Foto: www.muvc.gov.ar

Los talleres literarios y una discusión equivocada

La discusión acerca de si los talleres literarios sirven o no sirven parece de nunca acabar. Sin embargo, se trata de una discusión errónea, porque no se aclara un concepto previo: ¿para qué deberían servir?
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El debate en torno a los talleres literarios parece no tener fin. ¿Sirven o no sirven? Los hay cada vez en mayor cantidad, y no solo de forma particular o en centros culturales sino también en forma de cursos universitarios oficiales de grado y posgrado (tal como existen desde hace mucho tiempo en el mundo anglosajón). Al mismo tiempo, se siguen alzando las voces que afirman que son un fraude, que el único modo de aprender a escribir leyendo y escribiendo mucho, que las clases más valiosas son las que se da uno mismo, etcétera.

No escribo este texto para expresar mi opinión al respecto. Las mías no serían más que otras de las tantas argumentaciones que van y vienen cuando se habla de este tema, sin que ninguna parte logre convencer a la otra. Lo que quiero decir es otra cosa: me da la sensación de que, la mayoría de las veces, el eje del debate se coloca en un lugar erróneo. Se trata de una discusión equivocada. Intentaré explicarme.

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Para saber si algo sirve o no, lo primero que hay que preguntarse es: ¿sirve o no para qué? Incluso sus críticos más exacerbados reconocen que —en general—los talleres literarios sirven para varias cosas: para socializar, para conocer a un escritor famoso (aunque sea necesario pagarle para compartir un rato con él), para ejercer el narcisismo, el egocentrismo, el cinismo o muchos otros -ismos de los que la naturaleza te haya dotado, para conseguir pareja, etcétera. Se me dirá que esos no son, o no deberían ser, los objetivos de un taller literario. De acuerdo. Pero entonces ¿cuáles deberían ser?

Creo que es en este punto donde se produce la confusión. Algunas personas entienden que la finalidad de los talleres literarios es formar a grandes escritores. O a buenos escritores, al menos. Está claro que no todos los que participan de un taller de escritura serán grandes —ni siquiera buenos—escritores, de la misma manera que no todos los que realizan un curso de cocina terminan siendo grandes —algunos ni siquiera buenos—cocineros. De ahí se deduce que los talleres literarios no sirven, que son una estafa.

Si alguien se propusiera dictar un taller y les prometiera a los participantes que al terminar serán grandes o al menos buenos escritores, sí se trataría de algo muy parecido a una estafa. Sería como si un niño se acercara al club de su barrio para jugar al fútbol y el entrenador les prometiera a sus padres que hará del pequeño un futbolista profesional. Llegar a ese nivel implica una gran cantidad de factores, algunos que dependen de la propia persona, muchos otros, imponderables. Nunca supe de un taller literario donde se hicieran esa clase de promesas.

Si yo quisiera aprender a tocar la guitarra o a pintar cuadros, lo más probable es que me apuntara en algún curso y comenzara a tomar clases. Creo que en tal caso a nadie se le ocurriría decirme que me están estafando, pese a que esas clases no solo no me convertirán en un Jimmi Hendrix o un Picasso, sino que ni siquiera me garantizan que me convertiré en un buen guitarrista o un buen pintor. Parece claro que, si me aplicara y dedicara suficiente esfuerzo, podría al menos tocar un par de canciones en una fiesta con mis amigos o pintar un cuadrito que más o menos aceptable para colgar en una pared.

Con los talleres de escritura, en cambio, la valoración es diferente. ¿Será porque escribir parece más fácil? Escribir de una forma mínimamente correcta es algo que (casi) todo el mundo sabe (o cree saber). Quizá por eso la exigencia alcanza unas cotas tan elevadas: pareciera que, para que los talleres literarios se consideraran eficaces, deberían ser máquinas de producir escritores de calidad. Pero escribir es como jugar al ajedrez: saber cómo se mueven las piezas y poder entender el desarrollo de una partida es una cosa. Jugar bien, otra muy distinta.

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La mejor explicación de para qué sirve —o debería servir—un taller literario se la leí hace unos años al español Antonio Jiménez Morato. Después de comparar el taller con un gimnasio (“no todos los que van a un gimnasio pretenden ser plusmarquistas olímpicos”) dice lo siguiente:

“Un taller es un punto de encuentro, pero también una plataforma de investigación. Personal y social. En un taller no se aprenden tan solo recursos y trucos destinados a hacer más eficaz un texto, que también, sino a encontrar en la escritura una herramienta para conocernos mejor a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Escribiendo se ordena el pensamiento, se clarifican ideas y sentimientos y el proceso de construcción de un texto puede servirnos, también, para construir nuestro universo. Por eso un taller de escritura no es tan solo un lugar donde ‘aprender a escribir bien’, sino, sobre todo, un lugar donde poder comprender los mecanismos de la sociedad y de nuestra mente y nuestro cuerpo. Sin misticismos, sin sucedáneos de autoayuda, tan sólo porque al construir historias vamos ayudándonos a desentrañar el tejido de relatos que conforma la existencia. Por eso un taller de escritura es beneficioso para todo aquel que quiera conectar con su imaginación y trabajar con palabras o con imágenes transmitidas mediante palabras. Es un camino muy arduo para enfrentarlo a solas”.

Una definición clara, precisa y apabullante. Si estos son los objetivos y el coordinador es lo suficientemente apto para lograr que los participantes del taller los cumplan, para que, con la escritura como herramienta, trabajen sobre sus ideas y sentimientos y puedan encontrar nuevos sentidos y nuevas profundidades en las historias que los atraviesan, de las que están hechos (porque no somos más que las historias que nos cuentan y que nosotros nos contamos), y si además todo eso es ameno y divertido y te anima a leer y a escribir, ¿alguien puede decir que el taller no sirve, o que es un fraude o una estafa?

Luego puede que alguno de esos participantes se convierta en un gran escritor, por supuesto. Tendrá que leer mucho y escribir mucho. Tal vez las clases más valiosas se las dé él mismo. Es algo que dependerá de una gran cantidad de factores, algunos de los cuales implican a la propia persona. Muchos otros son imponderables.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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