Democracia embozada

De tanto querer reducir los riesgos del trajín democrático, las reglas electorales han reducido el proceso a una costosísima simulación.
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La democracia mexicana ha extraviado muchas cosas desde 2006, ninguna tan lamentable como la libertad. Hace seis años, la elección presidencial fue todo menos recatada. Los candidatos dijeron lo que quisieron. Algunos, como Andrés Manuel López Obrador con su célebre chachalaca, pagaron el precio de la desmesura. Pero ninguno fue censurado, ni siquiera limitado. Lo mismo puede decirse de otros actores políticos. Vicente Fox creyó prudente declarar que había que cambiar de jinete, pero no de caballo. La oposición le reclamó el desplante, pero casi nadie buscó mandar al presidente a una suerte de exilio declarativo, al menos no como ahora. En la televisión imperaba, entonces, un clima de creatividad y libertad. Desde los encuentros entre los candidatos a la Presidencia con intelectuales, periodistas y académicos hasta los programas de comedia política de aquel entonces, a la pantalla chica no se le exigía silencio o mesura. Por supuesto, esa libertad dio pie a desmanes. La campaña publicitaria contra Andrés Manuel López Obrador es una muestra de ello. Pero incluso ese capítulo tan polémico de la historia de 2006 me parece preferible a la nueva moda que, como reacción a aquella vibrante y competida campaña, ocurre ahora en México. Hemos pasado de la democracia estridente a la democracia embozada. Prefiero, mil veces, la primera.

Las heridas de aquel apasionado 2006 dieron pie a una reacción a todas luces excesiva. Para evitar asperezas perfectamente normales en democracia, la clase política reescribió las reglas para reducir al mínimo la fricción y la confrontación. El resultado ha sido una vergüenza: de tanto querer reducir los riesgos del trajín democrático, las reglas electorales han reducido el proceso a una costosísima simulación. En México, los problemas de la democracia se han resuelto con menos democracia.

Los últimos meses han sido tan absurdos que uno ha comenzado a desear el regreso de Jorge Ibargüengoitia. El primer atisbo de esta nueva democracia con camisa de fuerza lo tuve hace algunos meses cuando, aún en W Radio, me atreví a llamarle “candidato” a un “precandidato” a la Presidencia. Recuerdo que no tardamos en recibir una amistosa aclaración del IFE sugiriéndonos que habláramos con propiedad: el aspirante no era aspirante, sino preaspirante porque las reglas indicaban que la aspiración requería el sufijo apropiado porque…vaya usted a saber. Obsesionado con hacer respetar un marco legal restrictivo y risible, el IFE comenzó a perder sueño en ridiculeces. Desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. Que si los precandidatos únicos no pueden hablar porque son únicos y no son… bla, bla, bla. Que si esos mismos precandidatos podían debatir pero cuidado si una estación transmitía ese debate porque eso podía implicar no sé qué cosa. Que había que respetar una veda electoral justo cuando el país necesita conocer a fondo las propuestas de los candidatos. Que si este partido pide el video de aquella presentación de ese candidato o de ese otro funcionario porque se atrevió —¡Dios nos libre!— a mencionar una encuesta. Que si los comunicadores tienen que observar reglas estrictas de autenticidad periodística y equidad en tiempos para que nadie pueda decir que uno favorece a tal o cual. Que a nadie se le ocurra invitar a tal candidato a tal programa porque eso pude ser propaganda electoral o uno de esos “actos anticipados de campaña”, bello eufemismo mexicano. Y claro: que nadie más que los partidos se anuncie o diga lo que piensa y le preocupa.

En suma: la democracia embozada. Aclaro: entiendo perfectamente los riesgos en los que incurre una democracia que cede a la tentación de la estridencia. No se me escapan los excesos de lo ocurrido en 2006. Aun así, prefiero aquel ambiente casi pugilístico a esta democracia de quirófano en la que estamos ahora. Prefiero gritos, debates, acusaciones, juegos sucios, opiniones y gritos a campañas reguladas maniáticamente. Como con casi cualquier otra cosa en la vida, uno no aprende a vivir en democracia teniendo miedo a vivir en democracia. La camisa de fuerza de 2012 nos hará retroceder. Eso sí: muy limpiecitos y bien portados.

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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