Ilustración: Tamara Villoslada

Navidades musulmanas

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Así tuvo que ser, tenía que coincidir mi etapa místico-identitaria con las primeras Navidades vividas con pleno conocimiento de causa en la nueva ciudad. No pude experimentar las dos cosas con una prudente y saludable distancia temporal que me permitiera dejar mi primer conflicto “cultural” para más adelante. ¿Cuántos años tenía? ¿Diez? ¿Once? Hacía ya un par o tres que habíamos llegado. Estaba todo dispuesto para que el choque de civilizaciones, religiones y tradiciones se manifestaran en una niña de esa edad sin que nadie, absolutamente nadie se diera cuenta de la importancia del asunto.

¿Cómo empezó todo? ¿En qué momento? ¿Cuál fue el detonante? Porque hasta entonces no recuerdo ninguna reflexión o desasosiego relacionado con el hecho de haber nacido en Marruecos y haber emigrado al nuevo país. Sí, las cosas eran muy distintas, el olor a embutidos, a alcohol, el de los purines esparcidos por los campos de los alrededores y el de las fábricas de pieles junto al río resultaban algo chocantes para nuestras narices norteafricanas, pero al cabo de unos meses ya nos habíamos acostumbrado. Los primeros tiempos fueron más bien de euforia sin prevenciones de ningún tipo. Las ganas de conocer todo lo nuevo, de aprender la lengua, de descubrir día a día el sitio hacían que ninguno de nosotros, ni siquiera nuestros padres, nos planteáramos nada relacionado con la identidad, el origen o algún tipo de peligro a perderlo en el proceso de adaptación.

Pero hubo un día, un día concreto en que estos miedos empezaron a desplegarse. Quizá fue en una reunión de mujeres de las que acostumbraban organizar nuestras madres para tomar el té por la tarde. Se sentaban con sus cuerpos crecientes debido a la nueva dieta rica en harinas refinadas viniendo de un lugar donde lo habitual era comer pan negro y se contaban historias de cuando eran jóvenes y solteras, anécdotas familiares y chismes de todo tipo. Eran pocas las familias marroquíes de la ciudad, pero todos nos conocíamos y sabíamos hasta el detalle más insignificante sobre los movimientos y acciones de cada uno de sus miembros. Que si fulanita llevaba la falda corta justo por debajo de la rodilla, que si iba con la cabeza descubierta a pesar de ser una mujer casada, que si la otra trabajaba horas fuera de casa sin que el marido se enterara. Y en todas estas conversaciones tarde o temprano aparecía algún acontecimiento mágico, increíble, algún milagro ocurrido a un conocido de un conocido de un conocido o a un familiar de un familiar de un familiar pero tan verdad como que quien lo relataba podía jurarlo por sus hijos. De allí a hablar de Dios como un tema más había un paso. Ese Sidi* estaba presente en todo aunque de una forma más bien poco ortodoxa, el que justificaba los hechos increíbles, al que encomendarnos cuando las desgracias, los caminos trazados por el cual nunca podíamos prever. De allí se pasaba a hablar de los conocimientos religiosos. Como ellas eran mayoritariamente analfabetas y apenas habían memorizado los suras básicos para la oración, el peso acababa por recaer en los hijos. Que si este se sabía hasta tal sura y el otro hasta tal otro. Que si con cinco añitos ya los recitaba de carrerilla. Que si uno rezaba todos los viernes y la otra decía que quería empezar a ayunar. Y en una de esas conversaciones de madres peleándose por demostrar los méritos de los hijos alguna de ellas dejó caer la frase que supondría para mí el comienzo de mi nueva etapa: pero estos niños que están creciendo aquí ya no van a sabernada de su propia religión, se van a perder en pocos años. Para terminar se burlaban de los menores presentes: ya te veo degustando una buena pata de cerdo de aquí a poco, ¿verdad?

Por supuesto que yo me rebelé contra lo que consideré una acusación de traición anticipada (si hubiera llegado a vislumbrar aunque fuera un poquito el futuro no me habría indignado tanto) por lo que busqué el pequeño Corán que mi madre guardaba para ponernos bajo la almohada en las noches en que teníamos pesadillas y me dispuse a leer los suras para demostrarles a esas mujeres que por lo menos conmigo andaban muy equivocadas. Que yo seguía siendo tan marroquí, tan musulmana como el día en que nací y que no había perdido ni un ápice de todos los conocimientos religiosos aprendidosen la mezquita del pueblo por los que el abuelo y la familia entera me felicitaban. Yo seguía siendo buena, no una traidora. Pero cuál fue la sorpresa de encontrarme ante las bellas páginas y no poder descifrar ni una sola línea, ni una palabra, ni una letra. Había perdido completamente el código para poder desencriptar el mensaje divino. Me había vuelto sorda de repente a la letanía conocida que ahora me sonaba como esas canciones en inglés que puedes tararear pero de las cuales no sabes descomponer los sonidos que las forman. La sensación fue desoladora, como de haber perdido algo muy valioso.

Poco después vino la salvación: se abría una “mezquita” en la ciudad. Me alegró la noticia e imaginé un edificio blanco con minarete parecido al del pueblo y al principio fue algo difícil hacernos a la idea de que esos bajos con el suelo cubierto por trozos de moqueta gris unidos por cinta aislante y con olor a humedad y pies fuera realmente un espacio de encuentro con Dios. Pero no importó, allí sentados los niños uno al lado del otro sábados y domingos por las mañanas, empezamos un proceso de reaprendizaje del alfabeto árabe y de los suras más básicos, así como de los pasos para realizar las abluciones y la oración. Que el hombre que hacía las funciones de imán fuera alto con una barba negra y los ojos pintados de kohl que hablaba árabe y catalán puede que influyera algo en el inicio de mi etapa mística. Yo era una alumna atenta y aventajada, que estudiaba en casa para llegar con todo aprendido y recitaba de carrerilla cuando tenía que hacerlo en solitario. Y empecé a hacerle preguntas, a querer más información sobre esa cosa tan etérea hasta entonces que era ser musulmana. En el pueblo nadie nos lo había explicado, simplemente todo el mundo lo era por nacimiento y sedaba por supuesto que no había nada que debatir ni discutir. Pero yo no me conformaba, más aún después de haber estado a punto de caer en el lado de los infieles, no me era suficiente memorizar y cumplir como autómata con los preceptos. Necesitaba saber, conocer el origen, los significados, estar completamente segura de que estaba siendo la mejor musulmana posible, no solo musulmana de a diario como era mi madre, que rezaba cuando podía entre los quehaceres de la casa y ayunaba y no comía carne hala porque aún no habían abierto ninguna carnicería islámica en la ciudad. No, yo iba a ser una musulmana como Dios manda.

Luego vinieron las lecturas de los cuadernillos del Centro Islámico Español que, con dibujos de niñas con pañuelos y familias felices parecidas a esas de los folletos de los testigos de Jehová, contaban cómo tenían que hacerse los rituales de la oración o explicaban a los niños el significado de los cinco pilares. Había una colección especial dedicada a los profetas y el que me atrajeran más esas historias que las que explicaban las normas ya era un indicio de que mi devoción iba a ser pasajera. Me encantaba la historia de José que sobrevivía comiendo hierbas cuando sus malvados hermanos lo tiraban al pozo y cómo después interpretaba los sueños. Me estremecía la escena de Abraham a punto de sacrificar a su hijo por obediencia a Dios y justo en el último momento la voz de un ángel le decía que ya no hacía falta, que había demostrado suficientemente su sumisión al Misericordioso.

Todo lo que aprendía en la mezquita o en los libros se lo contaba a la persona que me observaba entre el asombro, la admiración y el desconcierto: mi madre. Se nos solucionó el tema de la carne con la apertura de una carnicera islámica, me inventé una habitación de rezar para que estuviera siempre llena de alfombras y limpia, aunque no creo que en un piso mediano con seis niños la iniciativa tuviera demasiado éxito. Empecé a ponerme el despertador para rezar justo cuando saliera el sol y no dejarlo para más tarde. E hice una cosa que pronto se giraría en mi contra: empecé a leer las etiquetas de los productos elaborados que comprábamos. En las galletas, la bollería y las delicias más apetecibles había un ingrediente algo indefinido: grasa animal. Pregunté al imán: grasa animal puede ser de cerdo pero también de ternera o de pollo o mantequilla, ¿no? Me respondió que para no correr riesgos era mejor no consumir ningún producto que llevara grasa animal, ya que en la mayoría de los casos era manteca de cerdo. Que si era de otro animal de todos modos al no haber sido sacrificados de forma halal tampoco se podían comer. Mejor prevenir que curar, así que yo misma me metí solita en el sarao de las etiquetas. Le dije a mi madre que las galletas María, aquellas que comían los bebés incluso en el pueblo, llevaban ese tipo de grasa y que no podíamos comprarlas. Me hizo caso, algo asqueada por el hecho de haber estado comiendo “cerdo” durante tantos años sin saberlo y a partir de entonces empezó a preguntarme por los ingredientes de todo lo que comprábamos en el supermercado. Así me recuerdo entonces: sujetándome las gafas para intentar descifrar las diminutas letras escritas en los plásticos transparentes.

Hasta allí todo bien. Nada de conflictos, simple devoción. Pero pronto llegó la Navidad. Los villancicos, los polvorones, la representación escolar, las tarjetas de felicitación, todo me iba a suponer un gran dilema interior.

Era el primer año en que, con los conocimientos lingüísticos y culturales necesarios, entendía perfectamente el sentido de la Navidad. A lo mejor otros niños que habían crecido con esta festividad no preguntaban sobre su origen y simplemente la disfrutaban, pero nosotros al ser nuevos tuvimos que preguntar. Y quien pregunta recibe respuestas y quien recibe respuestas tiene la información necesaria para decidir con conocimiento de causa su posición en el mundo. Esto aunque suene rimbombante fue exactamente lo que me ocurrió. Pregunté qué era la Navidad y se me dijo que era la celebración del nacimiento de Jesús; pregunté cómo era considerado Jesús y se me contó la historia de ser hijo de una mujer virgen y de Dios al mismo tiempo; pregunté qué significado tenía todo eso y se me explicó que era el pilar fundamental de la fe cristiana. Vaya, hasta entonces los habitantes delnuevo lugar nunca se habían definido con esa palabra. Los marroquíes sí les llamaban así, cristianos o infieles o esa palabra tan fea que se usaba también para los animales que morían sin ser sacrificados de cara a la Meca. Los adultos de la familia y vecinos tenían ese tipo de denominaciones en rifeño pero a los propiamente “infieles” nunca les habíamos oído decir que eran “cristianos”. Catalanes era lo que más, eso sí nos quedó claro desde muy pronto, pero no se definían por su religión y eso me había permitido de un modo ingenuo no verlos tan distintos como los veían mis padres entonces. Además nuestro colegio era público y aconfesional, así que el tema no se había tratado ni de lejos. Pero claro, al llegar diciembre seguíamos todas esas costumbres que al principio creí una fiesta más, con las luces por las calles, la música por todas partes, los papeles de colores para los regalos, los árboles decorados, los dibujos de nieve en los cristales de las casas. Me habría gustado que eso no tuviera ningún sentido religioso, que simplemente, en esas fechas, la gente hacía esas cosas porque sí. Si era porque sí también nosotros podríamos hacerlo, pero si era porque la gente era cristiana entonces se planteaba una gran contradicción. Tuve que preguntar, no podía quedarme con la duda.

Sabiendo la respuesta, consulté con el imán. ¿Podemos celebrar la Navidad? No, por supuesto que no, eso es haram. A menos que te conviertas, claro. ¿Pero puedo cantar los villancicos en la clase de música? Tampoco, fíjate en lo que dicen las letras, que ha nacido Jesús hijo de una virgen y de Dios. Nuestro Isa no era más que otro profeta de la larga lista de profetas que el Misericordioso nos mandó para conocer sus deseos. Nadie puede ser hijo de Dios porque Dios no es humano, no tiene hijos. Pero hay villancicos que no hablan de Jesús. ¿Puedo por lo menos unirme al resto de la clase cuando la canción no tenga nada que ver con eso? ¿Como por ejemplo la parte del fum, fum, fum? ¿O la canción del trineo? Esa no habla para nada de ninguna virgen. No, niña, todo eso forma parte de “su” celebración. Nosotros no formamos parte de eso y no vamos a formar nunca. A mí por un lado me dio rabia que entre tantos marroquíes que casi no entendían ni catalán ni castellano ese precisamente tuviera conocimientos tan detallados sobre el tema, y por otro empezó a parecerme algo absurdo que por sutilezas tan insignificantes como si Jesús era hijo o no de Dios yo tuviera que cantar los villancicos por dentro. Porque una cosa sí era cierta: no podía evitarlo, por muy culpable que me sintiera, por horrible que me pareciera, escuchar las primeras notas de cualquier estrofa navideña era empezar a entonarla sin más. La música en general me provocaba un placer íntimo y alegre, pero sobre todo en los villancicos encontraba una belleza sin igual. Algunos me parecían tristes, otros alegres, pero todos pegadizos. Mi mortificación llegó al punto máximo cuando, en clase de música, para no llamar la atención y al mismo tiempo no dejar de mantener mis principios, movía los labios pero sin voz, disimulando entre el resto de niños. Y cuanto más contenía la voz, más ganas tenía de alzarla por encima de todas las demás, expandir el pecho y dejar que saliera con toda la fuerza. Pero nunca pasó.

Por supuesto también pregunté si podíaparticipar en el belén viviente, aunque fuera haciendo de vaca o de mula, de pastorcillo, que los había en todas partes, pero la respuesta siguió siendo la misma.

Ay, pero lo último, lo más doloroso no fue renunciar a regalos de Reyes ni asistir a la cabalgata con la euforia contenida, lo peor fueron los polvorones. ¿Para qué preguntas? ¿Para qué lees? A mi padre le mandaban cestas todos los años repletas de turrones, latas y polvorones. Y siempre nos los habíamos comido con gran disfrute, con el té de menta sabían de maravilla, muy parecidos al sellu de frutos secos  del pueblo. Niña, ¿para qué preguntas? ¿Para qué lees? Porque en la familia ya era costumbre leer todo lo que entraba envasado y eso me pidió que hiciera mi madre cuando llegó la primera cesta. Y yo por un momento tuve la tentación de empezar a mentir pero la culpa me habría devorado. Ni siquiera era grasa animal, que podía dejar lugar a dudas, no, lo que llevaban los polvorones era pura manteca de cerdo. Mi madre se tapó la boca con la mano: que Dios nos perdone por los que nos hemos llegado a comer. Pues sí, muchos, y buenos que estaban pero por culpa de mi afán literalista eso se había acabado. Los puso en una bolsa aparte, por si nuestro padre sabía de algún “cristiano” para dárselos. Y así me quedé yo, tan musulmana, muriéndome de ganas de cantar, de ganas de interpretar a la virgen en el escenario y sobre todo de ganas de comerme aunque fuera uno solo de los pastelitos.

¿Para qué preguntas? ¿Para qué lees? Pues para decidir tu propia vida y tomar una decisión trivial que hace que tu camino se bifurque por donde no habías previsto. Así de simple fue la cosa: me desperté en plena noche, salivando, rememorando los sabores de otros años y a escondidas me hice con un polvorón. Subí al baño de arriba, me senté en la taza del váter, lo abrí despacio y lo disfruté deshaciéndose en mi lengua migaja a migaja. No tenía ni idea de que justo allí acababa mi misticismo y años más tarde todos mis sentimientos religiosos. Lo que valía realmente la pena era el placer tangible, viniera por el sentido que viniera. Contra eso no hay Dios que luche. ~

 


* Glosario mínimo: halal: puro; haram: impuro; Isa: Jesús; kohl: galena, cosmético oscuro; sellu: aperitivo, también llamado sfuf; Sidi: Señor.

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(Nador, Marruecos, 1979) es escritora. Su familia se estableció en Barcelona cuando tenía ocho años. En 2008 obtuvo el premio de las letras catalanas Ramon Llull de novela por 'L’últim patriarca'.


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