Meditaciones sobre el iPod

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En años recientes la crítica se ha interesado en el impacto de los nuevos medios de comunicación en la literatura: figuras como Friedrich Kittler y Hans Ulrich Gumbrecht han estudiado la manera en que los nuevos avances tecnológicos llevaron a los poetas de vanguardia a inventar un nuevo tipo de escritura en las primeras décadas del siglo XX. Así, el futurista italiano Marinetti propuso la nueva técnica poética de la “imaginación sin hilos”, equivalente literario de la “telefonía sin hilos”, el nombre que se le daba en esos años a la radio. Algo parecido ocurrió con el cine, la fotografía e incluso la máquina de escribir: medios tecnológicos que ejercieron una gran fascinación sobre escritores y artistas y provocaron una verdadera revolución estética. Uno de los estudios más completos sobre este fenómeno es el libro Cine, gramófono, máquina de escribir del teórico alemán Kittler.

Todo aquello ocurrió entre 1920 y 1940: las décadas de oro de la vanguardia. Pero ¿qué ha ocurrido, en fechas más recientes, con los nuevos medios? En los últimos veinte años hemos vivido la invención de cientos de aparatos que han transformado nuestra relación con la escritura, las imágenes, la comunicación y la música: computadoras, teléfonos celulares, internet, escáners, cámaras digitales y, por supuesto, el iPod, esa elegante maquinita capaz de almacenar toda una discoteca. A diferencia de las primeras tecnologías del siglo XX, pareciera que estos nuevos inventos no han logrado despertar el interés de escritores o artistas. Tenemos poesía radiofónica, novelas cinematográficas e incluso pinturas telegráficas –gracias al genio de Mayakovski–, pero ¿se inventará algún día una nueva técnica artística inspirada por el iPod? ¿Aparecerá un Marinetti del siglo XXI que celebre las glorias de este invento? ¿Presenciaremos el surgimiento del podmodernismo? Por lo pronto, propongo una serie de meditaciones sobre el iPod inspiradas en las “Meditaciones sobre el radio” de Salvador Novo.

 

 

El iPod no surge de la nada: tiene una larga genealogía que se remonta al siglo XIX. Es una versión cibernética del fonógrafo y por lo tanto vendría a ser tataranieto de Edison. Entre sus otros antepasados figuran el dictáfono, el tocadiscos, la grabadora (también llamada casetera, tocacintas, o simplemente “estéreo”) y, por supuesto, el walkman ochentero: todas estas máquinas permiten la reproducción del sonido y funcionan como extensiones del oído: son orejas prostéticas.

Aunque la función del iPod es prácticamente igual a la de sus precursores –es, como el gramófono, un aparato que sirve para tocar música–, su valor simbólico no podría ser más distinto. Como ha señalado Jonathan Sterne en su excelente estudio The Audible Past, el gramófono fue un invento que despertó la imaginación de poetas, cuentistas y novelistas. En los primeros años del siglo XX, la posibilidad de preservar la voz humana para siempre parecía algo sacado de una novela de ciencia ficción: una operación que aislaba la voz, separándola de la persona a la que pertenecía para plasmarla en un disco que después podía reproducirse una y otra vez, sin ningún límite. La voz quedaba deshumanizada y convertida en un objeto tecnológico.

Algunos consideraron que el fonógrafo –al igual que la fotografía– estaba relacionado con la hechicería: con esa máquina se podía grabar una voz que sobreviviría a su dueño. El que graba su voz adquiere una inmortalidad acústica: incluso después de muerto, sus palabras podrán ser escuchadas por parientes y amigos: timbre constante, más allá de la muerte. Los primeros usuarios del fonógrafo sentían una gran ansiedad al usar su aparato para escuchar voces, versos y cantos de personas que bien podían estar muertas. La mala calidad de las primeras grabaciones acentuó el carácter espectral del fonógrafo: aquellas vocecillas débiles parecían tan lejanas que bien podrían haber sido emitidas desde el más allá.

Un episodio relatado por Sterne demuestra la relación entre este invento y la muerte: a principios del siglo XX, en un pueblo perdido de Estados Unidos, un pastor protestante decidió comprarse un fonógrafo. Quedó maravillado con su adquisición y comprendió que este aparato ofrecía a los mortales una dosis de eternidad. Un día el pastor se enfermó y, antes de morir, grabó su propia oración fúnebre en un disco. Durante la misa de cuerpo presente, su asistente colocó el fonógrafo sobre el féretro y lo echó a andar. La voz del pastor se dirigió a los feligreses, les dio las gracias por tantos años de amistad y los invitó a rezar con él por la salvación de su alma. Más de un devoto espantado salió huyendo de la iglesia: ¿cómo soportar el espectáculo macabro del muerto parlanchín? ¿Cómo escuchar, sin terror, esa voz de ultratumba?

Esa relación entre el fonógrafo y la muerte –que también encontramos en la fotografía, como han demostrado Roland Barthes y Susan Sontag– se pierde por completo en el siglo XXI. También el iPod nos permite escuchar la voz de los muertos, pero esa posibilidad ya no nos asusta: disfrutamos por igual las voces de los vivos (Karita Mattila, Paul McCartney o Thalía) que las de los muertos (Maria Callas, John Lennon, Augustín Lara) y nuestra lista de canciones no establece diferencias entre los dos grupos. Nos hemos acostumbrado a escuchar a los muertos y la tecnología nos ha curado de espantos. Como hubiera dicho Walter Benjamin, el aura de la voz humana ha desaparecido con la reproducción tecnológica.

 

 

Una diferencia importante entre el gramófono y el iPod reside en la portabilidad de este último. Es cierto que desde los años veinte han existido los gramófonos portátiles y en los marchés aux puces de Francia aún es posible comprar tocadiscos Pathé de los años cuarenta: al abrir lo que parece una maleta compacta aparece una tornamesa de manivela. Estos aparatos fueron diseñados para poder llevarlos, en automóvil o en bicicleta, a un día de campo. El iPod, en cambio, es mucho más pequeño y por lo tanto infinitamente más portátil. Hay, incluso, iPods nano, mini o shuffle, versiones ultraportátiles de un invento que es, de por sí, portátil. Y si el gramófono puede llevarse a un día de campo, el iPod puede usarse en casa, en la calle, en la oficina, en la escuela y en el gimnasio; en coche, en bici o en patines; en la ciudad y en el campo; en invierno como en verano. Con el iPod se puede caminar, correr, jugar al tenis, futbol o voleibol e incluso nadar.

¿Nadar? Sí: nadar. Lo sé por experiencia propia. Para preparar este texto decidí hacer una investigación exhaustiva sobre este aparatito. Entré a internet y lancé una serie de búsquedas. Entre los resultados más curiosos apareció el nuDolphin, una especie de iPod minúsculo diseñado para colgarse de los gogles y usarse bajo el agua. ¿Funcionaría de verdad esta suerte de iPod submarino? No podía quedarme con la duda, así que pedí uno por internet. Me llegó en unos días: un objeto cilíndrico del tamaño de una pila (tiene la forma de los cartuchos de dinamita que aparecen en las caricaturas) y dotado con una pincita de plástico que permite sujetarlo a la correa de los gogles; los audífonos terminan en un tapón de hule que puede insertarse en el oído.

Después de armar mi nuevo juguete vino la parte más difícil: ¿qué música escuchar? Sospeché que no todos los géneros musicales serían útiles para la natación, así que decidí hacer una serie de experimentos.

Primer día: cargo la primera sinfonía de Mahler en mi iPod. Me pongo los gogles y los audífonos y me echo al agua. El pianissimo de los primeros acordes se pierde por completo. ¿Y cómo mover brazos y piernas al ritmo de violines? ¡Desastre total! Las sublimes armonías se ahogan en los ruidos de la piscina: entre olas, chapuzones, pataleadas acuáticas y el grito de aquel niño gordinflón no hay espacio acústico para el compositor austriaco. Salgo del agua decidido: nunca más llevaré a Mahler a la alberca.

Segundo día: se me ocurre que querer nadar con Mahler es un gesto terriblemente esnob, así que decido irme al otro extremo e intentar un gesto populista. Inspecciono los contenidos de mi iPod y doy con Tambores y sabor, un disco de Fito Olivares que le compré hace años a un ambulante del Centro Histórico. Me costó, si mal no recuerdo, diez pesos. Me pongo los gogles y los audífonos y me echo al agua. La voz del cantante, clara y sonora, se impone sobre los ruidos acuáticos: ¿Quieres que te guise un chicharrón, un pedazo de jamón, o prefieres pollo frito mi amorcito? Brazo, pierna, crol; brazo, pierna, crol. No muy sabroso el chicharrón, tu pollito y tu jamón, pero ahorita nada de eso cariñito. Brazo, pierna, crol; brazo, pierna, crol. ¿Qué es lo que te pasa corazón? Siempre has sido comelón y te me pones tus moños mi gordito. Brazo, pierna, crol; brazo, pierna, crol. Con el colesterol en 300 y pa colmo mi fiel chaparrita con amor me grita desde la cocina… Brazo, pierna, crol; ¡chapuzón! Gran descubrimiento: los ritmos de “El colesterol” armonizan perfectamente con los movimientos requeridos para nadar.

Tercer día: teniendo en mente el descubrimiento de la víspera, busco más música tropical en mi iPod. Doy con “La cumbia del chinito”, uno de los hits del disco Fiebre de cumbia, otro disco adquirido en el Centro Histórico. Me pongo los gogles y los audífonos y me echo al agua. Entre acordes orientales surge una voz con acento norteño: Esta es la cumbia del chinito; esta es la cumbia pa bailal. Brazo, pierna, crol. Cumbia muy sablosa, cumbia, cumbia pa bailal. Brazo, pierna, crol. Mueve chinita la cintula; mila chinita a tu chinito: cómo se mueve pa bailal. Brazo, pierna, crol. Baila baila muy sabloso; baila chinita angelical. Los ritmos de esta cumbia no armonizan del todo con la natación, pero no está mal. En términos de su utilidad para la natación, “La cumbia del chinito” se sitúa en un lugar intermedio entre Mahler y Fito Olivares.

 

 

A diferencia del gramófono, el iPod se usa con audífonos –un invento que transforma el acto de escuchar música en una experiencia individual. Antes, al poner un disco en un gramófono, la música llegaba a los oídos de todos los que se encontraran en un radio de unos diez o quince metros. Ese modo de transmisión tenía una gran desventaja: como apuntó Kant en su Crítica del juicio, el oído es un sentido que –a diferencia de la vista y el tacto– no puede controlarse: podemos dejar de ver una pintura que no nos gusta si cerramos los ojos o dejar de tocar una textura desagradable si quitamos la mano, pero no podemos dejar de escuchar un ruido molesto ya que no hay manera de “cerrar la oreja”. Kant apreciaba mucho el silencio y notó que “la música en general se caracteriza por una cierta falta de urbanidad, ya que extiende su influencia más allá de lo deseado: se impone sobre otras personas que estén cerca y por lo tanto merma la libertad de aquellos que no pertenecen al grupo de melómanos”. Al igual que los olores, los sonidos se propagan descontroladamente, acechando a todo el que esté cerca. Los audífonos del iPod resuelven este problema: gracias a ellos, podemos escuchar, en privado y con la mayor discreción, géneros musicales que irritarían la sensibilidad acústica de nuestros vecinos.

Un dato curioso: el audífono no es un invento nuevo; existe desde fines del siglo XIX. Los primeros audífonos fueron diseñados para utilizarse con los receptores de radio. Los sonidos captados por estos aparatos eran tan débiles que, para poder escucharlos, era necesario acercarlos lo más posible a la oreja. Así se inventó el audífono, que es al sonido lo que el microscopio a la imagen: una extensión de los poderes de percepción.

En los años veinte, cuando la radiofonía conquistó al mundo (un fenómeno al que Carlos Noriega bautizó con el nombre de “la locura del radio”), los audífonos se pusieron de moda. Usar audífonos –en esos años eran aparatosos, pesados y llenos de cables– era un gesto que transformaba al usuario en un sujeto moderno, sintonizado con los avances tecnológicos de la época y dispuesto a enchufarse a las máquinas del siglo XX, cual androide salido de un cuento de ciencia ficción. “Los audífonos –escribió Salvador Novo en su ‘Radioconferencia sobre el radio’ de 1924– dan, a quien los sostiene, un aspecto quirúrgico y policíaco o de empleada obediente de teléfonos que nunca comunica; pero que tampoco se enoja por lo que escucha.”

Novo se imagina nuevos usos para los audífonos. Pueden servir, nos dice, para enseñar a hablar a los niños: los padres se evitarán así la molestia de tener que repetir bobadas como “papi, mami” y podrán simplemente enchufar a sus hijos a un aparato programado para repetir las frases. Siguiendo la misma lógica, Novo propone usar los audífonos para “enseñar a hablar a los loros” (aunque para ello habría que inventar primero audífonos miniatura, adaptados al tamaño minúsculo de la cabeza de un perico).

En su época las propuestas de Novo no sonaban tan descabelladas como ahora: la radiofonía había provocado tanto entusiasmo que los aficionados se desvivían experimentando con las posibilidades ofrecidas por los nuevos medios. Un doctor de Chicago, por ejemplo, decidió ponerles audífonos a los recién nacidos para que pudieran escuchar la música transmitida por radio: una suerte de terapia musical pediátrica.

¿Y el iPod? ¿Ha inspirado respuestas tan descabelladas como las de los años veinte? El nuDolphin submarino, es cierto, es un invento raro –pero no tan raro como la propuesta de usar los audífonos para enseñar a hablar a los loros. Para no quedarnos atrás, propongo una serie de usos novedosos para el iPod:

1. Entrenamiento canino. Con el aumento de la inseguridad, la gente ha recurrido a los rottweiler y doberman para protegerse. Pero el entrenamiento de estos canes es largo, complicado y costoso. El proceso puede acelerarse gracias al iGuau –un aparatito discreto que puede colgarse del collar y transmitir las órdenes directamente a la oreja del perro.

2. Table dance. ¿Le parece una tortura tener que padecer los chillidos de Kylie Minogue mientras disfruta las contorsiones de su bailarina preferida? En el futuro las empleadas y los clientes usarán audífonos y cada cliente podrá elegir la canción que más le guste para luego transmitirla a los audífonos de la chica de sus sueños. Gracias al iLap, no habrá más tables dominados por el sonsonete de los Tigres del Norte o la Sonora Matancera. Si el cliente es vivaracho, escogerá el segundo movimiento de la primera de Shostakóvich: ¡un table eslávico de casi media hora!

3. Restorán. Ya no habrá necesidad de agitar los brazos para llamar al mesero, esperar a que llegue hasta la mesa, gritar mientras toma la orden, gritar otra vez al ver que se equivocó y le pidió al cocinero “dos pastores y una gringa” (cuando lo que el cliente quería eran dos gringas y un pastor). En el futuro todos los meseros llevarán su iTaco en el bolsillo: un aparatito que les permitirá recibir las órdenes de cada comensal directamente en sus audífonos sin necesidad de desplazarse.

 

 

Además de los audífonos, el iPod tiene otros elementos en común con la radiofonía, que es otro de sus antepasados tecnológicos. En las primeras tres décadas del siglo XX no hubo un intelectual que no opinara sobre la radio: Walter Benjamin, Bertolt Brecht, Samuel Beckett publicaron ensayos sobre el medio, y lo mismo hicieron, en México, Salvador Novo, Manuel Maples Arce e incluso Alfonso Reyes. El campo se dividió entre optimistas, que expresaron un gran entusiasmo por la radio como símbolo de modernidad, y los pesimistas, que vieron en este invento un síntoma más de la decadencia de la cultura en el mundo moderno.

Uno de los críticos más duros del medio fue el francés Georges Duhamel, autor de Defensa de las letras, una invectiva contra los efectos perniciosos de la radio y el cine. Según Duhamel –una figura que ha caído en el olvido pero que en su época fue un intelectual importante, al grado que Benjamin lo cita como ejemplo de postura antitecnológica en su ensayo sobre la obra de arte–, la radio, con su bombardeo de programas, terminará por destruir la capacidad de concentración que se requiere para escribir o leer buena literatura (la misma crítica, por cierto, se le ha hecho a internet en años recientes). La radio, decía Duhamel, es un medio caótico y desorganizado que produce efectos deletéreos en la mente del público. Como ejemplo, el crítico apunta hacia la “heterogeneidad” del medio: a diferencia del melómano, que selecciona cuidadosamente su música y le da cierta coherencia a su colección, las estaciones de radio bombardean al público con una programación desordenada y aleatoria: Wagner, el jazz, un anuncio de jabón y hasta la pelea de box crean un menjurje acústico que no hace sino desorientar al radioescucha.

Los amantes del radio observaron el mismo fenómeno que Duhamel, pero lo celebraron como una fuente de inspiración. Novo, por ejemplo, comienza su “Radioconferencia sobre el radio” con el siguiente mensaje a su público: “Acabáis de escuchar el sexteto All Nuts Jazz Band y ahora oís mi palabra; dentro de diez minutos oiréis Il Bacio, de Arditi, o Guadalupe la Chinaca, de Nervo, o Manon, de Massenet.” El poeta no le teme a este revoltijo; al contrario, lo celebra como una de las características de la modernidad.

Al igual que la radio, el iPod es un medio que fomenta la heterogeneidad: revise usted la lista de canciones grabadas en su aparato y seguramente se encontrará con una serie de yuxtaposiciones dignas de un poema surrealista. En el mío, por ejemplo, Cri-Cri sigue a John Cage (“Era un rey de chocolate” ¡minimalista!), Schubert a Ravi Shankar, y Pavarotti a Pizzicato Five, un grupo de música pop japonesa. Pero quizá la pareja más dispareja sea la de Hindemith y Hitler. ¿Hitler? Sí: Hitler. Hace unos años di un curso sobre el radio y la vanguardia en Princeton y, para prepararlo, cargué una serie de grabaciones históricas de los años treinta a mi iPod. Así llegó la voz de Hitler –otro aficionado de la radio, que en 1933 le ordenó a Goebbels expropiar todas las estaciones alemanas– a mi colección de música y allí se quedó, cual capa geológica de ese mundo de sonidos almacenado en un disco duro. Dvořák, “La cumbia del chinito” y Hitler: todo cabe en un iPod sabiéndolo acomodar.

Pero quizá la aportación más original del iPod como medio sea la desmaterialización de la música. Al gramófono había que comprarle discos; al walkman, casetes; pero la música del iPod se compra en internet y consiste solamente en un archivo digital que no puede verse ni tocarse: en nuestra pantalla aparece el nombre del grupo, quizás incluso la portada de lo que otrora hubiera sido un disco. Pero, a fin de cuentas, la canción no es más que una larga serie binaria de unos y ceros que pasa de la fibra óptica al procesador de la computadora y de allí al disco duro del iPod.

¿Se acabará el coleccionismo con el iPod? Antes, los coleccionistas de discos rondaban librerías de viejo, tianguis y mercados en busca de esa rarísima grabación de los Beatles, de un disco autografiado por Maria Callas, de una portada psicodélica de los Grateful Dead. ¿Cómo serán los coleccionistas del siglo XXI? ¿Cómo coleccionar música desmaterializada? Gracias al iPod, los nuevos coleccionistas podrán recorrer el mundo sin salir de casa, siempre y cuando estén conectados a internet.

Resulta fácil imaginarse un mundo futuro en donde todos los habitantes estén eternamente enchufados a su iPod. Los audífonos se vuelven cada vez más discretos y hoy en día no es ninguna sorpresa descubrir que aquel señor que va hablando solo mientras se pasea por el camellón no es ningún loco sino sencillamente un sujeto moderno, propietario de un flamante iPhone, que va hablando por teléfono. ¿Qué pasará cuando todos estemos enchufados a nuestros iPhones, iPods, iGuaus, iLaps e iTacos?

No cabe duda de que sería un mundo completamente silencioso: todos los ruidos que amenizan la vida urbana –los gritos de los meseros, las conversaciones en voz alta, la música– quedarían relegados a la esfera privada del iPod. La ciudad del futuro será una ciudad sin ruido (o, mejor dicho, una ciudad en donde solamente habrá ruidos individuales).

Pero la ciudad de México nunca pertenecerá a esta modernidad futurista. Todo habitante de la capital aprovecha la más mínima ocasión para hacer ruido y armar escándalo: el velador de la esquina sintoniza en su radio “La hora de los corazones rotos” a todo volumen; le gana, sin embargo, la potente grabadora del puesto de jugos, tocando ritmos tropicales; la patrulla, con un altavoz aún más poderoso, se impone sobre estas armonías con la voz gangosa de un policía ordenándole al señor del Jetta que se “orille a la orilla”; atrás, un bocho suena el claxon; y en medio de ese desorden un ambulante pregona “productos de calidad pone a la venta…”.

¿Podemos imaginarnos un futuro en el que toda esta gente decida transmitir sus comunicaciones en privado, a través de un iPod capaz de dirigir el mensaje al receptor adecuado? Es posible. Sospecho, sin embargo, que el velador de la esquina, la señora del puesto de jugos y el ambulante de la otra acera disfrutan enormemente el ruido que generan. El iPod podrá triunfar en el ámbito privado de Las Lomas y Polanco, pero en las calles del centro de la ciudad imperará por los siglos de los siglos ese deporte en que se destacan los capitalinos: valerse de las nuevas tecnologías para hacer todavía más ruido. En el futuro todos los iPods del DF estarán conectados a bocinas y altavoces. Si Kant pudiera presenciar este triunfo de la esfera pública sobre el espacio privado… se volvería a morir. ~

 

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es profesor en la Universidad de Princeton. Sus libros más recientes son Teoría y práctica de La Habana (Jus, 2017) y Conversación en Princeton, con Mario Vargas Llosa (Alfaguara, 2017).


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