representantes poner en jaque al gobierno. Todos coinciden en que el poder de los republicanos radicales reside en tres factores: en el llamado gerrymandering. O sea el uso y abuso republicano de la capacidad de los estados dominados por un partido para rediseñar los distritos electorales cada 10 años, de tal manera que garanticen la elección y reelección de sus candidatos. Una vez electo, el diputado o senador puede sumarse a las iniciativas más disparatadas sin el riesgo de que su electorado cautivo lo castigue en la siguiente elección. El patrocinio –validado por la Suprema Corte– de donadores multimillonarios que definen el destino de una elección ha distorsionado asimismo el funcionamiento de la democracia estadounidense a favor del GOP, al igual que los numerosos requisitos que impiden –o dificultan– el voto del electorado demócrata impuestos por el Partido Republicano en los 24 estados que domina desde 2010. 

Los votantes tienen también una buena parte de responsabilidad por la polarización política que le ha regalado al Partido del Té un poder que rebasa sus verdaderas dimensiones políticas: el abstencionismo en las elecciones parciales es mucho mayor que en las presidenciales. En las dos últimas  votaciones para elegir presidente acudieron a las urnas entre el 52 y el 62% de los electores; en las parciales ese porcentaje no ha rebasado el 40%. La abstención favorece al GOP que tiene mayor capacidad de movilización que el Partido Demócrata. En estas semanas, el índice de popularidad del Partido Republicano se ha desplomado. Si los votantes no son presa de un ataque colectivo de amnesia, el GOP pagará un precio muy alto en las elecciones parciales del 2014. 

(Publicado previamente en el periódico Reforma)

 

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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