¡Mira quien baila! (Pero mira bien)

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Revisando algunos papeles viejos releo esta nota, escrita al vuelo después de una tremenda noche de fiesta en la Feria de Cali del 95 ó 96:
     “Pienso en las leyes universales del movimiento, en las mareas, en el clima, en los planetas, en la menstruación femenina. Pienso también en las leyes humanas, en el círculo de la explotación, la colonización, la esclavitud, la vigilancia, y concluyo que bailar es uno de esos raros privilegios humanos a través de los cuales es posible afirmar una libertad radical. El esclavo está obligado a obedecer al amo, sí, pero para desquitarse baila, se mueve a su antojo, describe formas, trazos, garabatos fugaces e inaprensibles que se borran incluso antes de escribirse. Pobrecitos los tullidos. Pobrecitos los que, en plenas facultades para bailar, no bailan. Pobrecitos.”
     Cito esto sólo porque hace unos días descubrí un programa de televisión que ha estado a punto de mandar al carajo todo mi entusiasmo por el baile. Se trata de ¡Mira quién baila!, de la primera de tve, cuyos danzarines concursantes conforman un lastimero grupo de famosos ya no tan famosos, toreros que no torean, cantantes que no cantan y otros faranduleros en plena decadencia. Como ya es costumbre, el público decide quiénes serán los ganadores a través de mensajes sms y existe una especie de comité de expertos encargado de valorar las actuaciones, en el que cabe destacar la presencia de Mariano Mariano, un tipo francamente simpático pero, a mi entender, no demasiado calificado para el cargo de juez en un concurso de baile, dado que el individuo en cuestión padece una minusvalía que le impide andar sin muletas (¡!). La presencia de Mariano Mariano en ese jurado es un cóctel dulzón, muy apreciado en los bares de la sociedad del espectáculo, hecho de corrección política y soterrado cinismo.
     El programa no es sólo un síntoma del declive del baile, sino de todo el cuerpo humano, en últimas, de la civilización. Los movimientos que, con mayor o menor fortuna, ejecutan los participantes, han sido previamente deformados a través del énfasis, de cierta exageración gestual que pretende reemplazar los fundamentos rebeldes del baile (apertura, flujo, ritmo, desarreglo sensorial, fuga) por una réplica triste y hueca de los sentimientos que en teoría inspiran al bailarín: la sensualidad, el amor, la lujuria, la pena… Se produce, pues, un remedo de baile cuya marca visible en el espacio es el fingimiento, la expresividad hiperbólica que tan a menudo sirve de máscara a la banalidad. Es, obviamente, una forma institucionalizada del baile, del movimiento corporal en relación a las intensidades de la música. Ya no estamos ante la afirmación radical de la libertad; presenciamos, por el contrario, el gran robo del siglo: cuerpos desalojados y controlados “a distancia”, cuerpos vigilados a los que no se les permite demostrar sentimientos propios, reales. Son, en suma, cuerpos sin verdad, objetos de una violencia que no por subrepticia es menos brutal.
     Sólo los errores en la ejecución permiten a veces atisbar a lo lejos una presencia humana acorralada que parece querer rebelarse “por defecto” y no por voluntad propia. En otras palabras, son las torpezas incorregibles, esa imposibilidad última para fingir del todo, lo que delata la existencia del prisionero detrás de todas esas muecas horripilantes.
     Lo preocupante, sin embargo, es que ¡Mira quién baila! es sólo la punta del iceberg, ya que la verdadera resurrección de este baile casposo ha venido de la mano, sorprendentemente, de los inmigrantes latinoamericanos. Basta visitar alguna de las, así llamadas, discotecas latinas del centro de Madrid para comprobarlo. Ávidos de satisfacer la demanda de “latinidad” (es decir, de confirmar los prejuicios europeos sobre lo que significa ser latino: sensualidad de pacotilla, maracas de pacotilla, sudor de pacotilla, negros de pacotilla), los colonizados gurús discotequeros de estos locales “estilizan” sus bailes hasta el límite del aeróbic. Y no bromeo: en determinado momento de la noche todos forman un cuadrado, como en los gimnasios, y ejecutan simultáneamente una serie de movimientos previamente ensayados, muy en la onda de ¡Mira quién baila!, con toda suerte de zalamerías y pendejadas impensables en cualquier discoteca de Caracas, Cali o Nueva York.
     Dirán que, como ellos, exagero. Pero es que el baile es una vaina seria, señores, tan seria que apenas si vale la pena explicarla. Para entender hay que bailar. Y si no me creen, mejor dicho, si es usted otra víctima de la conspiración de los ladrones de cuerpos, le recomiendo que lea ¡Que viva la música!, obra del escritor suicida Andrés Caicedo (publicada originalmente en Bogotá por Colcultura en 1977, con sucesivas ediciones piratas, hasta la más reciente, publicada por Norma en 2001, que dista mucho de ser la definitiva a juzgar por el exceso de erratas); documento esencial del bochinche salsero en el Cali de los años 70, crónica autodestructiva y salvaje, novela de iniciación de una jovencita burguesa inmersa en la búsqueda de eso que Artaud llamaba el cuerpo sin órganos, un cuerpo-experimento, abierto a las trayectorias energéticas de la ciudad, en perpetua fuga creativa y suicida, más allá de sus membranas. Diría Deleuze, “un cuerpo […] hecho de tal forma que sólo puede ser ocupado, poblado por intensidades. Sólo las intensidades pasan y circulan”.
     Una de las partes cruciales del libro es precisamente aquella donde María del Carmen Huerta, la narradora y protagonista, se topa con el limbo proletario de la salsa. Intuyendo que el suyo es un descubrimiento revolucionario decide llamar a unos amigos marxistas, con quienes había intentado leer El Capital. “Acabo de descubrirle la salsa a la astilla”, declara ella, como queriendo decirles que sin las piernas de Amparo Arrebato no hay conciencia política estructurada que valga. Al final, casi como en una parábola histórica, los marxistas demuestran ser demasiado obtusos para comprender el llamado cimarrón del boogaloo y prefieren ignorar a María del Carmen. Pobrecitos, de verdad, pobrecitos. –

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