Los poetas

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En la tarima,

tras unos refulgentes vasos de agua,

nos encaran los poetas

(cuando me ven no les sostengo la mirada,

no sé cómo,

esbozaría una sonrisa idiota).

Helos ahí,

tan expectantes como el público

inverosímil que vino a escucharlos.

Nos separa un espacio de inacción

e incómodo silencio que aprovecho

para escrutarlos y aprender.

¿Qué hacen con sus manos los poetas?

¿Cómo las domestican

para que estén sobre la mesa quietas,

bien portadas,

sin ostentar su íntimo alboroto?

¿Y qué hacen con su cara,

tan aparentemente calma e inspirada?

¿Cómo contienen

la delirante gesticulación

que a mí me asalta

cuando me escrutan las otras miradas?

¿Qué hacen los poetas con su cara?

Y las piernas,

que suele vedar un paño,

¿las cruzan y descruzan con apenas

controlado frenesí?

¿Sí?

¿Por qué ninguno de ellos se levanta,

arquea

su esqueleto y se deleita

con el tronar secreto de sus huesos?

¿Cómo es que los poetas,

ahí sentados,

esperando turno,

no eructan andanadas de improperios?

Les voy a preguntar,

lo estoy haciendo,

¿por qué no abren los brazos y aletean

–patéticos y bellos–

para escaparse volando?

– Julio Trujillo

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