Lizalde, rosas y tigres/ 1

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A Eduardo Lizalde lo conozco ¿de cuándo? De una temprana noche de agosto de 1960, es decir de hace ya medio siglo. El encuentro fue en la Horchatería Valenciana, que preferíamos llamar el Chufas, un café situado en la primera calle de López y muy cerca de la esquina con la Avenida Juárez del que veintinueve años más tarde hablaría Eduardo a mi juicio en modo demasiado sombrío en un poema titulado precisamente “Chufas”, de su libro Tabernarios y eróticos: “paso por una calle muy ilustre / –López, tenía que ser– / y miro ese Café que otros nostálgicos veneran: / me arrodillo sin pena ante su informe fealdad / como ante un Cristo llagado por un mal tallador”. El lugar, en esos tiempos en que aún se hacían las tertulias en cafés, bares, cantinas y restaurantes del centro de la Ciudad de México, era frecuentado por intelectuales y escritores mexicanos o del exilio republicano español. Allí Pepe Revueltas y un joven delgado de nariz corva y de casi melena y un tal Chano (del que no recuerdo el apellido, pero que evidentemente era o aspiraba a ser un “martillo teórico” del partido comunista mexicano) estaban sentados a una mesa, enmarcados en uno de aquellos estrechos separos abiertos de madera oscura y lustrosa barrocamente labrados y coronados con figurillas del Quijote que coribuían a que el interior del café tuviera un casi asfixiante aire barroco-cursi de posible imitación de algún antañón provinciano café español.

Pepe Revueltas y el apuesto joven de nariz corva, que acaso, en ese año, sin que, naturalmente, yo lo supiera, ya eran de los considerados expulsables por el PC… o que tal vez ya habían sido expulsados, discutían acerca del marxismo-leninismo, del estalinismo, de la relación entre política y literatura, y me parece que el tal Chano refutaba a los dos desde una fervorosa e ingenua posición de defensa de la Unión Soviética, la “patria del proletariado mundial”. Yo, que de los tres conocía y sólo de vista a Revueltas, me acerqué a éste a pedirle una dedicatoria en su magnífico libro de cuentos recientemente publicado por la Universidad Veracruzana: Dormir en tierra (del que acababa de publicar una una breve pero entusiasta reseña, no recuerdo si en la Revista de la Universidad o en México en la Cultura), y él, después de poner en la portadilla, con una letra fina entre caligráfica y de imprenta, levemente ladeada a la izquierda, estas demasiado elogiosas líneas: “A José de la Colina y a su / excepcional sentido crítico, con / un abrazo cordial de / Revueltas – / Agosto 1960 -México”, me presentó informalmente a los otros dos y me invitó a sentarme junto a ellos, que siguieron la discusión brevemente interrumpida. Revueltas decía algo acerca de que la finalidad de la Historia, según Marx, era la abolición del Estado, en lo cual don Karl coincidía con Bakunin, su adversario anarquista. Y, para irritación del tal Chano, el apuesto joven de nariz corva asentía, y, dirigiéndose a Revueltas, añadió con bien templada voz de barítono-bajo:

—Yo diría, Pepe, que Marx quería no sólo la abolición del Estado. Quería más: quería la abolición de la Historia.

—¿Cómo que la abolición de la Historia? –dijo sobresaltado el tal Chano.

—De la Historia como pesadilla –dijo el de la voz de barítono bajo, y menos para el tal Chano que para Revueltas.

Y éste dijo sonriendo:

—Claro, la Historia, ese itinerario de aspiraciones, de luchas de clases, del hombre contra el hombre y de pueblos contra pueblos, o sea ese calvario: la Historia, quedaría abolida cuando el hombre por fin pasara del reino de la necesidad al reino de la libertad… Eso está en alguna parte en Marx, pero tu frase es una idea de poeta. Sí, la pesadilla de la Historia.

—Es de James Joyce –dijo el Eduardo hasta entonces sin apellido para mí–. Lo dice Stephen Dedalus en el Ulises: “La Historia es una pesadilla de la que deseo despertar.”

—Idea de poetas, entonces: del poeta irlandés Joyce y del compañero poeta mexicano Eduardo Lizalde –dijo Revueltas.

Y en aquel momento me enteré de que aquel joven delgado y moreno, de nariz corva, con el perfil del que Alberto Gironella me diría más tarde que era el mismo que se veía en las portadas de la serie de novelas de La Sombra (de la colección Hombres Audaces de la Editorial Molino, Argentina), era el poeta Eduardo Lizalde del que ya me había hablado Salvador Elizondo como de uno de los capitanes de un sedicente movimiento “poeticista” y el autor de un admirable poema titulado “De Odesa y Cananea”. Y recordé algunos versos de aquel librito editado por Juan José Arreola en la colección “Los Presentes”, unos admirables versos sin duda inspirados por la visión de la trágica escena de la escalinata de Odesa en el film clásico de Einsenstein El acorazado Potiomkin; versos de arte mayor, en metros largos, de catorce sílabas, se diría de catorce pausados y sin embargo tensos fotogramas, que Salvador me recitaba briosamente con una voz que, emulando la de Lizalde, querían ser de barítono bajo:

“Los peldaños de Odesa no se inician, no ascienden / como los otros en vago recorrido: llegan, / desembocan, catarata que se congeló / en pesados tablones de hielo; y nos traen / otra oscura escalinata de sangre, gemela, / epidérmica alfombra de escalera en descenso. /

“¿Por qué, contra sus hermanas, baja esta escalera? / ¿Qué huracán terrible hizo cambiar el curso manso / de las piedras, en transformación tan improbable / como hacer que las estatuas, en invierno, emitan / por la boca un solemne vaho de nuevo mármol?”

(Continuará…)

Publicado previamente en Milenio.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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