Lomborg y los ecologistas

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Hoy día todos somos ecologistas. Sucede, sin embargo, que raramente ejercemos de tales, principalmente porque no tenemos muy claro lo que es la ecología pues, como mucho, aceptamos como válidos —aunque casi nunca los ponemos en práctica— un montón de tópicos y eslóganes mezclados con unas pocas ideas más o menos acertadas y sensatas que leemos en libros de divulgación, diarios y revistas, oímos por radio o televisión o escuchamos y discutimos en conversaciones informales. Sucede, además, en nuestro caso español, que los llamados movimientos “verdes” y ecologistas, ya sean de tipo ONG o partidos políticos, tienen escasa implantación social, lo que en la jerga al uso se puede expresar diciendo que somos un país con escasa conciencia ecológica. No puedo explayarme aquí sobre las razones históricas y sociológicas de esta situación, mas creo necesario exponerlo desde el principio para tratar de explicar el escaso, por no decir nulo, debate que ha propiciado entre nosotros la publicación del libro El ecologista escéptico de Bjørn Lomborg,1 muy posiblemente el texto sobre el medio ambiente que más polémica pública y especializada ha generado desde los días de Silent Spring (1962) de Rachel Carson.2
     Ante todo, creo conveniente resaltar la diferencia entre el título original de la edición internacional en inglés (basada en una primera versión danesa, que se centra casi exclusivamente en la situación medioambiental en Dinamarca) y el de su traducción española. El título original es The Skeptical Environmentalist; en la versión española, el término environmentalist se ha traducido por ecologista, siendo dudosa y discutible la equivalencia entre ambos. Lomborg, profesor de Estadística en la universidad danesa de Aarhus, redactó un extenso texto en inglés de 515 páginas (la traducción española tiene 632, habiéndose omitido, sin razón aparente, pues ocupa sólo diez páginas, el imprescindible índice temático final), con casi tres mil notas a pie de página y 182 tablas y gráficos, en el que echa por tierra, tras revisar minuciosa y exhaustivamente una por una, todas las conclusiones, creencias y previsiones catastrofistas y reconvenciones sermonarias de los grupos ecologistas y expertos y políticos “verdes” sobre el estado real de nuestro mundo. Se trata, a todas luces, de un libro técnico (aunque accesible a un amplio sector del público instruido, sea de ciencias o de letras), publicado en el otoño de 2001 en una de las más prestigiosas editoriales académicas, Cambridge University Press, la cual somete a la revisión crítica de un grupo de expertos los textos científicos y técnicos que edita. Ocurre que, en el mundo académico anglosajón, el término ecología se suele usar más para designar a los movimientos cívicos y a las organizaciones de activistas y políticos que los lideran, que a las ciencias y las técnicas del medio ambiente. Curiosamente, se ha producido en este caso una inversión de denominaciones, pues originalmente el término ecología, introducido en 1866 por el zoólogo alemán Ernst Haeckel en un tratado sobre morfología, taxonomía y evolución de los animales, tenía clara denotación de disciplina o disciplinas científicas. Por esta razón, en los libros de texto y artículos científicos y técnicos en inglés lo más frecuente en la actualidad es usar el término environmental science en lugar de ecology (algo semejante está ocurriendo en España, donde los científicos y técnicos hablan de ciencias medioambientales y rara vez de ecología, por las consabidas connotaciones de este vocablo).3
     Lo anterior no debe interpretarse como una pura quisquillosidad semántica, sino como una posible guía para adentrarse en el frondoso bosque de la polémica surgida entre defensores y detractores de este libro, discusión en la que está interviniendo muy activamente el propio autor (en la edición española se incluye un prólogo de Lomborg en el que se da buena cuenta del debate desde su inicio hasta mayo de 2003). Ante todo, hay que apercibirse de que en este bosque dialéctico hay árboles y plantas de diversas especies, que se entrelazan y cruzan entre sí. Hay árboles de economía, con gruesos troncos de estadística; ramas de alguna de las disciplinas propias de la ecología como ciencia; densos arbustos políticos con recias espinas de cuestiones básicas del bienestar de la humanidad; plantas con tallos de ética y flores de estética medioambientales, etcétera. Y liando esta selva hasta casi la impenetrabilidad, enredaderas y plantas trepadoras hechas de falacias de todo tipo, desde las formales y de nivel metadiscursivo, hasta las más evidentes y chapuceras, como las apelaciones ad hominem —muy frecuentes— a la ignorancia de la cuestión y toda una legión de las fundadas en la equivocidad o en la vaguedad de las expresiones discursivas, amén de otras variedades que se basan en inferencias ilegítimas de muy distinto pelaje (las más frecuentes son las relacionadas con las estadísticas y sus interpretaciones, lo cual no es de extrañar, ya que Lomborg se apoya constantemente en ellas).4 En resumen, y simplificando un tanto, se ha politizado en exceso el debate, perdido muchas veces la necesaria objetividad y faltado con demasiada frecuencia a las reglas tácitas del juego dialéctico de la argumentación científica. Los ecologistas y los relativistas cognitivos aducen al respecto que tal objetividad científica es pura ficción y que, en materias tan humanas como el medio ambiente y el bienestar de los habitantes de nuestro planeta, política y ciencia son inseparables. Lomborg, en este contexto, se queja en el prólogo de la edición española de la existencia de “dos claros nudos que resultan igual de culpables a la hora de distorsionar la visión del libro”. Estos dos nudos o polos son, por un lado, la “derecha” (la del neoliberalismo y la globalización salvaje, según la jerigonza de los movimientos llamados antiglobalización o altermundistas), que insiste en que el estado del mundo no es tan negro como lo pintan los ecologistas y los técnicos y científicos “verdes”; y en el otro extremo, dichos ecologistas y expertos, que creen que el medio ambiente se está degradando rápida e irremediablemente y que este grave problema tiene prioridad sobre cualquier otra cuestión de política social o económica. Algo de verdad hay en el comentario de Lomborg, visto quiénes han firmado y qué medios han publicado las reseñas y comentarios favorables y los desfavorables.5 Realmente, más allá de estos detalles, en el fondo subyacen dos perspectivas bien distintas a la hora de analizar los problemas medioambientales y el desarrollo de la humanidad. Por un lado, está lo que se puede calificar de punto de vista económico, en el que priman los valores utilitarios (coste y beneficio); por otro, la visión propiamente ecologista, de carácter frecuentemente esencialista, que se basa en asignar valores intrínsecos a todos y cada uno de los componentes de nuestro medio ambiente (o incluso, en el caso de la llamada ecología profunda, se sacraliza la cuestión de nuestro ecosistema planetario y se crea una especie de religiosidad muy próxima al paganismo clásico o al misticismo panteísta y pansiquista oriental). Lomborg, aunque pretende situarse equidistantemente entre la derecha economicista y ultraliberal y los ecologistas, parte de premisas más próximas al economicismo —reconoce a Julian Simon6 como su gran mentor— que las que sostienen políticos, activistas y expertos de los movimientos “verdes”. Ello le ha valido, entre otras lindezas, una descalificación bastante absurda por profesar una ética “antropocéntrica” del medio ambiente (equivalente a decir utilitarismo humano), frente a la “ecocéntrica” que profesan los ecologistas.7
     Llegado aquí, al lector interesado por saber qué pasa en realidad con el cambio climático, el hambre de millones de seres humanos y las tesis catastrofistas sobre cuestiones de crecimiento demográfico y producción de alimentos, la biodiversidad en peligro por la acción extintiva del ser humano y otras letanías —término que usa Lomborg en este libro— de los movimientos ecologistas y partidos políticos “verdes”, se preguntará, primeramente, por la validez y calidad de los datos recogidos en los numerosos gráficos estadísticos y tablas con que Lomborg apoya su argumentación de que, en realidad, “las cosas van mejorando”; y en segundo lugar, si las conclusiones que extrae el autor de los datos y hechos conocidos y disponibles se basan en una sólida y convincente argumentación analítica, lo más científica posible. La respuesta a ambas cuestiones no es sencilla ni mucho menos breve. Pero es que, además, el propósito principal de este artículo no es la reseña del libro (de las que existen casi una centena) y, por tanto, juzgar sus errores y aciertos, sino indagar sobre el debate surgido en torno a El ecologista escéptico y las críticas que ha cosechado.8 Para ello, y antes de seguir considerando los dos interrogantes clave antes planteados, conviene leer lo que escribió recientemente Freeman Dyson, uno de los científicos de mayor prestigio en la actualidad, a propósito de las ciencias medioambientales:9 “La bioesfera es lo más complicado a lo que tenemos que enfrentarnos nosotros los humanos. La ciencia de la ecología planetaria es aún joven y está subdesarrollada. No debe extrañarnos, pues, que expertos honrados y bien formados e informados puedan estar en profundo desacuerdo sobre los hechos”. Encontramos en esta cita una explicación acertada para cierta parte de la polémica de Lomborg con algunos científicos y técnicos del medio ambiente, al menos aquella que más se atiene a los cánones convencionales de toda dialéctica científica. Atenerse a estos cánones no escritos ni explícitamente reglados es fundamental en toda polémica científica. Además de los rigores formales y demostrativos desde el punto de vista lógico, la postura de los que participan en él debe ser de gran pragmatismo y cooperación en busca del éxito del debate, adoptando una postura impersonal y buscando la mayor objetividad y precisión posibles, valorando con idénticos criterios los diferentes argumentos, los propios y los de los contrarios, a fin de lograr un consenso que haga avanzar el conocimiento con veracidad y fiabilidad. Rara vez ha sucedido así en el caso del libro de Lomborg. Se argüirá que el profesor danés tampoco ha sido muy respetuoso en su libro con estas reglas implícitas y que en sus páginas ha deslizado más de una falacia retórica y muchas del tipo estadístico.10 Además, y éste es uno de los argumentos principales de los ecologistas en esta ardua disputa, los asuntos que aborda Lomborg en su texto son tan graves e importantes para la humanidad en su conjunto que las formalidades de las discusiones académicas son improcedentes en este caso, pues es necesario refutar a toda costa sus alegaciones contra las tesis de los ecologistas y el optimismo sobre la situación medioambiental que impregna todo el libro, que se interpretan como disparos a la línea de flotación de la causa ecologista. También se ha resaltado que El ecologista escéptico no es solamente técnico y científico, sino que incluye mucha política, pues el autor no sólo analiza datos y hechos, sino que emite juicios de valor y sugiere acciones políticas concretas. La posible veracidad de todos estos asertos no invalida desde luego la necesidad de separar, lo mejor que se pueda, los hechos de los valores (y las propuestas de acción política basadas en estos valores), y de analizar unos y otros con bondad argumentativa, ateniéndose a un código pragmático de buena conducta dialéctica. Así, por ejemplo, y en el caso del cambio climático, no se puede descalificar con argumentos puramente ideológicos y de simpatías políticas el análisis coste/beneficio que hace Lomborg del protocolo de Kioto. Al estadístico danés no le salen las cuentas y para refutar sus conclusiones hay que argumentar desde el análisis de sus asunciones y asertos y la plausibilidad y rigor de sus razonamientos, y no desde la pura retórica.11
     Otra fuente de confusión que subyace al llamado ya “caso Lomborg” la encontramos en las distintas interpretaciones del denominado consenso de científicos y técnicos medio-ambientales sobre ciertos datos y previsiones. Las ciencias del medio ambiente son un conjunto de disciplinas científicas con mayor o menor desarrollo teórico y formal, con más o menos dependencia de acontecimientos históricos, saberes empíricos y descriptivos, y análisis de casos únicos, sin apenas principios unificadores entre estos conocimientos. Por lo tanto, nos encontramos con grandes lagunas de información, datos de observaciones escasos y poco fiables y superficialidad de muchas de las teorías. No es infrecuente que los datos y hechos se encuentren contaminados y condicionados por intereses políticos y presupuestos ideológicos. Por lo tanto, es casi obligado que el avance del conocimiento se base en el consenso de los expertos sobre cada cuestión. Esto da lugar a la paradójica situación de que a la vez que se acusa a Lomborg de pseudocientífico por ir generalmente en contra del consenso de los expertos y científicos medioambientales, cuando interesa se traen a colación las consabidas tesis del relativismo gnoseológico extremo, según las cuales el consenso en las ciencias del medio ambiente no es diferente de otros consensos sociales, de modo que todo se reduciría, de acuerdo con ese relativismo, a una pura construcción social de la realidad del estado de la biosfera, susceptible de opiniones contradictorias igualmente válidas e incontrastables entre sí. Se ha dicho y explicado muchas veces, pero no me parece inoportuno repetirlo una vez más: el consenso en las ciencias naturales es de distinta naturaleza que en las cuestiones sociales. A pesar de ello, no cabe duda de que el acuerdo entre expertos sobre materias relacionadas con las complejísimas y bastante desconocidas ciencias medioambientales no es comparable hoy día con el que se da, pongamos por caso, sobre el valor del momento anómalo del electrón, un ejemplo paradigmático de concordancia entre teoría (electrodinámica cuántica) y datos empíricos. La dificultad del consenso es razón de más para exigir que todo debate sobre el medio ambiente se realice con el mayor rigor posible, con los mejores recursos del razonamiento crítico, objetivo y preciso disponibles, con el acuerdo tácito de lograr conclusiones que sean más plausibles o verdaderas que las premisas iniciales y, sobre todo, con el cinturón del escepticismo indagador bien abrochado. Si el “caso Lomborg” sirve para encauzar así el actual debate medioambiental, su libro habrá cumplido una honrosa e importante función científica y social. –

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