¿Ideología estética?

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Jacques Rancière

Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte

Traducción de Horacio Pons

Santander, Shangrila, 2014, 312 pp.

En el prólogo a Aisthesis, Jacques Rancière alude al libro clásico de Auerbach, Mimesis (1946). A pesar de las evidentes diferencias entre ambos ensayos, es verdad que comparten una misma estructura. Auerbach organizaba su análisis de la representación de la realidad en la literatura occidental a partir de una serie de fragmentos de grandes obras que iban desde La Odisea de Homero hasta Al faro de Virginia Woolf. Rancière parte también de escenas y episodios, desde el análisis que hace Winckelmann del Torso de Hércules hasta el libro de fotografía de James Agee y Walter Evans, Elogiemos ahora a los hombres famosos. De este modo, Aisthesis es consecuente con la modalidad de escritura ensayada ya por Auerbach, que rehuía la organización convencional de los capítulos –según periodos, escuelas, autores, etc.– para brindar así una lectura revolucionaria desde el punto de vista historiográfico.

Auerbach analizaba cada uno de los fragmentos escogidos según la premisa filológica de la estilística, y el riguroso análisis textual era el punto de partida del que se desprendían cuestiones generales de historia y poética. En esto, el libro de Rancière se parece mucho al de Auerbach. Aunque el autor francés no comparta el método filológico, sí que interpreta cada texto según un procedimiento indicial, donde cada fragmento es una huella o un rastro gracias al cual acceder a las particulares relaciones que se han dado en diferentes momentos de la historia entre filosofía, política, tecnología y arte. Este es el mayor mérito del libro, sin duda, y algunos capítulos son verdaderamente memorables. Por ejemplo, el que dedica a la lectura que hace Hegel de los pequeños mendigos pintados por Murillo. Rancière explica cómo Hegel reconoce el valor estético de Murillo, un pintor de género entonces despreciado, en el contexto de la revolución artística que supusieron en Europa el idealismo alemán y el movimiento romántico en general. Pero la nueva idea de la belleza depende en la misma medida del saqueo artístico que perpetraron las tropas napoleónicas por toda Europa; fueron ellas las responsables de que muchas obras inaccesibles por aquel entonces, como la de Murillo, vieran finalmente la luz, expuestas en el museo. Con esta institución aparece la idea de patrimonio universal: cualquier espectador accede ahora a la contemplación de los cuadros, que no se distribuyen según escuelas y géneros convencionales. Además, ya en la decadencia revolucionaria, durante las primeras décadas del siglo XIX, este republicanismo pictórico pervive paradójicamente en el reactivado mercado de las artes, donde las ventas confirman la consagración de los pequeños holandeses y flamencos, cuyas particulares escenas de la vida doméstica triunfan en la medida en que glorifican la simple manifestación de la naturaleza. Este es solo un ejemplo del modo en que Rancière va desgranando los diferentes elementos que propician el nacimiento de la autonomía del arte. Confirma de este modo un episodio de la historia del arte sobradamente conocido: aquel en el que las escenas mitológicas y los retratos reales dejan de ocupar un lugar destacado en la jerarquía de las artes pictóricas porque deja de ser la historia o la alegoría la que da significado a las figuras representadas. Este modo de proceder es el que Rancière emplea en cada una de las catorce escenas que componen su vertiginoso recorrido: Rilke interpretando a Rodin, Mallarmé a Loïe Fuller, Shklovski a Chaplin y Vertov, la fotografía de Stieglitz, etc.

Ahora bien, a pesar de estas similitudes, entre Mimesis y Aisthesis hay sobre todo diferencias. Mimesis es un ensayo sobre el régimen representativo del arte. En este régimen, inaugurado por Aristóteles y consolidado con las poéticas del periodo clásico, el arte se pone al servicio, según Rancière, de la inteligibilidad de las acciones humanas, y el embellecimiento sirve para expresar de un modo más persuasivo las emociones y los pensamientos de los hombres. Bajo este régimen, puede hablarse de la clásica distinción entre las bellas artes y las artes decorativas, de la distinción de los géneros en función de lo representado, de la adopción de estilos según los temas, y de tantas otras normativas acerca de las jerarquías en el mundo de las artes. Rancière, por el contrario, se ocupa del régimen estético, que es precisamente el que se encarga de poner en cuestión estas mismas jerarquías de los temas, los géneros y de las distintas artes. La aparición del régimen estético a finales del siglo XVIII implica que ya no existe ninguna prescripción que exija una secuencia narrativa o un contenido alegórico, y por lo tanto puede elegirse libremente cualquier estilo para representar de forma igualitaria a cualquier sujeto sin excepción: ya no solo se ven héroes y santos.

Este es el motivo por el que según Rancière el régimen estético posee un especial potencial político. Y esta es la diferencia fundamental entre Mimesis de Auerbach y Aisthesis de Rancière: las convicciones de sus autores y las condiciones en que escribieron sus libros. Auerbach escribe su libro más conocido durante su exilio en Estambul, y sin apenas fuentes documentales a su disposición recupera los que, según él, serían los fragmentos más destacados del legado occidental. Es evidente que se trata de un gesto de preservación por el que un liberal querría conservar lo mejor de una cultura humanística y burguesa, ahora amenazada por la deriva política europea. Tal y como dejaría entrever en Filología de la Weltliteratur (1952) –un texto fundamental escrito cuando ya se había establecido en Estados Unidos–, este gesto conservador con respecto al legado humanístico de la tradición occidental requería del método filológico, que procuraba todavía la posibilidad de conservar un dominio general de los saberes por parte del individuo y disfrutar de una visión de conjunto.

Aisthesis, en cambio, carece de cualquier pretensión conservadora y no aspira a preservar ningún legado humanístico. Por supuesto, tampoco es un ensayo fiel a un método ni está guiado por ningún horizonte de síntesis. Posee una voluntad política revolucionaria, heredada de las vanguardias históricas. Se ve en la obsesiva insistencia con la que vuelve a la paradoja que estructura el ensayo: la utopía política se desmarcó de la utopía estética, aunque nunca podría haberse pensado la emancipación social si no hubiera existido un régimen autónomo para las artes. De hecho, Rancière trata de revertir una tendencia por la que la utopía estética se interpreta como un episodio decadente de la historia burguesa en lugar de verse como un movimiento real de liberación política. En una de las escenas, por ejemplo, leemos que el estreno en 1928 de El cantante de jazz supuso un contratiempo para el éxito de El hombre de la cámara de Dziga Vertov, estrenada un año después. La primera gran producción sonora de Hollywood habría impedido que “el lenguaje universal de las imágenes” ideado por el cineasta soviético “constituyera el tejido sensible de un mundo nuevo”. Rancière se lamenta ante el hecho de que la lógica de la representación o mimética impidiera que este “mundo nuevo” se consolidara y que secuestrara la virtud política contenida en los ejercicios formalistas de constructivistas y surrealistas. De idéntica manera, lamenta que el libro de James Agee y Walter Evans, Elogiemos ahora a los hombres famosos, tuviera que competir con You Have Seen Their Faces, de Caldwell y Bourke-White y otros libros de reportajes fotográficos tan impactantes y exitosos como convencionales.

La misma paradoja que plantea el excelente libro de Rancière invita a pensar cómo se da hoy el actual régimen estético, con su promiscua omnipresencia gracias a las nuevas tecnologías y la realidad mercantil de las sociedades de consumo. No está claro que la culpa de la impotencia política del régimen estético provenga del poder del régimen de la representación. En todo caso, no resulta obvio que el poder del régimen de representación en las artes resida en su entrega a los fines contrarrevolucionarios de empresas financieras o de aparatos políticos centralizados. Si hoy parece evidente que el entretenimiento y la propaganda sirven a intereses estrictamente económicos y no políticos, quizás debamos preguntarnos si no hay algo de voluntarismo al confiar en que la experiencia estética puede efectivamente reordenar el mundo sensible. ~

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(1976) es profesor de teoría de la literatura comparada en la Universidad de Barcelona. En 2010 publicó La ciudad y su trama (Lengua de Trapo), que obtuvo el VIII premio de ensayo Caja Madrid.


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