Sí. Hay. Mucha.

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Juan Villoro

¿Hay vida en la Tierra?

Bacelona, Anagrama, 2014

369 pp.

Otra vez: sí.

De nuevo: sí.

Sí: hay vida en la Tierra. Pero mi insistencia con la afirmación –con responder categóricamente a lo que pregunta Villoro desde la portada– viene de que pocas cosas nos inquietan más que un título entre signos de interrogación. Porque se supone que los libros están ahí no para hacernos preguntas sino para ofrecernos respuestas.

De nuevo: sí. Tengo y tenemos pruebas al respecto: hay vida en la Tierra. Aquí estamos. Vivitos y coleando, alive and kicking. En lo personal, me hace muy feliz reseñar este libro. Y en lo personal, de nuevo, reseñarlo me produce una cierta irritación y un cierto enojo y una cierta decepción (más detalles más adelante sobre esto último).

Y otra vez la pregunta y, atención, es una pregunta que, pienso, evita hacer otra pregunta. Es una pregunta que evita preguntar ¿Hay vida inteligente en la Tierra? Porque, me parece, a Villoro no le interesa ese punto aquí. Además, ser inteligente es una condición tan ambigua… Lo que sí le interesa a Villoro es, desde siempre, analizar, mirar, sacar conclusiones. Con inteligencia y con astucia. El gran arte de Villoro reside en pensar en lo que le cuentan pensando en cómo va a contarlo. Villoro es aquí, claro, alguien que pasa en limpio y mejora y dota de un tempo dramático exacto y de una sonrisa alunarada en la comisura precisa del relato a esa vida en la Tierra que él –terrestre, pero con la fascinación de un alien de paso que ha llegado aquí para recoger muestras y catalogarlas– no demora en volver para volverla, sí, inteligente.

¿A qué genero pertenece este libro? Al de la miscelánea, supongo. Al de partes sueltas que acaban configurando un todo armónico. Al de los murales de Diego Rivera y al de la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, pero no preocupándose tanto por el buen histórico sino por la buena historia. Por último, pero no en último lugar, ¿Hay vida en la Tierra? se ubica entre los libros de esa especie que puede dar buenos exponentes o pésimas mutaciones: el libro de textos ocasionales y, sí, alimenticios. La pieza corta y de rápida factura y aún más rápido consumo; en ocasiones iluminada al atardecer para que los otros –los lectores– la lean a la mañana siguiente. Todos hemos estado allí, todos estamos allí, todos estaremos allí. El escrito breve y de vida corta como nuestro Vietnam. Esquirlas por las que, en más de una ocasión, padecemos la gratificante injusticia de ser recordados e invocados mucho más tiempo y más veces y con mayor afecto y efecto que por esa novela a la que le dedicamos varios años de nuestras vidas y con cuya factura, pobrecillos, torturamos a los seres queridos que nos rodean y que nos deben querer mucho para aguantarnos tanto. Sí, extraños y no tanto nos lo dicen con inocencia o malicia, nos felicitan por esa columna nuestra más o menos derecha, alaban su ingenio y brevedad y velocidad. Y a uno le dan tantas pero tantas ganas de estrangularlos. Queda el consuelo, claro, de luego arrear todo ese material y darle un orden y un sentido y ponerlo entre portadas. Ya lo dije. A veces sale bien. A veces no. A veces sale muy bien y excelente. Como aquí y ahora. Y, además, resulta útil. ¿Hay vida en la Tierra? cuenta muchas cosas pero, fundamentalmente, acaba contando una, la más importante: el cómo contar algo. ¿Hay vida en la Tierra? es, así, también, una suerte de manual secreto de instrucciones, el mejor de los talleres literarios, algo para mí a la altura de Música para camaleones de Truman Capote. A saber, a aprender: ¿Hay vida en la Tierra? es un libro muy didáctico. Nos enseña mucho a la vez que enseña mucho. Y contiene entre sus páginas el secreto para manejar y calibrar y afinar líneas que hacen evidente la velocidad con la que se puede transmitir una historia, como si fuese un chiste. Pero los chistes –como los sueños– suelen olvidarse. En ¿Hay vida en la Tierra?, por lo contrario, Villoro consigue que no olvidemos nada pero que, también, en uno de los libros más subrayables que recuerde, marquemos página y frase para poder volver allí más tarde, en cualquier momento, para comprobar que todo eso sigue allí.

Porque, también, ¿Hay vida en la Tierra? es uno de esos libros –como los seres que lo habitan, como el Villoro que los cataloga– que no parecen quedarse quietos. Es uno de esos libros que se mueven y que, a su manera, conmueven. ¿Hay vida en la Tierra? es otro de esos libros voyeur y flâneur que va a reunirse en los estantes con el Lucas de Cortázar, los Palomar y Marcovaldo de Calvino, el Monsieur Teste de Valery, el Pnin de Nabokov. Todos ellos, personajes que miran. A ellos se junta la persona Villoro con ojos de rayos X para mostrarnos lo que le interesa ver primero para que luego lo veamos nosotros.

Y, duda terrible, bendita duda: ¿habrá algo dentro de los contornos de la vida terrestre que no le interese a Villoro, existirá algo que él no pueda volver interesante para nosotros? ¿Habrá cosa o situación o individuo que, paraVilloro, no contenga el little bang de una gran historia?

Todo parece indicar que no.

Y, si lo hay, no nos los cuenta.

En breve introducción a ¿Hay vida en la Tierra? Villoro ensaya una especie de justificación de la degeneración. Rastrea la génesis e historia editorial de lo que aquí se contiene. Habla de lo decisivo de saber distinguir entre “lo Importante” y “lo Caprichoso”. Menciona posibles antepasados del formato. Camba, Arlt, Cunqueiro, Pla, Gómez de la Serna, De Queiroz, Millás y el inevitable prócer mexicano del asunto, Ibargüengoitia. (Y yo me atrevería agregar los perfiles de seres y de lugares que Joseph Mitchell entregó durante años a The New Yorker o Fran Lebowitz a Interview.) Teoriza también sobre el desuso de lo costumbrista en la literatura y sobre la tentación y la necesidad en la prensa. Y, como cierre, nos advierte de lo más importante: “¿Hay vida en la Tierra? reúne cien relatos de lo real […] La velocidad de estos textos no importa en un sentido social o político sino como el retrato íntimo de lo que ocurre. En una época de simulacros, marcada por la televisión, el universo digital y otros filtros, de pronto algo es misteriosamente real.” Y lo que persigue y alcanza aquí Villoro es exactamente eso: el no imaginario pero sí imaginativo misterio de la realidad. Pero no la realidad real sino la realidad verdadera. Esa realidad con la que, nos confía Villoro, están acabando las estadísticas. La realidad de algo que merece ser contado y que nos merecemos que nos cuenten.

Procedimientos, trucos, estrategias, recurrencias, marcas de la casa. Villoro va de lo muy íntimo a lo universal, o viceversa. O empieza con sentencias tan contundentes como intrigantes que nos pueden llevar a cualquier parte (“El reposaobjetos ha vuelto a mí”). O va a dar a epifanías y revelaciones como “Hemos usado tanto la amabilidad que ya la gastamos” y “En épocas de lluvia establecemos otra relación con los objetos” y “Al subir a un avión sonreímos sin saber muy bien por qué” y “Asombrosamente estamos condenados a la felicidad” y “Solo una cosa cuesta más trabajo que ser feliz: demostrarlo.” O nos acostumbra a que todo puede ser posible con largadas masticables como “Cuando entré al laboratorio una enfermera dijo: ‘Como una nuez de Castilla’” o “Recibí un turrón y de inmediato supe que había pasado por otras manos” o “¿Los pongo en el archivo salado?”. O nos hace sentir perturbadoramente inseguros (porque leo algo como “el 20 de noviembre de 2005 se cumplieron treinta años de la muerte de Franco” y corro a la Wikipedia para asegurarme de que Villoro no me está engañando). También, de tanto en tanto, nos invita a no estar de acuerdo con él, como cuando, rotundo, afirma: “Entre las limitaciones culturales del género masculino se cuenta su incapacidad para dar con estupendas frases amorosas.” Y, entre tanta ida y vuelta, ¿Hay vida en la Tierra? –fragmentario, atómico, habitado por miniaturas colosales, construido en torno a maquetas donde irse a vivir, microrrelatos rebosantes de máximas, tramas deshidratadas que se abren como origamis al entrar en contacto con los fluidos oculares, cuasi monólogos de stand-up comedian sentado– apenas esconde el argumento transparente de una novela invisible pero sólida: las irreconciliables pero siempre corteses diferencias de lo mexicano (sus tratos con los demás, su particular percepción del tiempo, su forma de acercarse sinuosamente a las cosas y a sí mismos) con el resto del mundo. “El mexicano ha inventado mil maneras de reír por cortesía” o “El principal medio de comunicación de los mexicanos es la comida” o, lo más importante de todo, “Tengo la impresión de que a los mexicanos no solo nos cuesta más trabajo llegar a la democracia sino a todos los lugares.” Villoro llega al ser mexicano y nos lo ofrece –extranjero próximo, versión de Marco Polo nacional– como el opuesto complementario a todas las demás nacionalidades. Así, las particularidades –la relajada tensión– de un mexicano moviéndose por el planeta de su cabeza cósmica y encontrando, por oposición, a su país y a su tierra en todas partes. Y, al salir de allí, el destello de una verdad universal. Porque Villoro –que ya había construido toda una novela en torno a lo ocular, El disparo de argón– aquí abre los ojos, en las primeras páginas, con una anécdota familiar en cuanto a los usos de las lupas (que todo lo amplifican hasta lo microscópico) y nos pasea hasta un final en el que “un brillo fija la mirada del hombre” y se concluye que “La tierra de un escritor es algo nebuloso.”

Me referí, nebulosamente y al comienzo de estas líneas, a “una cierta irritación y un cierto enojo y una cierta decepción” durante la lectura de ¿Hay vida en la Tierra? Y preciso ahora: se trata de la frustración y el despecho y la incomodidad de que, entre tanta vida, entre tantos nombres de conocidos y desconocidos, no esté el mío. De pronto, la terrible y desconsolada sensación de no haber entrado aquí, de no haber sido mirado por Villoro. De ahí que haya reclamado el privilegio de escribir esto. Y de cerrarlo –frase que bien podría abrir una columna de Villoro– con un “Pocas veces he querido estar tanto dentro de un libro ajeno”. Y –terminando con estilo mío, después de todo esto saldrá publicado en alguna parte, aquí mismo– despedirme con un “Creo que este es el mejor elogio que un escritor le puede hacer al libro de otro escritor, ¿no?”.~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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