Más “Maestra” que nunca

La catarsis social que acompaña a un acto de justicia es una manera de propiciar el espectáculo con fines pretendidamente admonitorios
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La maestra Elba Esther recorre paso a paso el minucioso calvario de los poderosos derribados. El deleite de mirarla sujeta a los agravios del arresto es rústico, pero comprensible. La catarsis social que desata un acto de justicia es, a fin de cuentas, ingrediente del poder de castigar que tiene el Estado: propiciar el espectáculo con fines (se supone) admonitorios.    

El “castigo ejemplar” atiza una festividad carnavalesca proporcional al ofensivo ingenio de quienes ostentan su inmunidad como espectáculo público.  Pues, ¿qué chiste tiene alcanzar el rango de semidios si nadie va a darse cuenta? El placer de la venganza resulta natural en una sociedad abrumada por autoritarismos de toda índole, y la desconfianza en la justicia, prostituida hasta la médula, encuentra una compensación boba en la exhibición del ajusticiado.

En México, desde luego, esta catarsis adquiere tintes carnívoros y sacrificiales. Se entiende por nuestro atávicamente turbio trato con la justicia. Primero, porque entre nosotros la justicia es excepcional, no reglamentaria (y sobre todo en el ámbito del poder político y económico, donde la justicia, lejos de ser ciega, tiene rayos equis). Luego, porque hay tal abundancia de plenipotenciarios que obviamente merecen castigo que el ánimo justiciero popular se halla siempre sobrecargado y, claro, cuando por fin cae uno, la catarsis se sale de proporción. Y también se mancha de hipocresía, en tanto que los delitos de Elba Esther los cometen a diario millones de compatriotas, sólo que en menudeo.

Es complicada la índole del placer que hay en mirar a la defenestrada “Maestra”, despojada de sus lujosos atavíos y metida en un saco de cebollas, sin marca. Algo tiene de los castigos diseñados por Dante en su Infierno, que a veces consisten en la privación de aquello que el ajusticiado más amaba y a veces en su sobredosis, como los avaros condenados a beber oro fundido para toda la eternidad.  

Desde luego, los muchos otros que saben que han robado igual, o peor, cosechan la extraña recompensa de saber que este sacrificio humano anula, o por lo menos dilata, el suyo propio. Ante el “ejemplar castigo” de su colega, dedicarán parte de su agenda no a ponderar su potencial fragilidad, y mucho menos a arrepentirse o a enmendarse, sino a reforzar su fuero y a fortalecer sus flancos débiles, corrompiéndose y corrompiendo aún más.

La alharaca por el arresto de la “Maestra”, por otro lado, me parece que no excluye otro popular impulso subsidiario: la satisfacción de la envidia recompensada. Lo único que es realmente democrático en México es la envidia. Odiar a Elba Esther arraiga en buena medida en el deseo de su poder. Si los mexicanos promedio que dijeron odiarla en las cacareadas encuestas se sincerasen, ¿cuántos aceptarían que es por envidia? ¿Cuánto es desprecio por sus crímenes y cuánto envidia de sus recompensas? La recompensa de verla castigada ¿cuánto debe al deseo de justicia, y cuánto al secreto anhelo de emular su poder mientras lo tuvo? Apuesto que ante la oportunidad de saquear las arcas públicas y nepotear a toda su familia un alto porcentaje de compatriotas no la pensaba dos veces.

A fin de cuentas, esta fanfarrona disfrazada de emperatriz es una representación del sueño mexicano: el poder sin límite, la autoridad incuestionada, los lujos infinitos, la impunidad, el alarde y la –al parecer— insaciable jactancia de hallarse por encima de todos: la fantasía de ser y seguir siendo el rey.

En fin. Elba Esther nunca ha sido tan buena maestra como en estos días. Si tan sólo tuviera buenos discípulos…

 

(Publicado previamente en El Universal)

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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