Sombras persiguiendo sombras historia

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Antonio Muñoz Molina

Como La sombra que se va

Barcelona, Seix Barral, 2014, 536 pp.

En el centro de Como la sombra que se va encontramos al asesino de Luther King, James Earl Ray, pero su protagonismo no radica tanto en su biografía completa o en el crimen que le dio su triste fama como en la posterior huida y en el intento abortado de construirse una nueva identidad. Muñoz Molina no se recrea en el asesinato, apenas roza la cuestión del racismo y de los derechos civiles envueltos en la muerte de Luther King, y resuelve el pasado de Earl Ray en un conciso travelling (uno de los capítulos mejores del libro). La novela prefiere detenerse en la semana larga que Earl Ray pasa con nombre falso y pasaporte canadiense en Lisboa, aturdido y atemorizado, pero esperanzado con poder huir a África, donde de manera un tanto fantasiosa confía en “empezar una nueva vida”. Esta amplísima área de la novela está escrita en el estilo más esforzado y reconocible de Muñoz Molina: prolijo en la documentación, sensato en las reflexiones y muy atento a las descripciones sensoriales, un estilo que desde 1987 lleva convenciendo y convocando a miles de lectores.

Me refiero a “esta amplísima área” porque la novela no se agota en Earl Ray. Muñoz Molina intercala entre la trama principal una serie de capítulos dedicados al escrutinio de su propia vida, centrados precisamente en 1987, el año que publicó El invierno en Lisboa, un elegante noir donde rendía homenaje al cine negro americano y a los tugurios donde fue fermentando el jazz, y cuya recepción le permitió convertirse (“dar el salto”) en “escritor profesional”. Como el propio Muñoz Molina ha señalado que “una gota de ficción tiñe todo de ficción”, lo más práctico será dar por hecho que una gota de esa especie (o varias) ha diseminado sus propiedades alterativas por las páginas de este libro, y tomarlas como ejercicios de autoficción antes que como una memorias más o menos prematuras y parciales.

Sea como sea, los lectores que conserven un grato recuerdo de Ardor guerrero (todavía el libro que prefiero del autor) descubrirán en estas franjas autoficticias algunas de las mejores páginas de la novela. Muñoz Molina describe con minuciosa crueldad el esnobismo que predomina en los ambientes culturales de provincia, las angustias del joven novelista al que se le ha reconocido el talento pero debe cargar todavía con los restos de su antigua existencia (afectiva y laboral), y cómo le desestabilizó el inesperado éxito que supuso El invierno en Lisboa. Estos aciertos compensan los pasajes menos afortunados en los que Muñoz Molina arma una gaseosa poética (“Una novela es un estado del espíritu”; “El estado del espíritu nace con la novela y se extingue con ella”) y nos relata sus paseos por los itinerarios más célebres y socorridos de Lisboa con un grado de detalle fetichista que aleja un poco del libro a los lectores que no ejerzan de rendidos incondicionales.

Unas palabras sobre la autoficción. Martin Amis aseguraba que en la medida que los novelistas empezaron al mismo tiempo y al pelotón a cerrar el foco de sus ficciones sobre personajes parecidos a ellos (en lugar de ampliarlo imaginativamente hacia personas y ambientes ajenos) el fenómeno de la autoficción no podía juzgarse en conjunto, sino que lo más juicioso era aceptarlo en pleno como un brote de gripe “global”. Pamuk asegura que su éxito radica en que intensificaba un placer preexistente propio de la lectura de novelas: indagar el grado de veracidad o de identificación del autor con algunos de sus personajes. Y costaría negar que en sus mejores versiones la autoficción ha sido un método eficaz y sutil de renovar la narrativa. Roth y Oé, por ejemplo, la emplean como punto de partida para fabulaciones que pueden llegar muy lejos en la senda de lo inverosímil (Roth se ha retratado como espía al servicio del Mosad y Oé ha participado en una suerte de comando terrorista sexagenario) con el propósito de indagar críticamente en la mentalidad de su generación y discutir de manera brillante y audaz sus propios libros.

Pasadas unas cuantas décadas es inevitable que se haya perdido un poco de frescura, por no decir que la autoficción se ha convertido en un academicismo: en sus peores versiones es la coartada prestigiosa para que el novelista pase bajo mano materiales tan poco interesantes como la vez que te invitaron a dar una conferencia o ese día que te encontraste con un colega en un congreso. Cuando el prestigio a priori de esta manera de contar se retire (inevitable destino de cualquier estrategia narrativa) es posible que los lectores descubran unos cuantos horrores que la crítica de su tiempo, entontecida por el automatismo, ha pasado por alto. De manera que a estas alturas de la película la pregunta más sofisticada que una novela que recurre a la autoficción le hace de manera voluntaria o involuntaria a sus lectores solo puede ser esta: ¿de verdad era absolutamente necesario?

El propio Muñoz Molina desliza cuál es el vínculo “necesario” entre las dos áreas de la novela: escudriñar “cómo ve las mismas cosas que estás viendo tú quien no se te parece en nada; quien es tan distinto de ti y tan desconocido casi que no sabes imaginarlo, por mucha información que acumules maniáticamente sobre su vida”. Y, ciertamente, la novela se articula en un contraste de miradas entre la del novelista que cuenta un episodio de su vida pasada y la de un asesino que huye, ambos pasean por las mismas calles y plazas, y se cruzan con transeúntes parecidos. Pero hay más vínculo, en realidad no es del todo cierto que ambos “personajes” no se parezcan en nada: más allá de sus diferencias (morales y legales) ambos son criaturas de paso en la ciudad, con identidades falsas o en las que no quieren reconocerse, dos sombras tratando de alumbrar su futuro. Aunque, obviamente, el desenlace de ambas suertes no pueda ser más opuesto.~

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