Los últimos libros

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Esos autores geniales que, en la fase crepuscular de sus carreras, intentan lo imposible, se autoinmolan en la pira de su propia egolatría, sobrestiman sus fuerzas cuando ya declinan (luchando contra la decadencia y la edad, o la enfermedad). Joyce, con Finnegans Wake. Faulkner, escribiendo Una Fábula. Nabokov, con Ada. Goethe, con la segunda parte del Fausto. Flaubert, con Bouvard y Pécuchet. Hesse, con El juego de los abalorios.
     Una frustración personal motiva estas notas. Los seis libros mayúsculos y postreros que he mencionado, no he podido terminarlos. Ha sido al tercer encontronazo con estas moles que me he empezado a preguntar si no había en este fracaso también una forma de lectura. Se trata acaso de libros escritos para no ser leídos. Se trata menos de textos que de objetos. Objetos escultóricos o arquitectónicos. Libros pirámides, difíciles de escalar, por cuyas escaleras la mayoría rueda sacrificado. Y quien los conquista no puede decir que los domine. Estas masas de páginas impenetrables oponen una resistencia que sólo admite un tributo: no hay contrato de lectura, no hay trato de iguales con ellos. Es preciso arrodillarse y someterse. Quien logra leerlas —se rumorea que son varios, aunque no abunden—, tiene asegurada la condición rarísima del Iniciado: aquel que ha visto lo que casi nadie y vuelve autorizando la leyenda.
     Aspiración culminante del impulso vanguardista, ¿qué logro más supremo que el de escribir un texto intraducible a su propia lengua? El Joyce tardío de Finnegans Wake, frustrado acaso por la inesperada popularidad de su complejo Ulises, intenta asegurarse la incomprensión general mediante un texto donde mezcla, entre otras lenguas, el persa con el polaco y con el irlandés. El resultado es una suerte de palimpsesto donde la tachadura precede al original. Se tacha el sentido para dar textura; para obtener un texto en el sentido etimológicamente afín de tejido. Si se recuerda que Joyce estaba casi ciego cuando lo escribió, la sospecha es inevitable: Finnegans Wake fue hecho más para el tacto que para la vista, más para ser acariciado como un fetiche que para ser leído. Joyce trabaja más de diez años en este libro. Lo termina en 1939 y muere dos años después en Zürich, perplejo por la recepción ambivalente de su última obra.
     La aspiración cumbre del poeta es ser “un pequeño Dios”, como dijera el menos que divino Vicente Huidobro. Problema: ya sabemos que el único sitio donde abundan los dioses en nuestro planeta es el manicomio. Adoptar la perspectiva de Dios es la condición del paranoico. Quien lo hace desde la cordura paga el precio de enajenarse y enajenar a los lectores. En Una fábula (1954), la novela más larga de William Faulkner, Cristo vuelve a la tierra en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La megalomaniaca ambición del creador de Yoknapatawpha no se satisfizo con la creación de un condado imaginario. Era preciso arreglar el mundo entero. En Una fábula, Dios es convocado a la Tierra para que vea lo que ha hecho. Para que no falle de nuevo.
     El estilista desaforado que fue Flaubert no se conforma con la perfección de la que podría haber sido su última obra: Tres cuentos. Pretende terminar su carrera con una desmesura superior a lo perfecto. Su ambición cósmica —y cómica— es elaborar una enciclopedia de la tontería humana (¿una tontería en sí misma?). Sus dos amanuenses retirados, Bouvard y Pécuchet, se enfrascan en la anotación infinita de “ideas recibidas” y pedanterías tomadas de todas las ciencias. Naturalmente, el libro no puede terminar de escribirse —ni de leerse— porque es inagotable. Aparece incompleto y póstumo en 1881.
     Goethe anciano, casi treinta años después de la primera y perfecta parte de su Fausto, vuelve a la carga con él. Ahora no se trata de un pacto con el demonio para vivir la vida sensible que la razón deniega. Es, más bien, como si el
     propio Goethe hubiera pactado con Mefistófeles sólo para poder escribir esta obra póstuma. Orgullo y justificación final de la razón humana, se trata de crear una mitología produciendo un texto simbólico que arredraría al rapsoda homérico. Comparecen ángeles, brujas y el eterno femenino, un emperador y un antiemperador, versificados en todos los metros posibles. El anciano Fausto ya no desea a una simple Margarita, sino a la mismísima Helena de Troya.
     Nabokov no puede conformarse con haber creado algunas de las piezas más perfectas del idioma inglés y —probablemente— del ruso contemporáneo. No le basta con haber satirizado ingeniosamente los géneros literarios y creado personajes cuyo inverosímil realismo es su perfección. La realidad no basta. Al
     final de su carrera, Nabokov concibe Ada o Ardor (1969), su obra más extensa. Los hermanos (o primos) Van y Ada viven en un país híbrido: Amerussia, ubicado en un planeta extraño: Antiterra, en un tiempo propio y maleable. Y hasta hablan en una jerga a veces intraducible. Imagino al viejo Nabokov, con su red para atrapar mariposas y sus pantalones de golf, paseando por las orillas del lago Leman, al final de sus días, desconcertado.
     Mejor ni intentar resumir de qué va Das Glasperlenspiel, El juego de abalorios, de Hesse. Baste con decir que el universo es el juego, y su tema la ambición de ser un Magíster Ludi.
     Una tipología de esta ambición literaria crepuscular. Aspiración cósmica: el maestro en su ocaso trata de reflejar nada menos que todo el universo. O crear uno paralelo. Desmesura física: el libro debe ser extensísimo, masivo, debe contender en tamaño —y peso— con los textos sagrados. Dios debe quedarse corto. Apetencia babélica: no basta con la confusión de lenguas que siguió a la erección de la torre. El artista anciano crea una nueva, a menudo mezclando las que existen de modo intraducible. Ambición mítica: competir con el otro gran creador de literatura —además de Dios— que es la humanidad a través de su creación colectiva de mitos. El autor de la obra colosal pretenderá generar él sólo una mitología que opaque las que han prodigado las generaciones. Él mismo será la voz del tiempo. Realización tardía: estos libros se intentan precisamente cuando ya ha quedado atrás lo mejor de las obras de los respectivos autores. El genio anciano se propone probar algo: que aún puede con lo imposible.
     ¿Fracaso final o victoria? Depende. Ya se ha dicho que acaso no se trata realmente de leer estos libros, sino más bien de acariciar su misterio. –

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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