Los bohemios que la muerte colectó

México ha tenido un historiador/biógrafo de su dorada golfemia… es decir de su bohemia: don Julio Sesto.
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Cuando en mi columna Los Inmortales del Momento de Milenio Diario y en este Correo Fantasma mencioné, a propósito del poema “El brindis del bohemio, un libro de escalofriante título: La bohemia de la muerte, recibí mensajes de lectores que lo creyeron inventado por mí. Pero la obra existe y es, digamos, una discontinua historia y un desordenado diccionario biográfico de la  bohemia mexicana del fin de siglo XIX y de comienzos del XX.

Sí, México ha tenido un historiador/biógrafo de su dorada golfemia… es decir de su bohemia: don Julio Sesto (con ese, pues no era emperador ni sumo pontífice), el autor del libro que con su estrujante título quizá todavía colecta polvo en librerías anticuarias de la calle de Donceles: La bohemia de la Muerte/ Biografía  y anecdotario pintoresco de cien mexicanos célebres en el arte, muertos en la pobreza y el abandono, y estudio crítico de sus obras (1ª ed .1929; 2ªed. 1958 en los talleres de la Editorial El Libro Español, Calle Real de Romita, n. 14). 

El libro trata de artistas y literatos ajustados al “prototipo del bohemio mexicano, con todas las auroras del alma lírica y con todos los crepúsculos violáceos del infortunio.” Y van algunos tal como los etiqueta la exuberante prosa de don Julio:

Manuel Acuña, el autor del “Nocturno a Rosario” con vocación de bolero de Agustín Lara, “poeta suicida y el enamorado más hondo y digno de las rosas de nuestra admiración”; Julio Ruelas, el dibujante baudelairiano que murió en París y (como en un grabado suyo) “en el lecho de una griseta, junto a unas cuantas botellas vacías de champán y a un gato negro”;  el Poeta y Cronista (así, con mayúscula) Manuel Gutiérrez Nájera, “displicente soñador cuyos versos y sabias crónicas saturaban de aroma de nardo el Olimpo mexicano”; Juventino Rosas, de “alma púgil  y adolorida que en un día de gloria para la humanidad audífona cubrió los mares y las tierras con las alas de su vals”; el escultor manco Jesús Contreras, cuya “plástica mujer desnuda que se arrastra forcejeando por la rampa del ideal, la consoladora y esperanzada Malgré Tout, consagramos a la hora del crepúsculo con el beso de nuestros ojos” . Etcétera, etc.

Pero también están en la superpoblada capilla sestina los bohemios olvidados, algunos de los cuales en la ciudad de México (donde subsiste hasta un Callejón del Sapo) no gozan siquiera de oscuros callejones con sus nombres: Alberto Herrera, poeta que “pasó toda su vida tejiendo terciopelos, produciendo trémolos agradables como alambritos sabiamente enroscados en la urdimbre de alejandrinos y endecasílabos”; Manuel H. San Juan, “poeta gordito, satírico, que se quedó muerto en un banquete al pronunciar un brindis” (¿antecedente del filial brindis a la  Mamá de Aguirre y Fierro?); un “violinista de Concertino, que era músico de la Ópera Rusa y se desplomó de inanición” (quizá mientras violineaba la histérica Danza Macabra de Saint-Saens); y…

Así don Julio, artífice de una prosa tan tribunicia como lirófora, se derrama en homenaje al mundialmente vals del oleaje que “hasta el mar le aplaudió a Juventino Rosas”, a  los “versos burilados en pórfido que Diaz Mirón consagró a Victor Hugo”, al periodista “Pierrot” que al morir “habrá subido a la luna que es la Colombina de los muertos”… 

El estilo sestiano, hay que decirlo, es suspirante  y trompetero y, en fin, cursi. Pero de repente don Julio riza el rizo, y rozando la caricatura evoca a cualquier “atolondrado y vacilante artista que accede al tronco municipal a ser parásito y a ser estúpido y a ser autómata”, y a  los “bohemios de hombros casposos y sentimental golfería”, y a Julio  Ruelas, cuyos huesos yacen en “uno de los sepulcros más interesantes de París” (sepulcro interesante, qué fino); y por fin logra la joya conceptista y barroca del libro en la semblanza del músico Abundio Martínez, que tenía “ ojillos profundos como de obsidiana y procuraba esconderlos para que no se los escudriñasen”, que era “esbelto de un cuerpo que bien merecía otra cara”, que usaba “desmayados pantalones que se hacían cruces en las posaderas” y “llegaba con los calcetines arrugados sobre el calzado sin lustrar, viéndosele la canilla desnuda al sentarse”. 

¿Y ese verbal grabado al aguafuerte, no merece que aplaudan Quevedo, Goya y Valle-Inclán? 

 

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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