Pola

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Hanna Krall nació en 1937, en Varsovia. Estudió periodismo y trabajó en la revista Política. Es, junto con Ryszard Kapuscinski, una de las principales renovadoras de la literatura testimonial polaca. Su libro Llegar antes del señor Dios (1977) tuvo 25 ediciones clandestinas en tiempos del socialismo y ha sido traducido a una veintena de lenguas. Con Krzysztof Kieslowski escribió el guión de la película Un corto día de trabajo. Obtuvo el  premio de Solidaridad en la clandestinidad, el Premio Ciudad de Bremen, en  Alemania, y el de la Fundación de la revista Kultura. Otros de sus libros son: Seis matices del blanco (1978), Las ventanas (1987), Pruebas para la existencia (1995) y Ahí no hay ningún río (1998). El relato "Pola", traducido por el director de teatro Ludwik Margules, es uno de los mejores ejemplos de su literatura sin ficción. A partir d e numerosos testimonios, Krall traza una historia única que desemboca en una disyuntiva moral aún más ardua que la de  La elección de Sophie, de William Styron.—Juan Villoro
1

Plebanki no era ni un poblado ni una colonia ni un asentamiento ni un pueblo. Era un lugar, y  no existía en mapa alguno. Había dos edificios en Plebanki; un pequeño casco de hacienda en la orilla del bosque y, en el prado, una choza campesina de madera. Cerca de la hacienda había un pozo, con su pequeño techo y su torno.
     En derredor se extendía el bosque. En él crecían alerces, abedules, tilos y un roble viejo, monumento de la naturaleza. El roble tenía un tronco fuerte, grueso, y protuberantes ramas reumáticas.
     Dos caminos llevaban a Plebanki. Uno bastante cómodo, por la avenida de tilos, cerca del roble. El otro era un atajo que pasaba por el estanque de peces, transitable tanto en verano como en los fríos.
     En el casco de tejas rojas vivía Henryk Machczyñski, dueño de los bosques cercanos y de una hacienda en Kock. Era ahí donde Pola pasaba las vacaciones.
     Ya de adulta, Pola iba ahí con sus hijos. Había muchos niños, perros, ruidos alegres.
     En la choza vivía la nana.
     Henryk Machczyñski se proponía construir en Plebanki una casa nueva, grande. Acarreó ladrillos, madera, cavó los cimientos. Dijo:
     —En Plebanki vibrará la vida.
     Todos querían que la vida vibrara, pero la vida no estaba dispuesta a tocar a Plebanki.

2

Pola Machczyñska, mujer alta y atractiva, tenía el cabello pelirrojo, los ojos cafés, las manos fuertes.
     Durante la guerra escondió en su troje, a orillas de la ciudad de Kock, a veinticinco judíos.
     Los hijos de Pola los descubrieron por una rendija en los tablones. Se asustaron. "Hay gentes aquí, bajo nuestro piso…"
     —No es nada —los tranquilizó su madre—; son nuestros huéspedes. No hay que decir nada a nadie, ni siquiera al abuelo.
     El abuelo, Henryk Machczyñski, estaba en Plebanki y el marido de Pola en la guerrilla.
     Cuatro personas sabían acerca de los huéspedes en el granero: Pola, sus dos hijos y una mujer judía, escondida con sus hijos en una ziemianka.1
     La mujer fue denunciada por un polaco que trabajaba para los alemanes. Los alemanes prometieron salvar la vida de sus niños si decía dónde estaban los otros judíos. Lo dijo:
     —Están con Machczyñska.

3

Sabemos bastante sobre los alemanes que mataron a la judía y a sus hijos, y que fueron a buscar a Machczyñska. Al respecto, los historiadores norteamericanos Christopher Browning y Daniel Goldhagen escribieron libros farragosos.
     Los alemanes conformaban el Batallón de Policía de Reserva número 101. Eran quinientos, demasiado viejos para ir al frente. Antes de la guerra, vivían en Hamburgo. Trabajaban en astilleros, talleres, tiendas, fundos agrícolas, oficinas. Tenían esposas e hijos. Creían en Dios.
     En el año cuarenta y dos llegaron a Polonia, a la región de Lublin.
     Por la mañana fueron llevados al pueblo de Józefów. Se formaron en semicírculo. El comandante dijo:
     —Van a fusilar a los judíos.
     Les suplicó que al disparar recordaran a las mujeres y los niños alemanes muertos por las bombas de los aliados.
     Luego preguntó si se sentían suficientemente fuertes para cumplir el cometido. Un policía no se sintió suficientemente fuerte. Abandonó la fila. Tras él, otros once dejaron la fila.
     El médico del batallón tomó una vara y dibujó en el suelo una silueta humana. Mostró la base del cráneo: había que apuntar ahí. Sobrevino una discusión: ¿convenía disparar con la bayoneta calada o sin bayoneta? Llegaron a una conclusión: con la bayoneta calada.
     Los judíos fueron transportados en camiones rumbo a la orilla del bosque.
     Uno a uno, los policías se les acercaron; cada quien escogía a uno de ellos y se encaminaba con él hacia los árboles. La caminata en dúo duraba unos minutos. Los policías podían ver los rostros de las víctimas, escuchar una súplica, un llanto, un rezo.
     Fue un largo día de julio. Dispararon hasta muy tarde. En esta primera acción en Józefów mataron durante diecisiete horas. De tanto en tanto, hacían intermedios para fumar cigarrillos. Sus uniformes se salpicaron de trozos de cerebro y de sangre. No quisieron comer. En la noche, fueron atormentados por pesadillas. El comandante no tomó parte en los fusilamientos; permaneció en el estado mayor, y lloró. "Si así ocurre en todas partes —repetía—, no habrá misericordia para los alemanes".
     Los policías del Batallón 101 disparaban… Luego llevaban a los judíos a los campos de exterminio… luego disparaban.
     Lloraban cada vez menos.
     Su apetito mejoraba.
     Dormían con mayor tranquilidad.
     Iban al cine.
     Posaban para las fotos.
     Asistían a los conciertos de los teatros de revista que llegaban de Alemania. Unos artistas de un grupo berlinés preguntaron si podían ir a la acción, con los policías.
     Fueron a Lúkow y llevaron a los judíos a las afueras de la ciudad, a un prado arenoso, con pocas plantas. Los obligaron a desvestirse y a acostarse boca abajo. Los policías dispararon igual que siempre: en la nuca. Los artistas preguntaron si también ellos podían matar. Los policías les cedieron las armas. Los artistas del teatro de revista mataron en Lúkow a varios centenares de judíos.
     Los policías del Batallón 101 estaban estacionados en Radzyñ e invitaban a sus familias a los acantonamientos. El teniente Brand llevó a su esposa, Lucía; el teniente Wohlauf pasó la luna de miel en Radzyñ, con su esposa Vera. Las dos mujeres disfrutaban la vida social. Ponían la mesa en el jardín; un policía con talento musical las acompañaba al violín y el médico del regimiento al acordeón.
     Julius Wohlauf llevó a su esposa a la acción, en Miedzyrzec. Era ambicioso y enérgico. Le gustaba viajar de pie en su automóvil, como un general en pleno desfile. Le decían El pequeño Rommel. Vera Wohlauf iba a su lado con un abrigo militar echado sobre los hombros.
     Los judíos fueron llevados al mercado. Portaban pequeños atados, almohadas, pan seco, niños de brazos. Fueron arreados con gritos y disparos. Todo esto duró varias horas. El calor se hizo cada vez más intenso. Vera se quitó el abrigo y permaneció de pie, vestida con una roja falda de verano. La falda le ceñía el estómago: estaba embarazada. Estuvo de pie hasta el final, hasta que todos los judíos fueron llevados a los vagones. Tras ellos, en el empedrado, quedaron los pequeños atados, el pan seco, los cadáveres de niños, las plumas de almohadas rotas que se llevaba el viento.
     En noviembre de 1942 los judíos de Kock fueron enviados a Treblinka.
     El teniente Brand ordenó que fuesen a la estación de tren en carretas.
     Las carretas viajaron el día entero.
     Viajó Hersz Buczko, que tenía un almacén de cebada.
     Viajó Shlomo Rot, que hacía los helados más sabrosos.
     Viajó Yakov Marchevka, que vendía agua de limón.
     Iban Cyrla Opelman, que traía las mejores prendas de lencería, y su competidor, Abraham Grzebieñ.
     Cyrla Wiernik, de la mercería del mercado, y Shlomo Rosenblat, su vecino, el de los artículos de fantasía para señoras.
     Hennoch Madanes, ferretero.
     Lejb Zkalik, dueño del molino, con su hermano, hijos y nietos.
     Los policías del Batallón 101 regresaron a Alemania después de la guerra, a su sencilla vida anterior, a sus astilleros, tiendas, talleres y oficinas. A sus esposas e hijos. A su buen Dios.
     ¿Por qué los habitantes comunes y corrientes de Hamburgo se convirtieron en asesinos? Porque eran alemanes y el odio hacia los judíos fue enseñado en Alemania durante siglos, respondió en su libro Daniel Goldhagen.2 Porque eran humanos y todo hombre puede convertirse en asesino, respondió Christopher Browning en el suyo.3

4

Un policía informó a Pola que los alemanes estaban al tanto de su escondite.
     Pola levantó la tapa del piso. Gritó: "¡Los alemanes!" Corrió con los vecinos. No la dejaron entrar. Dejó a sus hijos ahí, pero le pidieron que se los llevara. Pola tocaba de puerta en puerta, con su hija de un año y dos chicos. Los habitantes de Kock miraban detrás de las cortinas. Estaban al tanto de los judíos del granero y sabían que pronto vendrían los alemanes. Cerraron puertas y ventanas; miraron detrás de las cortinas.
     Pola caminaba cada vez más lentamente; las agujetas se le desamarraron; se arrastraba sobre la nieve, rumbo a casa.
     Enganchó su trineo.

5

Los judíos de la troje abrieron fuego. Los policías trajeron una ametralladora pesada y la balacera duró horas. Cayeron veinticuatro judíos. Unos ahí mismo, otros en el campo, lejos de la construcción. Icek Zakalik, nieto del molinero, logró evadirse. Alcanzó el bosque y desapareció. Luego reapareció entre los árboles, disparando. Ajustició a los que denunciaban a los judíos. Al parecer fue victimado, pero algunos dicen que no, que todavía vive, completamente solo, en algún bosque.

6

Pola viajó a Plebanki por el atajo, bordeando el estanque. Le costaba trabajo avanzar; la nieve llegaba a las rodillas de los caballos.
     En la hacienda de tejas rojas dijo:
     —Nos buscan.
     Su padre, Henryk Machczyñski, subió al trineo.
     Se detuvieron en el prado, ante la choza. Los niños jugaron con bolas de nieve. Pola se quito el abrigo de piel. El vestido le ceñía el estómago. Estaba embarazada. Se quitó el vestido, pidió a la nana un camisón, se acostó en la cama.
     También los alemanes llegaron en trineo. Traían a tres judíos (el cuarto era arrastrado con una soga).
     El oficial alemán entró en la choza.
     Pola salió de la cama y se puso el abrigo de piel. El oficial la retuvo. Comenzó la interrogación.
     Henryk Machczyñski, padre de Pola, fue llamado a declarar.
     El oficial preguntó:
     —¿Quién escondía a los judíos?
     Pola respondió por su padre:
     —Yo. Sólo yo los escondía. Él no sabe nada…
     La nana fue llamada a declarar.
     El oficial preguntó:
     —¿Quién escondía a los judíos?
     Pola dijo:
     —Yo. Sólo yo los escondía.
     Wojtek, hijo mayor de Pola, de siete años, fue llamado a declarar:
     —¿Quién escondía…?
     Pola dijo…
     El oficial ordenó a Pola subir al trineo.
     Ella se sentó con los tres judíos. El cuarto, arrastrado por la cuerda, había muerto. Cortaron la cuerda y lo dejaron en la nieve.
     El trineo se dirigió a un pueblo vecino, Annopol. Detrás del primer pajar, los tres judíos cavaron su tumba y la de Pola Machczyñska.

7

El judío que fue separado del trineo recibió sepultura junto al estanque.
     Los tres del pajar, en el cementerio judío.
     Pola, en el cementerio católico.
     Sus hijos recuerdan que el frío arreció durante el entierro, después de Navidad.
     El marido de Pola regresó de la guerrilla y fue directamente al cementerio. Permaneció un rato ante la tumba, rezó, abrazó a los hijos, y desapareció de nuevo.
     En abril fue enterrado el padre de Pola, Henryk Machczyñski. Los hijos de Pola recuerdan la atmósfera tibia, el brillo del sol primaveral.
     Después del entierro fueron con sus amigos al estanque. Durante el invierno una gruesa capa de hielo cubría el agua. Ahora el hielo se derretía; los peces, asfixiados, flotaban panza arriba.
     En la orilla, un pescador sacaba peces con una estaca y los metía en un costal.
     Empezó a cavar un hoyo.
     Los muchachos estaban en un bosque de pinos tiernos, rodeados de árboles de Navidad; desde ahí observaban el trabajo del hombre.
     En el agujero, apareció un fiambre humano.
     —Son costillas —dijo el pescador—. ¿De quién pueden ser?
     —Del judío —propuso uno de los muchachos—, el que fue separado del trineo.
     —El corazón del judío —el pescador levantó el costal y tiró al hoyo los peces muertos.

8

Uno de los policías contó la historia de Pola, cuando procesaron al Batallón de Hamburgo.
     En su libro, Christopher Browning recuerda: "La policía alemana buscó a la propietaria de la casa, que había logrado escapar. La mujer se fue con su padre, al pueblo vecino. El teniente Brand sometió al padre a una elección: su vida o la de su hija. El hombre entregó a la hija, que fue fusilada."
     "El teniente sometió al padre a una elección: su vida o la de su hija…", confesó después un policía, testigo del acontecimiento.
     El teniente sometió al padre a una elección.

9

Después de la guerra, los terrenos de los Machczyñski fueron repartidos entre los labriegos. El bosque fue dejado a los hijos de Pola. La pequeña hacienda, de tejas rojas, fue comprada por alguien que la desmontó y trasladó a otro pueblo.
     Alguien más se llevó el tejado y la manivela del pozo. Sobre la tierra quedó un viejo círculo, el pozo de concreto.
     Los hijos de Pola, Wojtek y Slawek, iban cada verano a Plebanki. Se alojaban en la choza de la nana. Amaban ese lugar, que no existía en mapa alguno: el claro entre los árboles, el arbusto de lilas, los dos pequeños manzanos silvestres.
     Wojtek decía que dos espíritus buenos vagaban por el bosque. Wojtek iba ahí con su perro Dryf. Era un perro de Pomerania, gris, casi plateado.
     El segundo perro de esa raza en la familia, después de Fifrek, el perro de Pola, amarillo, de manchas blancas. Pola tenía muchos animales, caballos, gatos, pero Fifrek era el más querido. Cuando Pola murió, el perro dejó de comer. Murió a las dos semanas.
     Hace algunos años Wojtek fue a pasear con Dryf. El perro se le adelantó y desapareció. Wojtek peinó el bosque y el perro no aparecía. Regresó al campo y se acordó del pozo cercano a la casa, con tejas rojas. Ahí lo encontró.
     Alguien había robado el anillo de concreto. En la tierra se abría un hoyo de cuatro metros. Desde la oscuridad se escuchaba el gemido del perro.
     Wojtek se inclinó…
     Los labriegos sacaron los cuerpos de Dryf y Wojtek con un esfuerzo considerable.

10

Existe un bosque: abedules de un dorado rojizo.
     Existe un claro en el bosque.
     Existe una choza vieja, de madera.
     Existe Plebanki.
     Grazyna, nieta de Pola, es alta, tiene cabellos de un rubio rojizo y ojos cafés. No se acerca al pozo donde se ahogó su padre. No entra a la choza donde la vieja fue interrogada. Lleva a su hijo en brazos. Debe protegerlo de los espectros de Plebanki.
     —Mamá estaba parada aquí —dice Slawek, el hijo menor de Pola, en la choza de madera—. Con el rostro hacia la ventana. Bajo la ventana estaba sentado un oficial alemán [gracias al libro de Browning sabemos que era el teniente]. Por aquella puerta salieron de la cocina, sucesivamente…
     "¿Quién escondía a los judíos?", preguntó Brand.
     El padre de Pola habría podido responder: "Yo. Mi hija no sabía nada".
     Pero el padre guardó silencio y Pola repitió su: "Sólo yo…"
     —¿Ella sí sabía? —el alemán quería estar seguro y observó con curiosidad al viejo.
     El padre de Pola guardó silencio.
     Murió cuatro meses después. No se enfermó ni se quejó de nada. Dejó de comer.
     El marido de Pola volvió de la guerrilla. Estaba junto a la palangana, en el jardín, bajo un sol de abril. Se lavaba el cuello y la cara. Alguien le vertía agua de la taza. Los hijos estaban cerca y contaban novedades: primero Fifrek dejó de comer hasta que se murió, luego el abuelo…
     Fueron juntos al entierro del abuelo Machczyñski. Después del entierro el padre desapareció y los muchachos corrieron al estanque. Vieron los pescados asfixiados en el agua y, en la orilla, al pescador.

11

Poco antes de su muerte, Pola Machczyñska le entregó a Rywka, una muchacha judía de Kock, papeles de identidad arios y le dio la dirección de sus suegros en Varsovia. La mandó a la estación de trenes en una carreta. Rywka tenía veinte años. Era hija del carpintero Shmul Goldinger, que tenía su taller en el patio de la calle Browarna.
     La muchacha le pidió a su vecino polaco que la llevara a la estación.
     —¡Vete! —grito el vecino.
     Rywka le preguntó a Pola qué debía hacer.
     —Espérame —dijo Pola, y se fue corriendo. Regresó con un policía alemán.
     —¿La llevarás? —preguntó el policía al vecino y se llevó la mano a la pistola.
     El vecino enganchó el caballo y llevó a Rywka a la estación del tren.
     Ella sobrevivió a la guerra. Su madre, Shprynñca, sus cinco hermanas, Sara, Lea, Java, Bluma y Cesia, y su hermano Leizor cayeron en Treblinka. El padre fue fusilado en Lúkow, probablemente por los actores del teatro de revista, en el claro apenas cubierto de hierba.

12

Fue el policía quien avisó a Pola que los alemanes conocían su escondite. Aquel policía había sido visto con ella. A veces iba a Plebanki. "Era originario de Hamburgo, rubio, alto, tenía unos cincuenta años…", me escribió Rywka Goldinger, en una carta de Israel.
     ¿Quería a Pola?
     ¿Podía suponer que escondía gente en su troje?
     ¿Creía que la defendería en la mala hora?

13

Después de que mataron a los tres judíos del trineo, en Annopol, sólo Pola quedó para ser ajusticiada. El teniente Brand se dirigió al policía que iba con ella:
     —Dispara.
     El policía levantó el rifle y dijo:
     —Ich kann nicht —y bajó el arma.
     Brand aguardó.
     Varias veces, el policía levantó y bajó el arma.
     Brand colocó su pistola en la sien del policía:
     —¿Y ahora puedes?

14

La gente de Annopol le contó esto a la prima de Pola.
     La prima vive cerca de la carretera de Plebanki, detrás del viejo roble. Habla muy alto, vociferando, a causa de la sordera, o quizá de la emoción:
     —¡Levantó el rifle y no pudo!
     —¡Intentó tres veces!
     —Hasta que le pusieron la pistola: "¿y ahora…?"
     —¡Hasta la tercera vez!
     —¡Pudo hasta la tercera vez!
     —¡Hasta que le pusieron la pistola!
     —¡Hasta la tercera vez!
     Grita, reumática, escrofulosa, más allá del roble y de la empalizada. Expulsa las palabras, vocifera los últimos instantes de Apolonia Machczyñska. Vocifera las últimas palabras de la historia de amor del policía de Hamburgo. –— Traducción de Ludwik Margules

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