Muerte del viaje

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“Cuando los norteamericanos viajaban en 1820”, afirma el narrador de Los papeles de Aspern, “había en ello algo romántico, casi heroico, si lo comparamos con los incesantes trasbordos de nuestra época presente, época en que la fotografía y otros adelantos han aniquilado la sorpresa.” La frase es insólita y también premonitoria. No la dice un energúmeno de hoy, horrorizado por la distorsión existencial de internet o las galopantes realidades virtuales, sino un bibliófilo de fines del siglo xix, inescrupuloso protagonista de una intriga “poética” en esa Venecia intemporal que todos, anacrónicamente, tenemos en la cabeza. Más allá de la reflexión citada, esta breve novela de Henry James es la ingeniosa, conmovedora y sarcástica descripción de una devastadora pasión literaria; un tipo de sentimiento, en todo caso, sobre cuya vigencia en nuestros días no hay certeza alguna.
     James ilumina, sin proponérselo, dos fenómenos que nos parecen ominosamente contemporáneos. Uno es la banalización tecnológica de la experiencia: “la fotografía ha aniquilado la sorpresa”. El otro, transparentado en la metáfora total del relato, es la declinación (la degradación, la inutilidad) de la literatura como una pasión válida en sí misma. (La “pasión” entendida como un deseo que nos arrastra más allá de nuestras convicciones).
     En su desdén por la fotografía, el protagonista de Los papeles de Aspern esbozaba la idea de la muerte del viaje como genuina experiencia de transformación. En 2005, hablar de la muerte del viaje mientras los aviones despegan a cada minuto puede parecernos un contrasentido. No lo es si recordamos —si aceptamos— que todo viaje que merezca ese nombre (y lo confirma la más inédita de las enciclopedias) consiste en el arte móvil, paradójicamente lento, de entrar en la sorpresa (visual, auditiva, aromática o pestífera, cultural y afectiva) con los ojos abiertos. Transformarse, sin dejar de ser uno mismo, experimentando una metamorfosis velada, incompleta por definición y oblicua al desplazamiento geográfico.
     Pero éstos ya son preceptos agónicos. Disuelta la sorpresa en los ácidos del revelado, y luego en la maraña de rayos catódicos de la televisión, en la instantaneidad del correo electrónico o en la manipulada omnisciencia del telecable, ¿qué hacemos hoy al ir de un país a otro? Apenas, reconocer el logotipo de nuestra costumbre, prisioneros del útero en expansión de una identidad rutinaria. Predicha por James hace más de un siglo, asistimos hoy a la muerte definitiva del viaje. Como si la digitalizada esfericidad de la Tierra hubiese triunfado, por fin, sobre la variación de los paisajes.
     De paso por Barcelona, he tropezado con una edición en inglés de The Aspern Papers, y he releído, al cabo de 25 años, las palabras que inician esta nota. No las recordaba (¿sorpresa?), y me han parecido puestas allí para que yo creyese descubrirlas 115 años después de que entintaran la pluma de James. Un amigo me indica los barrios en que hace tres décadas y media habitaron García Márquez, Jorge Edwards o Vargas Llosa, cuyos libros me hicieron ver entonces cosas imprecisables e imperecederas, mientras cavilo sobre la posibilidad (y el delgado sentido) de entrevistar a un par de escritores españoles cuya obra reciente admiro, aunque ya de forma perecible y, claro está, del todo precisa. No disponen de tiempo, y tal vez sea una suerte y un signo.
     En 1981, el novelista chileno José Donoso regresó a Santiago de Chile tras dos décadas de exilio transcurrido, sobre todo, en España, entre Barcelona y Calaceite, en los años del mítico boom de la novela latinoamericana. Al volver a su brumosa ciudad natal, Donoso tenía 57 años, y se propuso dirigir allí un taller de narrativa en cuyo primer ciclo, de 1981 a 1983, yo mismo participé. Conocí en él a varios de los escritores chilenos que publican por estos días (a Carlos Franz, cuya novela El desierto acaba de ser premiada en Buenos Aires, o a Roberto Brodsky, autor inquietante de El arte de callar). Una de las primeras tareas que Donoso nos encomendó, además de escribir cuentos semana a semana, fue leer Los papeles de Aspern. No olvido su fascinación al pronunciar él mismo algunos capítulos en voz alta, para desmenuzar luego las argucias técnicas del autor, mostrándonos (éramos muy jóvenes, y en el insípido Santiago de entonces, en plena dictadura, la sola idea de escribir ficciones implicaba una sospechosa excentricidad) su incalculable admiración por alguien —Henry James— que había vivido por y para la literatura. Lo llamaba “un escritor profesional”, en el sentido profundo del término, algo que el propio Donoso persiguió siempre como manera de estar en el mundo. Hojeando Los papeles de Aspern en marzo de 2005, no sólo he recordado aquellas veladas en el estudio del autor de El obsceno pájaro de la noche y El lugar sin límites; he creído, también, entender su fervor literario, que incluía una vertiente de idolatría, de fetichismo ilustrado (cosas que el libresco aventurero de Venecia encarna), y también de voyeurismo ante la “cocina” personal de cada escritor. No es extraño, por lo tanto, que Donoso nos permitiese, con un fulgor lúdico en su mirada, echar vistazos a sus “cuadernos paralelos”, donde anotaba reflexiones de todo tipo acerca de lo que escribía por esos días (los relatos de Cuatro para Delfina, creo, o el inicio de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, cuyo manuscrito lo enemistaría más tarde con parientes altisonantes).
     Si Macbeth asesinó el sueño como fisiología del reposo, la revolución electrónica, desencadenada hace medio siglo por la televisión, lo está asesinando en su acepción más imaginativa. No podemos soñar lo que ya nos han forzado a ver y prever con estridencia. La imaginación ha sido traicionada por la tecnología. El viajero, hoy, no acaba jamás de partir hacia escenarios que ha contemplado mil veces. El personaje de James era un idólatra minucioso y recelaba de la fotografía. ¿Qué diría hoy ante la demencial, instantánea, omnipresente reproducción de textos e imágenes? Las consecuencias son múltiples: desde la evaporación de los territorios ignorados y la pixelización de ídolos que pudieron ser dioses, hasta la perniciosa exigencia de velocidad editorial —es un ejemplo— mientras, por otra parte, se nos tienta con poderes de inacabable depuración. Al corregir ad nauseam un texto en la pantalla, yendo de una “página” a otra para pensar sobre lo escrito, nos marea literalmente una sopa de letras virtuales. Tal vez el madero que nos salve se llama lápiz.
     La televisión y la Red son los demonios de esta mentirosa omnipotencia “comunicativa”, pero la literatura sigue siendo, todavía, una pasión por las particularidades y la lentitud. Del lenguaje, de los personajes como entes psicológicos, de una aventura física o moral, de un paisaje incluso. La fotografía banalizante que preocupaba al alter ego de James desarrolló vertientes artísticas y documentales, sin duda, pero en sus formas más viles y publicitarias ha sobrepasado en años-luz sus peores pesadillas de la “no sorpresa”. Ni qué decir de los artefactos digitales que hoy amenazan, según leo —¿por última vez?— la existencia de los libros. Y que corroen algo menos evidente: la persistencia de la narrativa como un arte a escala humana, demoroso como un viaje y capaz de conmovernos de un modo también perdurable. Podemos creerlo o no, pero hay quien dice que José Donoso (y Henry James mucho antes) supo morirse a tiempo. A nosotros, que nos retoquen con foto-shop. –

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