Hay un tiempo para todo, nos consuela uno de los libros más sabios y desconsoladores que existen: “Todas las cosas bajo el sol tienen un tiempo y un momento [...] un tiempo para callar y un tiempo para hablar.” Al hombre le corresponde distinguir entre esos dos tiempos y no confundirlos, y hasta es posible incluso que el tiempo para hablar deba ir precedido siempre del tiempo para callar. Dicho de otro modo, la palabra se concibe en el silencio, en el retiro, en el aislamiento del mundo. Pero si existe algún lugar donde encontrar el silencio, el retiro y el aislamiento en estado puro, ese lugar son sin duda los monasterios. A fin de cuentas fueron fundados para ese fin. Aunque entonces el silencio no se concebía como un fin en sí mismo sino como un medio para alcanzar estados más elevados del espíritu, y en consecuencia del cuerpo. Algo parecido le sucedió a Patrick Leigh Fermor cuando en los años cincuenta del siglo pasado se retiró a uno de ellos –“Saint Wandrille, una de las abadías más antiguas y bellas de Francia”– a trabajar en su primer libro, que estaba escribiendo por entonces. Lo que empezó siendo un medio, el aislamiento buscado para el trabajo, acabó convirtiéndose en un fin, otro libro, fruto de aquella insólita experiencia (de Saint Wandrille pasaría luego a la abadía de Solesmes, y de esta a la Gran Trapa): Un tiempo para callar.
En un libro de una rara belleza, el autor, que no tiene creencias religiosas y no buscaba por tanto ninguna experiencia mística, ni huía decepcionado del mundo, se va impregnando poco a poco y sin apenas darse cuenta del ambiente de la abadía, un ambiente cuya nota más característica es quizás la falta de ambiente, y donde el tiempo y el espacio adquieren las dimensiones que les son propias. Es decir, el tiempo pasa inexorablemente, pero su transcurso ya no es una fuente de angustia, y el espacio tiene dimensiones que perciben con nitidez los sentidos: los muros de la abadía, el claustro, la iglesia, la celda: “... solo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que llevamos. Los dos modos de vida no tienen una sola característica común; y los pensamientos, ambiciones, sonidos, luz, tiempo y humor que envuelven a los habitantes del claustro no solo son distintos a todo lo que uno está habituado sino que, curiosamente, parecen su opuesto exacto”.
“A lo que uno está habituado”, esa es la cuestión. Uno está tan habituado a lo que está habituado que ni siquiera se da cuenta de que lo está. El periodo de deshabituación suele ser lento, nos dice el autor, y a menudo doloroso, pero el despertar es pletórico. Las cosas adquieren entonces otra dimensión, una dimensión curiosamente más humana, las “ansiosas trivialidades que emponzoñan la vida diaria” desaparecen, incluso todas esas pequeñas ansiedades y culpas que ensombrecen nuestros días y perturban nuestras noches se esfuman para dar paso a un estado de rara serenidad: “cada día es semejante al anterior, cada año igual al precedente, y así hasta la muerte...”.
Mani.
Patrick Leigh Fermor no es solo un viajero que escribe, sino, como nos dice Dolores Payás en el prólogo a Un tiempo para callar, es también, y quizás sobre todo, un escritor que viaja. Un escritor que va anotando las impresiones, las perplejidades, las incertidumbres que recoge en el camino, un escritor que lee, y escribe unos libros extraños, exquisitos, emocionantes. “Vivere non est necesse –rezaba el lema de los argonautas–, navigare necesse est.” ~