Placas recordatorias

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Luis Cernuda, poeta español de la generación de 1927, compañero de Federico García Lorca, de Rafael Alberti, de Manuel Altolaguirre, de todos ellos, escribió en sus años maduros un poema con título inglés, “Birds in the Night”. Hombre discreto, reservado, más bien opaco durante su vida, Cernuda es hoy uno de los poetas más leídos y admirados de todo ese grupo. En plena Guerra Civil Española tuvo que salir al exilio en Inglaterra y pasó años más tarde a los Estados Unidos y a México. El sentido del poema que he mencionado es más o menos el siguiente: los grandes escritores suelen ser maltratados, menospreciados, perseguidos en vida, pero después de su muerte, las instituciones y los gobiernos les rinden homenaje y colocan placas recordatorias en las casas, por lo general modestas, en las que vivieron, sufrieron, bebieron y trabajaron. El poema citado se refiere en forma concreta a una lápida, así dice Luis Cernuda, consciente, supongo, del carácter fúnebre de la palabra, colocada por el gobierno inglés, o por el gobierno francés, en el número 8 de Great College Street, Camden Town, Londres, lugar donde residieron dos de los “malditos” más célebres del siglo XIX, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine. “¿Oyen los muertos, escribe Cernuda, lo que los vivos dicen luego de ellos?/ Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable/ Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,/ Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita/ Acá la farsa elogiosa repugnante…”
     Cernuda es un poeta áspero, de violencia callada, que no se come las palabras. Los jóvenes españoles de ahora son más fieles a él, a su lenguaje que no hace concesiones, que a otros más conocidos hace algunos años. Pero no entro en su obra, vasta, compleja, rica, y me quedo con el tema de las placas o lápidas. En su última colección de poemas, Apariciones profanas, Oscar Hahn, poeta de la reiteración intencionada, de los ritmos sincopados, escribe: “Los que evitaban saludarlo hasta en la puerta de su casa/ proponen poner una placa junto a la puerta de su casa…” Una vez, se entiende, que el homenajeado ya es difunto, memoria de los demás: miembro de la sociedad de los poetas muertos. En mis años de Europa, sobre todo de París, me sorprendía siempre la densidad de las placas recordatorias, de una frecuencia sorprendente en los barrios antiguos. En una casa de la isla de San Luis había vivido Baudelaire; en otra, un pintor del grupo de Pont Aven, amigo de Paul Gauguin; más allá Camille Claudel, la escultora de final trágico, pariente o hija, ya no recuerdo, de Paul Claudel, diplomático, poeta y dramaturgo. Era un fenómeno que nosotros ignoramos casi por completo y que podría definirse como densidad cultural. Si se cruzaba un puente, se llegaba pronto a la casa de Victor Hugo. Si se pasaba a la otra orilla del Sena, se podía topar con el taller de Eugenio Delacroix, visitado con frecuencia, precisamente, por Baudelaire, quien no sólo escribía poemas en prosa y en verso sino también páginas maestras de crítica de artes plásticas. No muy lejos, en el Hotel del Quai Voltaire, lugar visitado por chilenos ilustres como Pablo Neruda o Sergio Larraín García Moreno, existía y supongo que todavía existe una placa con la leyenda siguiente: “Aquí Ricardo Wagner, Carlos Baudelaire, Oscar Wilde, Jan Sibelius han honrado a París con su paso”. Ellos, se podría decir, y un largo etcétera. Nuestros agregados culturales podrían esmerarse en conseguir que se agregue el nombre de Neruda a la lista. También se podría añadir el de Pierre Reverdy, el poeta que peleaba con Vicente Huidobro por la autoría del creacionismo. Me contaron que Picasso llamaba Verdobro al autor de Altazor, debido a su verdor juvenil y a su pelea eterna con Reverdy. Por su lado, Neruda me contaba que Reverdy era un enamorado eterno de la administradora del hotel y que la visitaba todas las tardes. Las placas, como se puede apreciar, o lápidas, según Cernuda, tienen largas historias. Mi amigo brasileño Rubem Braga también se alojaba en el Hotel du Quai Voltaire y hacía bromas crepusculares, antes de levantarse a visitar las tabernas del barrio de Saint Germain: “Hoy día me siento muy Ricardo Wagner, decía algunas veces, y otras, hoy me siento un poco Oscar Wilde”, mientras sonaban los teléfonos, llamaban las musas y la noche comenzaba a perfilarse.
     A Neruda le pusieron una placa en el 2 de la avenida de la Motte-Picquet en los años en que José Miguel Barros era embajador. No fue una mala iniciativa, a pesar de que los versos acusatorios de Cernuda y de Oscar Hahn también habrían podido aplicarse. El poeta de Residencia en la tierra tuvo su cuota debida de honores y de dolores de cabeza en los años en que fue embajador en aquella santa casa. Llegó a decirme un día que pensaba arrendar una residencia separada, a fin de alejarse de los teléfonos, los telegramas, los funcionarios y los parlamentarios de paso, cosa de la cual me reí bastante, ya que sabía que su antecesor Joaquín Fernández (“si usted nace tonto en Chile…”) había hecho exactamente lo mismo. Pero en etapas anteriores, en los meses en que fue cónsul encargado de la emigración española republicana a nuestro país, sufrió de los olvidos, los desdenes, hasta las groserías de los demás miembros de la misión. Le colocaron placa, a pesar de todo, como a Verlaine y a Rimbaud. La placa habría debido consignar que otro gran poeta, Louis Aragon, estuvo refugiado en aquella casa, en una buhardilla del último piso, en las primeras semanas de la Segunda Guerra Mundial, en vísperas de la entrada a París de los ejércitos hitlerianos. Pero toda placa es insuficiente, como toda fama en la literatura. Victor Hugo domina la ciudad de París, con plazas, estatuas, bulevares, en tanto que Flaubert es más bien escaso y que Rimbaud, “el golfo”, como escribe Cernuda, casi no existe.
     A fines del año 62 viví cerca de la rue Hamelin, en el barrio de la avenida Kléber y del Arco de Triunfo. Pasaba a menudo por esa calle y me sabía de memoria una placa donde se decía que Marcel Proust había muerto en ese lugar, ya no recuerdo si en el número 58 o en otro muy cercano. De manera que el famoso dormitorio con las paredes acolchadas para evitar los ruidos, y donde el enorme manuscrito de la Recherche se levantaba como una columna de palabras junto al velador, había estado detrás de alguna de esas ventanas. El lugar se había convertido en hotel y había sufrido toda clase de transformaciones. Nadie me supo dar demasiados datos. Pero la placa, como se verá, jugó un papel interesante. Un domingo salimos a conocer el pueblo de Illiers en Normandía, donde transcurren las primeras páginas de la novela de Proust, en compañía de los Vargas Llosa, en familia, en un viaje de peregrinación literaria que ya he contado en otra parte. Ocurrieron cosas imprevistas, llovió a cántaros, y el anciano doctor que cuidaba la célebre casa de la tía Léonie, amigo de Robert Proust, el hermano médico del novelista, se levantó de su lecho de enfermo y acudió a mostrarnos el lugar, impresionado quizás por el hecho de que llegaran visitas de países tan remotos, de Perú y de Chile. Era un viejecito frágil, de ojos de un color celeste acuoso, vestido de negro y de corbata humita oscura. Hablamos de muchos aspectos de la vida de Marcel Proust y de su familia y de pronto, no sé a propósito de qué, dijo que el escritor había muerto en el número doscientos y tantos del Boulevard Haussman. Yo sabía bien que el escritor había vivido durante largos años en el Boulevard, pero después se había trasladado, y la placa de la vecindad de mi casa era un testimonio más que suficiente.
     Me permití corregir el dato del doctor con la mayor prudencia, sin pisarle los callos, pero confiado en la erudición que me daba la placa de la rue Hamelin. Ahí había estado el famoso dormitorio acolchado, el de la escritura asmática, agónica, de El tiempo recobrado, y ahí, tendido en su cama, había escuchado Proust el cuarteto de César Franck interpretado en vivo, a media noche, después de un concierto en una sala que no quedaba lejos, por el cuarteto Poulet. El viejo doctor me miró con sus ojos acuosos, inocentes, e hizo un movimiento como de golpearse la cabeza, como de reconocer que había empezado a fallarle:
     “¡Ah, exclamó, estos sudamericanos lo saben todo!”
     Me atrevo a suponer que el mito de los sudamericanos, el que sirvió de sustento al llamado boom de nuestra novela, el que sustentó la fama de los escritores sabios al estilo de Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Octavio Paz, ya estaba en proceso de formación. Es probable que nosotros, en el pueblito de Illiers, el Combray de Marcel Proust, como rezaban los letreros de los caminos de acceso, en la cocina de la casa de la tía Léonie, junto a los mazos de palo con que Françoise desmenuzaba pirámides de azúcar, hayamos contribuido con nuestro grano de arena. El doctor nos hizo de inmediato miembros de la Sociedad de Amigos de Marcel Proust y nos invitó a las fiestas primaverales de la semana en que florecen los aubepines, arbustos espinosos de flores blancas o rosadas y que abundaban, como lo cuenta la novela, en el pequeño jardín de la casa y en los campos de las cercanías. ¡Y todo por una placa! ~

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(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.


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