Muerte en tres actos

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Para Lourdes Reynoso, hacedora de segundos infinitos.

La muerte, tan ordinaria como una puesta de sol, goza de un carácter de ineditez por demás sospechoso en un planeta cuyo ritmo de mortandad es proporcional a los más de 6 mil millones de habitantes que lo sobrepoblamos. Cada jornada alguien se extingue, con su historia y sus deseos, a pocos metros de nosotros, sea de un paro cardiaco o bajo las llantas de un camión, y también todos los días ignoramos la muerte ajena, la esquivamos u ocultamos como si con ello difiriéramos nuestro destino común, estrictamente humano y mortal.

Yo, que no gozo de parientes en primer grado muertos, y muerto de ganas como estaba de ver en dónde desemboca este río que es la vida humana, asistí al SEMEFO, sucursal más cercana, para ver qué significa un muerto. Encontré dos cuerpos, ambos demasiado limpios: el primero, cuya única anomalía era un punto rojo por donde se le había salido la existencia entera, fue pinchado con un picahielos, herramienta de confección tan elemental que no parecía justificar su capacidad de asesinato, de terminación del inconmensurable esfuerzo de la vida; el otro, agujereado por tres balazos, también límpidos y exactos, había recibido uno de estos en su ojo izquierdo, desinflándolo como a un globo. Y vi o adiviné, además de esto, otro inédito: mi propia muerte.

***

En un viaje por el sudeste asiático encontré cierta composición de una estética invaluable a mitad de la calle. Debíamos circundar la medianoche cuando el colectivo en que viajaba por Vietnam del norte se cruzó con la muerte: del lado derecho, un camión de pasajeros entró a escena y atropelló la motocicleta en que se transportaban dos personas, uno hombre, otra mujer. La deformación de los cuerpos, común en los impactos de semejante magnitud, era tan efusiva que estos resultaban a simple vista cadáveres; estaban ubicados al centro del encuadre, apenas unos metros más allá de donde quedó la motocicleta, también cadáver, aunque de fierros. Pero eso no era todo: en esa negrura oriental, un manojo de caras redondas, situadas en media luna y a la izquierda de la composición, resultaban lo mejor iluminado del teatro, pues se aterraban frente a los cuerpos, y las luces del camión, despiertas todavía, les apuntaban directamente a los ojos sorprendidos.

¿Qué es morbo? ¿Lo fue mi visita al SEMEFO? ¿Lo era aquel espectáculo vietnamita? ¿Será acaso el goce simple y llano ante acontecimientos desagradables? ¿O es, quizás, el anonadamiento natural frente a otro cuerpo, un cuerpo frío, que sentimos los mortales a quienes se nos ha privado de experimentar, siquiera como espectadores, ese gesto tan políticamente incorrecto, tan violento y fatal que es la muerte? ¿O será que, en lugar de pensar gustosamente ante la sangre incontenida, los ansiosos asistentes pensamos, nos decimos a nosotros mismos: “Mira, éste ya llegó a donde todos vamos”?

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Hace poco, en Alemania, un hombre fue hallado en su departamento: llevaba 7 años muerto. A lo largo de ese lapso, mediante entre la muerte y el hallazgo, nadie reclamó su cuerpo. El tipo había vivido sus últimos días como desempleado y sobre su escritorio, frente al cual lo encontraron, aún quedaban centavos de marco alemán, la desaparecida moneda germana que fue suplida por el euro. Nadie, siquiera, se quejó de su hedor.

Claro ejemplo, por supuesto, de la dimensión ridícula de la vida, es este hombre. Como con la hormiga que se pisa a conciencia, y que contiene tanta vida como el elefante protegido o el felino apreciado (pero que son más grandes y necesitan más gusanos y huelen más y peor que la hormiga, y por lo tanto merecen más nuestro luto), este hombre desapareció de la forma más pura y directa, casi agresiva de tan honesta: nadie pensó en él. Por esto, tal vez, por el brusco deslumbramiento que suscita su contemplación, es que la muerte es negada con énfasis, tanto como apreciada codiciosa y mudamente, ‘con morbo’, como si fuera un gusto prohibido, ciertamente un gusto por el descubrimiento: el de sabernos tan poca cosa.

Quizá neguemos la muerte no por la muerte misma: quizá debamos negarla para no nadar en la ciénaga de la Nada, para ‘tener sentido’ o para creer, así sea una falsedad, que algo queda, que de algún modo permaneceremos. Tal vez el morbo sea el sobresalto de quien por fin aprecia cómo se descompone, con qué facilidad y a qué tempo, con mayor facilidad que nuestra carne, nuestra adorada vanidad, que no es otra sino la vanidad del mundo; de ahí su condena.

Basta imaginar, sobre esta tesitura, todas las otras vanas pretensiones de permanencia (que no son sino la negación de la muerte como la terminación definitiva del yo), como lo son la trascendencia a través de la obra o la inmortalidad del alma, y contrastarlas con la idea más pura de extinción humana, retratada cabalmente en este video, para así darnos cuenta de que el que habla sobre la tarima frente a 10 mil escuchas no es otro que aquel parado sobre otra forma de podio, el cadalso, quien ya le lleva ventaja al popular orador: muerto, por lo menos se tiene la certeza de que el tema ha sido expuesto.

– Jorge Degetau

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es escritor. Colabora habitualmente en la revista Este País y en el diario El Nuevo Mexicano. Su cuento “Nombres propios” ganó el XV Concurso de Cuento de Humor Negro.


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